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Cuando tuvo lugar el golpe de Estado contra Hugo Chávez en Venezuela, no pude por menos de preguntarme si algo habríamos tenido que ver indirectamente en ello; primero en su aparente éxito inicial, luego en su grotesco fracaso (poca determinación, pareció haber habido); y en su caos, en todo caso. En la televisión estuve atento por si salía en alguna imagen el General Ponderosa o como se llamara de veras, pero nunca lo vi, quizá no había tomado parte. Quizá el golpe se había ido al traste porque Tupra había desaconsejado cualquier financiación y respaldo, quién sabía. Con él no fui capaz de guardar total silencio:

—¿Ha visto lo de Venezuela? —le pregunté una mañana, nada más entrar en su despacho.

—Sí, lo he visto —me contestó, con el mismo tono con que en su día le había confirmado al militar civil venezolano que él no tenía nuestro teléfono, aunque nosotros sí el suyo. Era su tono conclusivo, o acaso habría que decir concluyente. Y al notar que yo dudaba si insistir o no, añadió—: ¿Algo más, Jack?

—Nada más, Mr. Tupra.

No, no solían comunicarme mis aciertos ni mis desaciertos.

'Quizá sea aventurado, pero...' 'Me puedo equivocar, no obstante...' Son ese 'pero' y ese 'no obstante' las rendijas que acaban por abrir de par en par todas las puertas, y al poco las propias fórmulas verbales delatan nuestro envalentonamiento: 'Me jugaría el cuello a que ese individuo se pasaría de bando al menor contratiempo, y volvería a cambiarse cuantas veces le hicieran falta, su mayor problema sería que no lo admitieran en ninguno de ellos, por pusilánime manifiesto', dice uno de un rostro funcionarial —pulcra calva, sucias gafas— que nunca había visto hasta media hora antes y que ahora uno observa por la falsa ventana o falso espejo ovalado con una disposición del ánimo que es mezcla de superioridad e indefensión (la indefensión de creer que va a intentarse engañarlo siempre, la superioridad de mirar oculto, de verlo todo sin arriesgar los ojos).

'Esa tía está loca por que le hagan caso, sería capaz de inventarse las fantasías más descabelladas para llamar la atención, y además necesita presumir ante cuanto se mueva y en cualquier circunstancia, no sólo ante quienes valdría la pena y podrían beneficiarla, sino delante de su peluquero, de su frutero y hasta del gato. Ni siquiera sabe dosificar sus afanes ni seleccionar a su público: ya no distingue, de poco puede servirle a nadie', dice Tupra de una actriz famosa —hermosa melena pero mentón muy tenso, pétreo; hechizada por el engreimiento— al observarla en un vídeo, y sabemos todos que lleva razón, que ha acertado como casi siempre, aunque no haya un solo elemento de juicio —cómo decir— descriptible para sustentar sus asertos.

'Ese tipo tiene principios y no es sobornable, pondría la mano en el fuego. O mejor dicho: ni siquiera son principios, sino que aspira a tan poco y tanto lo desdeña todo, que ni el halago ni la recompensa lo llevarían a sostener posturas que no lo convencieran o por lo menos lo divirtieran. A este sólo se le podría entrar con la amenaza, porque miedo sí puede tenerlo, miedo físico me refiero, no ha recibido una bofetada en su vida, o digamos desde que salió del colegio. Se vendría abajo al más mínimo daño. Oh sí, lo desconcertaría tanto. Se desarmaría al primer rasguño, al primer pinchazo. Serviría en algunos casos, siempre que se le evitara correr esa clase de riesgos', dice Rendel de un novelista juvenilmente cincuentón, agradable —agudos rasgos de duende, voz pausada, leve acento de Hampshire según Mulryan, gafas redondas, nada hueca su habla—, al escuchar y ver una entrevista grabada con él desde demasiado cerca, casi sólo primeros planos, no hemos visto ni una vez sus manos; y nos parece que Rendel está en lo cierto, que el novelista es hombre valeroso en su actitud y con las palabras, pero que se acobardaría ante la menor violencia porque no puede ni imaginársela en su realidad cotidiana: es capaz de hablar de ella, pero sólo porque la ve abstracta. No tendría manos, como en la cinta, ni para defenderse.

