Литмир - Электронная Библиотека
A
A

—¿Un cigarrillo, Jack? —dijo. Y me ofreció uno de los faraónicos de su paquete vistoso rojo. Aquel era un gesto de aprecio, o así yo me lo tomaba.

Y pensé, o me quedé pensando: 'Yo he conocido a Comendador, por ejemplo. Desde siempre'.

Empecé a hacer la prueba de detenerme en seco aquella noche tan terca de su lluvia en Londres: pararme de golpe y sin ningún aviso para así cerciorarme de que de mí no venía aquel leve y casi alado ruido, tis tis tis, los pasos blandos de un perro o el vaivén de mi gabardina al caminar yo con brío, la oscilación del paraguas o el deslizarse oculto de alguien dubitativo, que no se me aproximaba ni se me descubría pero tampoco renunciaba a seguirme —o era a acompañarme en paralelo, a unas yardas— por si al final se decidía, tenía de plazo para pensárselo hasta que yo llegara a mi casa, y abriera la puerta, y antes de entrar plegara la tela y la sacudiera con fuerza sobre el pavimento (cuatro gotas más sobre las improvisadas lagunas y riachuelos en miniatura de las calles de las ciudades), y cerrara aquélla tras de mí muy rápido, impaciente por estar ya arriba, en mi lugar de paso que cada vez se me hacía más protector y más propio, ahora hasta me aplacaba subir y encerrarme, y contemplar a solas —a salvo de las preguntas y contestaciones, del habla— la Square o plaza desde mi tercer piso, con sus árboles rumorosos en medio como si hicieran el acompañamiento de cada mansedumbre o sublevación del ánimo; y las luces de las familias o de los solteros enfrente (mis semejantes), el elegante hotel siempre encendido y vivo como un escenario mudo o como un plano general de película que no cambiara nunca ni se terminara, las oficinas enormes ya en su reposo custodiado desde su garita por el vigilante nocturno que bosteza al escuchar su radio con la gorra sobre la coronilla y la visera alzada, y en la oscuridad los mendigos zigzagueantes y fugitivos que parecen desprender ceniza cuando se atraviesan y escarban, desde sus ropas apelmazadas, o acaso es que sueltan el acumulado polvo; y por supuesto mi bailarín vecino (de tan desentendido del mundo da alegría mirarlo) y sus ocasionales parejas también danzantes, últimamente lo había visto entregarse con intrepidez al sirtaki, santo cielo, parecía una maricona, es decir, no un homosexual sino otra cosa —un ufano primoroso, un lelo, un tipo de vaina amermelado y dengue—, nada tiene que ver a estas alturas el término con las preferencias carnales reales de quien con él es calificado, yo separo eso al menos, es mi caso, y no hay baile más ridículo para un hombre solo que el sirtakigriego, si exceptuamos probablemente el aurreskuvasco, no lo conocería mi vecino por suerte.

Así que hice la prueba dos o tres veces, me detuve en seco cuando nada indicaba que fuera a hacerlo, y en las tres ocasiones el ruido de cautelosos o semiaéreos pasos, el cantar de grillos o el frufrú o lo que fuese —como el trotar alocado de un reloj de pared antiguo, también se parecen a eso las pisadas de un perro—, tardó más de la cuenta en pararse, pude todavía oírlo cuando yo ya estaba quieto y sin que de mí pudiera salir sonido alguno involuntario o incontrolado. No volví la cabeza al hacer esta prueba, ni hacia atrás ni hacia los lados, a diferencia de cuando caminaba con mi marcha estable y el paraguas reclinado en el hombro, casi al modo de una sombrilla durante el paseo, como si me quisiera resguardar la nuca por encima de todo, resguardarla del viento y del agua y de las posibles miradas y de las imaginarias balas que los habrían agujereado (la nuca como el paraguas), uno piensa cosas absurdas cuando recorre de noche un buen trecho a solas y se siente seguido sin ver que lo siga nadie. Durante los últimos tramos había zonas de césped a izquierda y a derecha a ratos, el trayecto se acertaba por las avenidas o más bien sendas de un pequeño parque vecino, de barrio, y quizá iban sobre la hierba, aquellos pasos nunca vistos. Esperé hasta haber dejado atrás ese parque apenas iluminado y estar ya muy cerca de casa. Me faltaban dos manzanas y atravesar otra plaza cuando de nuevo hice la prueba y esta vez sí giré el cuello al pararme y las vi entonces, dos figuras blancas a cierta distancia que no me habría permitido normalmente oír jadeos ni pisadas. El perro era blanco y la mujer, la persona, vestía como yo gabardina clara. Me pareció una mujer desde el primer instante, y lo era, porque tras un segundo o resquicio de duda me gustaron sus piernas, al ver que no las cubrían pantalones oscuros sino unas botas negras altas (pero sin tacón, o muy bajo) que bien delineaban o acentuaban la curva de sus pantorrillas fuertes. El rostro le quedaba oculto por la copa de su paraguas, ambas manos las tenía ocupadas, con la otra sujetaba la correa del perro, que tiraba de ella con escasa esperanza y quizá mucha fatiga, al animal no lo guarecía nada, debía de estar chorreando, sin duda le pesaba la lluvia por mucho que se la sacudiera violentamente en las pausas (no dejaba de caerle entonces), y estaban en una de ellas porque las dos figuras se habían frenado también, con un poco de inevitable retraso respecto a mí, o a mi tan abrupto alto. Me quedé unos segundos mirándolas, no escasos. A la mujer no pareció importarle mucho ser vista, quiero decir que siempre podía ser alguien que pese al delirante tiempo había sacado a pasear al perro, y tampoco habría tenido por qué darme explicaciones, de habérselas yo pedido. Podía ser todo una coincidencia: a veces uno lleva el mismo camino que otro transeúnte durante minutos larguísimos, aunque no vaya en línea recta, y a veces llega uno a impacientarse por eso, por nada, tan sólo ansía que se deshaga y cese la coincidencia, en la que ve mal agüero o de la que se harta, a veces se desvía uno de su trayecto a propósito y hasta da un rodeo innecesario, sólo por separarse y perder de vista al insistente ser paralelo.

