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Llegué a mi portal, metí la llave, abrí, sólo entonces plegué el paraguas y lo sacudí en la calle para mojar dentro lo menos posible, y una vez arriba lo llevé a la cocina al instante, también dejé allí la gabardina a que se secara, y a continuación me fui hasta la ventana impaciente y oteé la plaza, no vi en ella a la joven ni tampoco a su pointer, pese a que había sentido su ruido ingrávido hasta el final, acompañándome hasta la misma puerta de abajo, o había creído eso. Levanté entonces la vista y busqué a mi altura, al vecino danzante que a menudo me sosegaba. Allí estaba, sí, era de prever que no hubiera salido por ahí con un tiempo tan asqueroso, y además tenía visita, la mujer negra o mulata con la que bailaba a veces: por los movimientos y la postura y el ritmo no me cupo duda de que estaban enfrascados en una danza pseudogaélica, gran velocidad en los pies que no hacen recorrido alguno (se ciñen esos pies a un punto sobre el que insisten, percuten y repercuten en el espacio de un ladrillo, o de una baldosa si no exageramos), los brazos en cambio caídos, pegados al cuerpo, inertes, muy tiesos voluntariamente, pensé que estarían oyendo la música de algún demenciado espectáculo de ese ídolo de las islas que zapatea como un poseso, Michael Flatley, se emitían sus antiguos vídeos con notable frecuencia, no sé si ya se ha retirado o si se dosifica mucho, para así hacer más excepcionales sus iracundos brincos por los escenarios. Qué contento se lo veía siempre, a mi vecino, bailara lo que bailase a solas o con compañía, a veces sentía la tentación de imitarlo, eso es algo que podemos hacer todos, bailar en casa cuando creemos que no nos ve nadie. Pero nunca se está seguro de que no nos vea ni escuche nadie, no siempre nos percatamos de que nos observan, o de que nos siguen.

Aquel pobre terrier del bibliómano Marriott tendría sólo catorce dedos, pensé, al faltarle una pata. Tal vez me había acordado de él porque su imagen se me quedó para siempre asociada a la de una joven que también solía calzar botas altas, una florista gitana que los domingos se apostaba justo enfrente de mi casa oxoniense, más allá de la calle larga que allí conocen como St Giles'. Se llamaba Jane, estaba casada pese a su juventud extrema, vestía jeansy cazadora de cuero los más de los días, yo cruzaba unas palabras con ella de vez en cuando, y aquel Alan Marriott se había detenido junto a su puesto a comprarle un par de flores justo antes de llamar a mi timbre la mañana o la tarde que me visitó, uno de aquellos domingos 'desterrados del infinito' (cité para mis adentros). Él y yo habíamos acabado hablando del escritor gales Arthur Machen (uno de sus favoritos) y de la literatura de horror o terror que éste había cultivado para deleite de Borges y de no muchos más, aunque recuerdo que él no sabía quién era Borges. Y de pronto me había ilustrado el horror mediante una hipótesis que involucraba a su perro de tres patas y cara despierta con la florista de las botas altas. 'Los horrores dependen en buena medida de la asociación de ideas', había dicho. 'De la conjunción de ideas. De la capacidad para unirlas.' Se expresaba con frases cortas y sin apenas recurrir a las conjunciones, haciendo pausas mínimas pero muy profundas, marcadas, como si contuviera el aliento mientras duraban. Como si también cojeara un poco del habla. 'Usted puede no asociar nunca dos ideas de modo que le muestren su horror, el horror de cada una de ellas, y así no conocerlo en toda su vida. Pero también puede vivir instalado en él si tiene la mala suerte de asociar continuamente las ideas justas. Por ejemplo, esa chica que vende flores enfrente de su casa', había dicho señalando hacia la ventana con el índice muy estirado, uno de esos dedos que aun limpios parecen impregnados siempre de lo que acostumbran tocar, por mucho que se los laven sus dueños: los he visto en carboneros y en carniceros y en pintores de brocha gorda y hasta en fruteros (en carboneros durante mi infancia); en los suyos permanecía el polvo de libros que se pega tanto, por eso yo usaba guantes cuando rebuscaba en las librerías de viejo o de lance, y en cambio se me iba adhiriendo la tiza de cuando daba clases. 'No hay nada terrible en ella, por sí sola no puede infundir horror. Al contrario. Resulta muy atractiva. Es simpática y amable. Acarició al perro. Le he comprado estos claveles.' Se los sacó del bolsillo de la gabardina, al que se los había echado con total descuido, como si fueran lápices o un pañuelo. Eran dos tan sólo, estaban medio espachurrados. 'Pero esa chica puede infundir horror. La idea de esa chica asociada a otra idea puede infundir horror. ¿No lo cree? Aún no sabemos cuál es la idea que falta, la Mea adecuada para infundírnoslo. Su pareja espantosa. Pero es seguro que existe. La habrá. Es cuestión de que aparezca. También puede no aparecer jamás. Podría ser, quién sabe, mi perro.' Lo señaló con su índice en vertical hacia abajo, el terrier se había echado a sus pies, no llovía aquel día, no había peligro de que manchara el salón, no merecía el destierro de la cocina, en la planta baja (su índice polvoriento invisiblemente). 