Литмир - Электронная Библиотека
A
A

Una noche en Londres creí haberme asustado a mí mismo, tras antes haber creído que me venían siguiendo, y tal vez amenazando. Puede haber sido la lluvia, pensé al creer lo primero, que hace sonar los pasos sobre el pavimento como si echaran chispas o sacaran brillo, el cepillado raudo de los limpiabotas antiguos; o el roce de mi gabardina contra el pantalón al andar ligero (el roce de los faldones sueltos, danzantes, desabrochada la gabardina, que golpeaban también las ráfagas); o la sombra de mi propio paraguas abierto, que sentía todo el rato como una inquietud demorada a mi espalda, lo sostenía algo inclinado, de hecho recostado en el hombro como se llevan un fusil o una lanza cuando se desfila; o acaso el chirriar muy leve de sus esforzadas varillas, de tan sacudidas. Tenía la sensación incesante de que me seguían de cerca, en algunos momentos oía como veloces pisadas breves de perro, que parecen siempre caminar sobre brasas y tender hacia el aire, tan poco apoyan en el suelo sus dieciocho invisibles dedos, uno diría que están a punto de saltar o elevarse, permanentemente. Tis tis tis, ese era el ruido que me acompañaba, era eso lo que iba oyendo y lo que me hacía volverme cada pocos pasos, un rápido giro del cuello sin detenerme ni aminorar la marcha, por culpa del viento el paraguas cumplía con su función sólo a medias, caminaba con celeridad estable, tenía prisa por llegar a casa, regresaba de una jornada demasiado larga en el edificio sin nombre y era tarde para Londres aunque no para Madrid, en absoluto (pero yo en Madrid ya nunca estaba); no había almorzado más que unos sandwiches, hacía muchas horas y muchísimos más rostros, alguno observado desde el compartimento de tren inmóvil o garita enmaderada, pero la mayoría en vídeo, y sus voces oídas o más bien atendidas, sus tonos sinceros o presuntuosos, apocados o falsos, taimados o fanfarrones, dubitativos o desahogados. El esfuerzo de captación, de afinación a que se me iba obligando no era menor, y tenía la impresión de que podría ir siempre en aumento: cuanto más se satisfacen las expectativas, más éstas se agrandan y mayores sutilezas y precisiones se exigen. Y si ya desde pronto (quizá desde el mismísimo Cabo Bonanza) había fabulado a partir de mis intuiciones, ahora el grado de irresponsabilidad y ficción a que me forzaban o inducían Tupra, Mulryan, Rendel y Pérez Nuix me creaba tensión, casi angustia en algunos ratos, por lo general antes o después, y no durante mis tareas de invención, llamadas interpretaciones o llamadas informes. Me daba cuenta de que iba perdiendo más escrúpulos cada día, o, como había dicho Sir Peter Wheeler, de que iba aplazando mi conciencia y desdibujándola, aplazándola indefinidamente; y de que me estaba aventurando sin su acompañamiento, cada vez más lejos y con menor reserva.

Pensé que no era extraño que me asustara a mí mismo, una noche de lluvia con las calles casi vacías de transeúntes y sin un taxi libre, a lo que ya había renunciado; que tuviera los nervios de punta y cualquier cosa me sobresaltara, mis sonoros zapatos mojados, el azote anárquico de mis faldones, la cúpula batida de mi paraguas que el asfalto me devolvía flotante en los tramos más iluminados, al pasar junto a los monumentos desde el anochecer ya melancólicos que van salpicando las muchas plazas, el metálico cantar de grillos producido por mi balanceo y el racheado viento nocturno, acaso las reales pisadas ingrávidas de algún perro extraviado que yo no veía, pero que en efecto me venía siguiendo por pura eliminación de candidatos —hubo manzanas enteras en las que no me crucé con nadie—, y tal vez por disimulo, antes de que lo cazaran al divisárselo solitario. Tis tis tis. Notaba todos mis olores pasados por agua: a seda húmeda y a cuerpo húmedo y a lana húmeda, y quizá también sudaba, sin que quedara ya rastro de mi colonia de la mañana. Tis tis tis, volvía la cabeza y no había nada ni nadie, sólo la inquietud en mi nuca y la sensación de amenaza —o era nada más de vigilancia— acompañando a todos mis pasos rítmicos y constantes —uno, dos, tres y cuatro—, como si avanzara en una interminable marcha con mi paraguas-fusil o mi paraguas-lanza, aunque fuera su verdadera función la de endeble y holgado yelmo o la de escudo inestable en brazo que se estremece y baila. 'Yo soy mi propio dolor y mi fiebre', pensaba mientras creí asustarme, 'yo mismo debo de serlo.'

No, no era raro. Quien se pasa los días dictaminando, pronosticando y aun diagnosticando —no hablemos por ahora de vaticinios—, opinando a menudo sin fundamento, empeñándose en haber visto aunque haya visto poco o nada —si es que no fingiéndolo—, aguzando el oído a la búsqueda de extraños énfasis o vacilaciones, de atropellamientos y temblores del habla, atendiendo a la elección de palabras cuando los observados disponen de vocabulario para elegir entre varias (y eso no es lo frecuente, algunos ni siquiera encuentran la única que es posible y entonces hay que guiarlos y sugerírsela, y se hace fácil manipularlos), aguzando el ojo para detectar las voluntariosas miradas opacas y los parpadeos exagerados, el retroceso de un labio al preparar su mentira o la vibración de mandíbula del ambicioso descabellado, escrutando los rostros hasta no verlos ya más como rostros vivos y en movimiento, observándolos como a pinturas, o como a dormidos o muertos, o como al pasado; quien tiene por quehacer no fiarse acaba por percibirlo todo a esa luz suspicaz, recelosa, interpretativa, inconforme con las apariencias y con lo evidente y llano; o mejor dicho: inconforme con lo que hay. Y entonces se olvida fácilmente de que lo que hay en la superficie o en primera instancia puede serlo todo a veces, sin vuelta de hoja y sin doblez ni secreto, al haber quien no esconde por ignorar cómo hacerlo, o hasta las mismas noción y práctica del ocultamiento.