'Con este sujeto ni cruzaría la calle, podría empujarme bajo las ruedas de un coche si lo pillara irritado, en un rapto. Es un intempestivo y un impaciente, no se entiende que pueda mandar sobre nadie desde un despacho, ni que haya montado ningún negocio, menos todavía próspero, así que qué decir de su imperio. Su sino natural habría sido atracar a viandantes al anochecer o pegar palizas exageradas, un matón a sueldo pasado de revoluciones. Es un manojo de nervios, no sabe esperar, no escucha, lo que le cuentan jamás le interesa, no sabe estar ni cinco minutos a solas, pero no es que quiera compañía, sino espectadores. Debe de ser un colérico de mucho cuidado, se le ha de ir fácil la mano, y la voz no digamos, se pasará el día y la noche chillando a sus empleados, a sus hijos, a sus dos ex-mujeres y a sus seis amantes (o quizá son siete, hay dudas). Es un misterio que sea empresario o jefe de nada, excepto de un tugurio del Soho al borde del cierre diario. Lo único que se me ocurre para explicarlo es que infunda grandes pánicos y que su hiperactividad sea de tal calibre que por fuerza le salgan bien algunos de sus incontables proyectos y cambalaches: probablemente, y por puro azar, los de mayor provecho. También puede que tenga olfato, pero no casa mucho con sus aceleraciones: eso precisa de persistencia y calma, y este tipo desconoce el sentido de esas dos palabras: abandona al instante lo que se le resiste o le cuesta, es su manera de ganar tiempo. No sé qué diablos podría hacer en política, si se va a meter, como se asegura. Aparte de barbaridades y abusos, claro. Me refiero ante el electorado, insultaría a sus posibles votantes en cuanto recibiera su primer reproche, al menor descuido los machacaría a insultos', dice Mulryan de un multimillonario al que se ve sonriente en casi todas las tomas en diferentes actos, deportivos, benéficos, monárquicos, a punto de montar en globo, en las carreras de Ascot y en el derbyde Epsom con los respectivos aditamentos indumentarios grotescos, en la firma de un acuerdo con una compañía discográfica, o con otra cinematográfico-ferial norteamericana, en la Universidad de Oxford en exótica ceremonia de coloridas togas (quizá celebrada ad hoc, nunca vi allí nada semejante), estrechando la mano del Primer Ministro y la de varios secundarios y la de algún cónyuge ennoblecido por su conyugalidad justamente, en estrenos, inauguraciones, conciertos, bailes, en vagas aristocracias, apadrinando talentos de todas las artes vistosas, las que permiten público, performancesy aplausos; y aunque sonriente y satisfecho siempre en el televisivo reportaje o retrato —grandes entradas que sin embargo no le alargan la frente, la cual se aparece horizontal, apaisada; unos dientes invasivos y muy recios, equinos prácticamente; un anómalo bronceado; una tentación de rizos sobrevolando su nuca y hasta una pizca más abajo como vestigio plebeyo; una ropa adecuada a cada ocasión pero que se diría invariablemente usurpada o aún alquilada; un cuerpo aprisionado y robustecido y furioso, como a disgusto consigo mismo—, todos creemos que no anda errado Mulryan, y no nos cuesta figurarnos al acaudalado soltando sopapos entre su séquito (y desde luego berridos a sus subalternos) en cuanto tuviera constancia de que no le rodaba ya ninguna cámara.