Habría entre los dos, mejor dicho entre ellos y yo, unas doscientas o más yardas, suficiente para que tuviera que gritar o retroceder bastantes pasos si decidía hablarle, preguntarle a la figura humana, una mujer joven a buen seguro, sus botas eran impermeables, flexibles, brillantes, se adherían a la pierna, no eran botas cualesquiera de lluvia, sino elegidas, estudiadas, caras posiblemente, favorecedoras, tal vez de marca. La miré sin disimulo, ella no se descubrió la cara, en ningún momento elevó el paraguas que se la tapaba y no me devolvió mirada por tanto, pero tampoco se inquietó porque un hombre la observara parado desde no muy lejos, de noche y bajo tanta agua. Se acuclilló, se le abrieron los faldones de la gabardina al hacerlo y le vi parte de un muslo, palmeó y acarició el lomo del perro, le cuchicheó probablemente, se irguió de nuevo y los faldones se le cerraron y visión de la carne acabada, permaneció quieta, sin reanudar la marcha en ninguna dirección, se me ocurrió atribuirle entonces cierto desvalimiento, como si estuviera perdida en una zona que desconocía, o fuera una joven ciega con su lazarillo, o fuera extranjera y no supiera la lengua, o una puta tan apurada que no pudiera saltarse ni una sola de sus exposiciones nocturnas, o dudara si pedirme dinero, ayuda, consejo, algo. No porque yo fuera yo, sino por ser el único ser paralelo allí presente. Tuve la sensación de que el encuentro era imposible, y, al mismo tiempo, de que sería una pena que no lo hubiese y de que era mejor si no se daba. La sensación fue de lástima, no sé si por mí o por ella, desde luego no por ambos, porque uno de los dos habría salido perjudicado —pensé— y el otro beneficiado, suele así ocurrir con lo que surge en la calle.

Muchos años atrás en el mismo país, cuando enseñaba en Oxford, había seguido mis pasos a ratos perdidos un hombre con un perro de tres patas, la trasera izquierda limpiamente amputada, y me había visitado después sin previo aviso en mi casa, se llamaba Alan Marriott, cojeaba a su vez notablemente de la pierna izquierda (pero la conservaba) y era un bibliómano que había oído hablar de mis intereses librescos, coincidentes con los suyos en parte, a los libreros de viejo que yo allí frecuentaba. Aquel perro era un terrier, estaría ya bien muerto el pobre, no persisten como nosotros. Éste de la joven me pareció desde la distancia un pointer y tenía sus cuatro patas intactas, eso me alegró extrañamente, por contraste con el tullido, supongo, que me vino a la memoria de golpe bajo la noche de lluvia eterna. 'Pero yo no quiero nada de nadie', pensé, 'ni espero nada de nadie, y tengo prisa por desaparecer de esta lluvia y llegar a casa, y sustraerme de las interpretaciones de esta larga jornada que no se acaba o que no acabará hasta que esté arriba a salvo. Que sea ella quien se me acerque, si quiere algo de mí o si venía siguiéndome. Allá ella. No será para nada, para no hablarme, si lo hacía o si lo está aún haciendo.' Di media vuelta y apreté ahora el paso hacia mi destino, pero no pude evitar aguzar el oído durante los tramos que me quedaban, atento a seguir o no oyendo aquel tis tis tis que en efecto era el de un perro con sus dieciocho dedos, o acaso el de unas botas altas de tacones tan planos que se deslizaban sobre el asfalto sin batirlo nunca, y sin resonancia.

59
{"b":"146341","o":1}