Llevaba ya meses desempeñando mi tarea casi a diario, rara era la jornada en que me dispensaban absolutamente de acudir al edificio sin nombre, aunque fuera sólo un rato para informar de lo analizado y captado, o de lo decidido antes en casa. Había recorrido un buen trecho en el proceso típico de los atrevimientos (si es que no fue más bien envalentonamiento). Uno empieza por decir 'No lo sé' con frecuencia, 'Lo ignoro'; o por matizar y precaverse al máximo: 'Podría ser', 'Apostaría a que...', 'No estoy seguro, pero...', 'Lo veo posible', 'Tal vez sí', 'Quizá no', 'Es improbable', 'Acaso', 'Puede', 'No sé si es ir demasiado lejos, pero...', 'Esto es mucho suponer, sin embargo...', 'Perhaps', 'It might well be', el arcaico 'Methinks', el americano 'I dare say', hay todas las coloraciones en ambos idiomas. Sí, uno evita en su lengua las afirmaciones y ahuyenta de su cabeza las certidumbres, sabedor de que traen las otras las unas tanto como las unas las otras, hay casi simultaneidad, no hay apenas diferencia, es excesivo cómo se contaminan, el pensamiento y el habla. Eso es al principio. Pero pronto se va animando: se siente felicitado o reconvenido por una mirada oblicua o por un comentario suelto, sin aparente destinatario y pronunciado en tono neutro pero que uno entiende que lo alude, sabe aplicárselo. Nota que el 'No sé' no gusta mucho, que la inhibición no es apreciada, que se viven como decepción las ambigüedades y caen los miramientos en saco roto; que no cuenta ni se recoge lo demasiado inseguro y cauto, lo dudoso no convence ni de la duda misma, las reservas son casi un chasco; que el 'Quizá' y el 'Tal vez' son tolerados por el bien de la empresa o del grupo, que no quiere suicidarse pese a su tanta audacia, pero jamás suscitan entusiasmo ni apasionamiento, ni aprobación siquiera, se encajan como medrosidad o mansedumbre. Y a medida que uno se va atreviendo, las preguntas se le multiplican y se le atribuyen más facultades, la perspectiva de lo cognoscible está siempre en un tris de perderse, y uno se encuentra un día con que de él se espera que vea lo indiscernible y esté enterado de lo inverificable, que conteste no ya a lo probable e incluso a lo sólo posible, sino a lo incógnito e insondable. Lo más llamativo de la cuestión, lo peligroso, es que uno mismo se va sintiendo capaz de verlo y de sondearlo, de enterarse y de conocerlo, y por tanto de aventurarlo. La osadía no se está quieta nunca, mengua o crece, se dispara o se encoge, se sustrae o avasalla, y si acaso desaparece tras algún revés enorme. Pero si la hay se mueve, no es nunca estable ni se da por contenta, es todo menos estacionaria. Y su propensión primera es al ilimitado aumento, mientras no se la cercene o frene en seco, brutalmente, o se la obligue a retroceder con método. En su periodo expansivo las percepciones se alteran mucho o se embriagan, y la arbitrariedad, por ejemplo, deja de parecérselo a uno, que cree basar sus dictámenes y sus visiones en criterios sólidos por subjetivos que sean (un mal menor, qué remedio); y llega un momento en que poco importa la capacidad de acierto, sobre todo porque en mi actividad éste era rara vez comprobable, o si lo era no solían comunicármelo, eso es lo cierto. De mi permanencia allí, de la solicitación de mis prestaciones —digamos burocrática y ridículamente—, de mi no despido, infería que mi porcentaje era bueno, pero también me preguntaba de vez en cuando si tal cosa era averiguable, y si en el caso de serlo se molestaba en averiguarla nadie. Yo soltaba mis opiniones y veredictos y mis prejuicios y juicios: se leían o se escuchaban; se me hacían preguntas concretas: las respondía, ampliando así o acotando, detallando, puntualizando o sintetizando, yendo por fuerza siempre demasiado lejos. Luego no sabía qué se hacía con todo aquello, si tenía consecuencias, si era útil y con efectos prácticos o nada más carne de archivo, si de hecho favorecía o perjudicaba a alguien; no solía haber más, no se me informaba con posterioridad apenas, todo quedaba —para mí al menos— en aquel primer acto dominado por mis discursos y un breve interrogatorio o diálogo; y que a mis ojos no hubiera segundo ni tercero ni cuarto hacía que pareciera todo en conjunto (en la cotidianidad, lo que más cuenta) un juego sin gran trascendencia, o hipotéticas apuestas, sesiones de ejercicios en fabulación y en perspicacia. Y así, durante mucho tiempo, nunca tuve la sensación ni la idea de poder estar dañando a nadie.

51
{"b":"146341","o":1}