'Esa mujer sabe muchas cosas o las ha visto y ha decidido no contarlas, estoy segura. Su problema, o aún es más, su tormento es que lo tiene presente todo el rato, las cosas graves que presenció o de las que está enterada y su voto particular de callarlas. No es que tomara la resolución un día y eso la apaciguara luego, aunque la decisión le costara sangre. No es que a partir de entonces haya podido vivir con la aceptable tranquilidad de saber al menos lo que quiere, o más bien no quiere que pase; que haya sido capaz de arrinconar en su mente esos hechos o conocimientos, de amortiguarlos, de darles paulatinamente la consistencia y la configuración de sueños, que es lo que permite a muchos convivir con el recuerdo de atrocidades y desengaños: dudar que hayan existido, a ratos; nublarlos, envolverlos en la humareda de los años posteriores acumulados, y así mejor postergarlos. Por el contrario, esa mujer piensa sin cesar en ello y muy vivamente, no sólo en lo sucedido o averiguado, sino en que debe o quiere guardar silencio. No es que desdecirse la tiente (sería sólo para sus adentros, nada más que ante sí misma); no es que sienta su decisión tomada como provisional permanentemente, no es que estudie volverse atrás y se pase las noches en vela, reconsiderándola. Yo diría que es irrevocable, tanto como la que más, o aún más que la que más, si se me apura, porque no obedece a un compromiso. Pero es como si la hubiera tomado ayer mismo, ayer siempre. Como si estuviera bajo el turbador efecto de algo eternamente reciente y que no se gasta, cuando lo más probable es que hoy todo sea remoto, tanto lo acaecido como su voluntad primera de que no trascendiera nunca, o no por su causa. No me estoy refiriendo a hechos relativos a su profesión, que también los habrá igualmente a salvo, sino a su vida personal: hechos que la afectaron y cada día la afectan, o la hieren y la infectan y todas las noches le producen fiebre cuando se dispone a acostarse. "No será por mí, por mí no se sabrá nada de esto", debe de pensar continuamente, como si esas experiencias antiguas las tuviera bajo la piel, palpitándole. Como si todavía fueran el núcleo de su existencia y lo que mayor atención requiere, serán lo primero que al despertar le acuda, lo último de que se despida al dormirse. Nada hay de obsesión, sin embargo, no conviene confundirse, su cotidianidad es ligera y enérgica; y es clara, no se resiente. Se trata de algo distinto: es lealtad a su historia. Esta mujer sería a muchos de gran servicio, es perfecta para guardar secretos y por tanto también para administrarlos o distribuirlos, en eso es del todo fiable, precisamente porque permanece alerta y nada deja para ella de estar vivo y ser presente. Aunque el secreto guardado se le aleje en el tiempo, no se le difumina, y lo mismo sería con los transmitidos. Ni un solo perfil se le pierde. Nunca se olvidaría de quién sabe qué y quién no sabe, una vez hecho el reparto. Y estoy segura de que se acuerda de todas las caras y nombres que han desfilado ante su estrado', dice la joven Pérez Nuix de una juez de edad madura y rostro plácido y alegre, que los dos observamos juntos desde la garita mientras Tupra y Mulryan le hacen preguntas respetuosas y sinuosas, a las damas les ofrecen té siempre si es por la tarde y si en efecto son damas por su posición o su porte, a los caballeros no salvo si son peces gordos o pueden ser muy influyentes en alguna cuestión concreta, a lo sumo un cigarrillo (pero nunca de los faraónicos), y excepcionalmente vermut o cerveza si es la hora del aperitivo y la cosa se está alargando (hay una mini nevera camuflada entre los estantes); y pese a esa actitud serena y a esa expresión jovial de la magistrada —la sonrisa acogedora; la piel muy blanca pero saludable; los ojos veloces y vivos aun siendo de un azul tan claro; las ojeras bien asentadas, tan hondas y favorecedoras que se le debieron de originar ya de niña; la risa desprendida y pronta, con un elemento de educación en ella que no impide su espontaneidad, sí en cambio toda adulación, no hay ni sombra; la conciencia divertida de que de Tupra emana cierto deseo hacia ella, pese a la edad ya no propicia (deseo teórico acaso, o retrospectivo, o imaginativo), porque él percibe a la joven que fue, o aún la huele, y eso es a su vez percibido por la que dejó de serlo, y le hace gracia y la rejuvenece—, al escuchar a la joven Nuix me parece plausible cuanto ella advierte y me describe, porque veo en esa juez, en efecto, algo semejante a la excitación o vitalidad que trae conocer un secreto de significancia y haberse jurado no compartirlo.

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