No lo reconocí yo a él al principio. La señora Manoia me hacía dar tantas vueltas —más que un semilento ejecutó un semirrápido, y yo a su son y a sus órdenes— que no lograba fijar la vista en ningún sitio más que décimas de segundo, peor que en el tiovivo. Hasta el punto de que lo tomé por un negro, por culpa de la mala visibilidad y de mi trote precipitado y porque vestía una chaqueta muy clara, de poderosas hombreras y varias tallas más grande de la que le correspondía, y sólo he visto atreverse con semejante clase de prenda, holgada pero con apresto, muy recta, a algunos miembros de esa raza, sobre todo a nuevos ricos fornidos más o menos del espectáculo: atletas, boxeadores, celebridades de televisión, raperos de la rama dandy. Durante unos instantes creí que sería uno de éstos, porque en su oreja izquierda brillaba un pendiente, me pareció de aro, un poco largo y en exceso oscilante para la moda preferida entonces entre la modernidad ultranocturna y no sé si ahora (salgo menos), como si se lo hubiera prestado una zíngara o se lo hubiera arrebatado a un pirata de los que ya no existen desde hace doscientos años, al menos en Occidente. Por fortuna no se tocaba con sombrero de ala estrecha ni ancha, tampoco con pañuelo anudado haciéndole cola en la nuca al estilo bucanero, bandanas los llaman ahora (podía haberle dado por conjuntarse), llevaba el pelo hacia atrás, untado, planchado o más bien tirante, tanto que en segunda y confusa instancia temí que se lo sometiera con algo peor todavía, a saber, una redecilla negra como las de nuestros majos goyescos, o es acaso a los toreros de época a quienes he visto lucirlas sin avergonzamiento en los grabados y cuadros, de Goya también más que de nadie. Si digo por fortuna no es sólo porque me parezcan patéticos o sin más grandes farsantes cuantos hoy se cubren la cabeza, no digamos ya si es bajo techo (van con ínfulas de originalidad biográfico-artística más aún que indumentaria, los varones como las mujeres, pero más afectados aquéllos y sin perdón posible, aunque son de bofetada las que llevan bereto fina boina, sea recta o ladeada), sino porque al darme al fin cuenta de quién era el pollo negro o no negro, o el cuervo o buitre de barra (fue un momento que me concedió de fijeza mi peonza vaticana: se abstuvo de girar unos diez segundos y pude mirar sin mareo a la figura que manoteaba en el aire), pensé que con sombrero de músico o pañuelo filibustero no lo habría soportado; no la visión desde luego, y menos su compañía ante testigos que me conocían, intolerable que nadie me hubiera asociado al sujeto, ni siquiera como compatriota: me habría negado a mí mismo con tal de mantenerlo a distancia, me habría improvisado otro nombre (Ure o Dundas sin ir más lejos, esa noche estaban libres), me habría fingido desconocido y por supuesto británico o canadiense a ultranza, le habría dicho con fuerte acento de imitación: 'Mí no comprender. No Spanisti. Y ante su probable y barbarista insistencia habría eliminado resquicios: 'No Spanglish either, hombre'.