'La chica y mi perro', repitió, y volvió a señalar hacia la ventana primero (como si la florista fuera un fantasma y tuviera su rostro pegado al cristal, era la ventana del segundo piso, tenía tres aquella casa piramidal, yo dormía en el más alto y trabajaba en aquel salón) y hacia el perro luego, el dedo siempre muy recto y rígido. 'La chica con su larga melena castaña y sus botas altas y sus largas piernas compactas y mi perro sin su pata izquierda.' Recuerdo que entonces le tocó el muñón con afecto o más bien con tiento como si aún pudiera dañarlo, se había adormilado un poco el animal. 'Que el perro venga conmigo es normal. Es necesario. Es raro si se quiere. Quiero decir los dos juntos. Pero no hay horror en ello. Que el perro fuera con ella sería más contencioso. Sería quizá horroroso. El perro essin pata. Nadie más que yo lo recuerda cuando tuvo cuatro. Mi memoria personal no cuenta. No es nada frente a los ojos de los demás. Frente a los ojos de ella. A los de usted. A los de los demás perros. Ahora es como si mi perro hubiera sido sin pata siempre. De haber sido de ella, no la habría perdido seguramente en una riña estúpida después de un partido.' Marriott me había contado ya la historia, yo le había preguntado: unos hinchas borrachos del Oxford United, la estación de Didcot una noche tarde, el hombre cojo bastoneado y sujeto por varios de ellos, el perro aún no cojo colocado sobre la vía para que lo reventara un tren que no paraba. Lo habían soltado, se habían apartado con miedo en el último instante, él se había volteado, había tenido suerte dentro de todo ('No sabe cómo sangraba'). 'Eso es un accidente. Gajes del oficio de perro de un hombre cojo. Pero con ella tal vez la habría perdido por otra causa. El perro es sin pata. Con más motivo. Con más gravedad. No por un accidente. Es difícil imaginar a esa chica en una pelea. Quizá la habría perdido por sucausa.' La expresión en inglés fue 'because of her', sin confusión posible respecto al 'su'de la joven. 'Quizá, para que este perro hubiera perdido la pata perteneciendo a esa chica, tendría que habérsela amputado ella. ¿Cómo si no puede perder la pata un perro bien protegido, cuidado y querido por una chica tan atractiva y simpática que vende flores? Esa idea es horrible. Es horrible la idea de esa chica cortándole la pata a mi perro con sus propias manos; viéndolo con sus propios ojos; asistiendo a ello.' Aquellas últimas frases de Alan Marriott habían sonado levemente indignadas; indignadas con la florista. Se había interrumpido entonces, como si se hubiera sugestionado en exceso con su truculenta hipótesis y hubiera divisado en efecto a una pareja espantosa. 'Con los ojos de la mente', como sila hubiera visto con ellos, cité para mis adentros, a través de mi ventana. Pareció haberse turbado, haberse asustado a sí mismo. 'Dejémoslo', dijo. Y aunque yo le insistí —'No, continúe, está usted a punto de inventar una historia'—, no estuvo dispuesto a seguir pensando en aquello, o figurándoselo: 'No. Dejémoslo. No es buen ejemplo', había respondido terminante. 'Como usted quiera', le había contestado yo, y así habíamos pasado a otra cosa. No habría habido forma de convencerlo para que prolongara su fabulación, eso lo supe al instante, una vez que se había alarmado por causa de ella. Quizá se había horrorizado por ella. Debía de haberse espantado, con su propia mente. Un perro y una joven con botas altas. Aquella noche de lluvia era en realidad la primera vez que había visto esa conjunción con mis ojos, esa imagen; pero mi memoria la tenía ya registrada o siniestramente asociada desde hacía muchos años, en aquel mismo país que no era el mío, cuando aún no estaba casado ni tenía ningún hijo. (Este tiempo mío se iba pareciendo a aquel otro: no había ahora mujer ni hijos, pero contaba con ellos y les mandaba dinero y también los añoraba a diario, en algún u otro momento de cada día.) La florista Jane solía llevar las botas por encima de sus jeans, casi a lo mosquetero. La mujer oculta por el paraguas vestía falda, le había vislumbrado un muslo. Sin duda por ese precedente invisible, por aquella figuración transmitida en su día por el bibliófilo que cojeaba, me había aliviado tanto que el pointer blanco nocturno conservara sus cuatro patas, se las había contado una por una pese a habérselas visto naturalmente también de un solo golpe. Pero había querido cerciorarme (esos casos de superstición refleja, me daba ahora cuenta) de que él y su ama no formaban una posible pareja espantosa que ya había sido imaginada por alguien.

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