Así que al reconocerlo, y no ver sobre su cabeza tocado temible alguno (algo era algo), me limité a sentir incredulidad en mi pecho mártir, es decir que alcancé a pensar esto, en medio de mi agudizado baile: 'Santo cielo, no puede ser. El agregado De la Garza pulula por las discotecas de Londres vestido de rapero negro dandy, o quizá es de apoderado negro de boxeador también negro. Tal vez, incluso, a estas horas, él mismo se crea un negro'. Y acerté a añadirme: 'Gran capullo; y además blanco'. Allí estaba un hombre al que impacientaba el buen gusto, o en quien el malo era tan invasivo que arrasaba toda frontera, las nítidas como las difusas; y aún más, un tipo dispuesto a hallarle interés lascivo a casi cualquier ser femenino —o era interés más bien puerco, cercano al meramente evacuatorio—, si en casa de Sir Peter Wheeler había sido capaz de encontrárselo, y nada escaso, a la prevenerable viuda reverenda o Deana Wadman, con su escote esforzado y mullido y su collar pétreo precioso de gajos. (Quiero decir a cualquier ser femenino humano, no me gustaría insinuar cosas que ignoro, y sin indicios.) Flavia Manoia, de edad tal vez parecida pero con notables más garbo y rastro (rastro de su belleza, se entiende), podía en verdad trastornarlo a dos copitas que llevara él encima o que planeara agregarse en los minutos próximos. La memoria asociativa instantánea me hizo buscar con la mirada, ilógicamente, al prevetusto Lord Rymer, la maléfica y famosa Frasca de Oxford con la que De la Garza había compartido tantos brindis en la cena fría y que incitaba infaliblemente a beber a espuertas a quien se le pusiera a tiro de recipiente (o bien de flask, que es lo mismo). Pero su celebridad y sus movimientos dificultosos habían quedado confinados a territorio estrictamente oxoniense desde su jubilación en la Cámara y el consiguiente abandono de sus legendarias intrigas en las ciudades de Estrasburgo, Bruselas, Ginebra y por supuesto Londres (quizá él no era par vitalicio, pero se rumoreó que la creciente sabiduría etílica de sus intervenciones ante los Lores —una sabiduría insatisfecha siempre— acabó por aconsejarle una prematura renuncia a su escaño); y con su silueta abombada y sus pies tan deficientes no se habría aventurado nunca en el mundo de las discotecas brutales, ni aun llevado por De la Garza y otro en la sillita de la reina.
Confié en que Rafita estuviera acompañado de ese otro o de varios, de alguien en todo caso, y así lo creí con mediano alivio (pero de nuevo algo era algo) cuando vi que también lanzaba saludos, o más bien hacía desdeñosos gestos de imponer espera y paciencia a un grupo de cuatro o cinco personas sentadas a una mesa no alejada de la de Tupra y Manoia, personas españolas todas a buen seguro, o en su mayoría, por lo gritón de sus voces y lo exhibicionista de sus carcajadas (y además una fingía —un maromo— seguir la música idiótica con muy grande sentimiento, tanto que se le ponía incongruente cara de oír flamenco purísimo y padeciente, el cual no sonaría allí por los siglos ni en versión adulterada y rumbosa: era local exclusivo de estrépito y aturdimiento, lo más idióticamente chic de la temporada entre las juventudes no extremas y sí bastante adineradas, quizá elegido por Tupra para agradar así a Flavia Manoia, o para que a él no pudiera escucharlo más oído que el arrimado a sus labios).
—Joder, joder, Deza, ¿dónde te has agenciado a esta titi, tío? —Esas fueron las primeras y repugnantes y aun deprimentes palabras del gran capullo Rafita cuando ya no pudo aguantarse e invadió la pista balanceándose en un terrible remedo —en efecto— de los andares de un negro achulado, la pieza semilenta aún inconclusa y por lo tanto también nuestro semirrápido baile—. Anda, preséntame, anda cabrón, no me seas egoísta. ¿Está contigo o la acabas de levantar aquí mismo? —Debía de tomar por inglesa a la señora Manoia y se sentía otra vez impune en su lengua, seguro que se pasaba su majadera vida en Londres con tal perpetuo sentimiento, un día le haría meter bien la pata hasta el fondo y lo convertirían en puré o picadillo. Yo continuaba girando y él giraba tras de mí (quiero decir a mi espalda), hablándole a mi cogote con enorme desparpajo, sin que eso le supusiera extrañeza ni incomodidad siquiera: recordé su especialidad en entrometerse en las conversaciones ajenas hasta dinamitarlas, nada tenía de particular que se inmiscuyera igualmente en las danzas y las pulverizara—. Me juego una primera de Lorca a que se la has levantado aquí a algún imbécil. Es que donde nosotros pongamos pica, ya se sabe.
Me irritó ya tantísimo con aquellas pequeñas frases —el término más pueril que canalla aunque él lo creyera esto último; la apuesta pedante de bibliófilo sobrevenido; el engreimiento infundado de su vulgaridad patriótica (aquel 'nosotros' significaba por fuerza 'los españoles')— que pese a haber decidido a la postre responderle en inglés turbio por lo que diré en seguida, y no moverme de Ure o Dundas con la entereza de un prisionero de guerra, no pude contenerme y me apañé para soltarle con grito rápido, ladeando un poco la cabeza, que no el torso cautivo: