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De modo que en otras ocasiones había vuelto a preguntar a mi padre, tras dejar pasar tiempo desde la vez anterior, y había tratado de estrechar un poco el cerco, nunca mucho, no quería causarle desazón excesiva ni melancolía. No recordaba cómo surgía el tema pero cada vez había surgido solo, pues tampoco se me ocurría forzarlo nunca. Y le había dicho:

'Pero en el asunto de Del Real, ¿de verdad nunca supiste o es que no has querido contárnoslo?'

Me miró con sus ojos azules que no he heredado, con su habitual limpieza que tampoco me fue transmitida o no tanto, y me contestó:

'No, no lo supe. Y al salir de la cárcel le tenía tal asco que no me valía la pena ni intentar averiguarlo. Ni a través de terceros ni directamente.'

'Porque en realidad nada te habría impedido entonces ir a buscarlo, o coger el teléfono y decirle: "Pero esto qué es, te has vuelto loco, por qué quieres matarme", ¿no?'

'Habría sido hacerle un caso que, me hubiera dado la explicación que fuese, y lo más probable es que no hubiera tenido ninguna ni tampoco la hubiera intentado, no se merecía. Seguí con mi vida y traté de no tenerlo en cuenta, ni siquiera cuando me llegaban represalias y negativas que a él le debía, a su gran iniciativa. Lo suprimí de mi existencia. Y es lo mejor que pude hacer, estoy convencido. No sólo para mi espíritu, también desde el lado práctico. Jamás volví a verlo ni a tener el menor contacto, y cuando me enteré de su muerte tantísimos años más tarde, me parece que fue en los ochenta, ni siquiera recuerdo bien cuándo, no sentí nada ni le dediqué dos pensamientos. En realidad llevaba ya muerto decenios, desde el día de San Isidro del 39. Imagino que lo entiendes.'

'Sí, lo entiendo bien', respondí. 'Lo que no entiendo ni nunca he entendido es que tú no te maliciaras nada, que no lo vieras venir teniéndolo a dos palmos durante años y años, algo así está en el carácter. Ni por qué él lo hizo, por qué se hace algo así, sin necesidad sobre todo. No me explico que no hubiera habido nada entre vosotros, ninguna rencilla, algún roce, no sé, que hubierais cortejado los dos a una misma mujer, qué sé yo, alguna ofensa inconsciente por parte tuya, o que sin serlo él hubiera podido tomarse como tal. Estoy seguro de que tuviste que pensar, darle vueltas, hacer memoria. No me creo que no lo hicieras, mientras estabas en la cárcel al menos y no sabías en qué iba a parar. Después... sí, después sí lo creo, que ya no volvieras a preguntarte. Eso no me cuesta creerlo.'

'No sé', había respondido mi padre, y se había quedado mirándome con interés, casi con curiosidad, como devolviéndome un poco, con deferencia, los que yo le mostraba. A veces me miraba de ese modo, como si tratara de comprender mejor al hombre tan distinto de él que yo era, como buscando reconocerse en mí pese a las diferencias más evidentes y tal vez algo superficiales, y en ocasiones me parecía que sí lo lograba, 'entre líneas', por así decir, reconocerme. Y tras esa pausa había añadido: '¿Tú te acuerdas de Lissarrague? Lo que hizo fue extraordinario, os lo he contado más de una vez'. Y antes de que yo contestara que me acordaba perfectamente, él me lo refrescó (eso sí le gustaba rememorarlo y contarlo): 'Su intervención fue decisiva. A su padre, militar, lo habían asesinado, y él tenía relación con la Falange, de modo que, entre lo uno y lo otro, gozaba en aquellos momentos de la consideración franquista. Mis denunciantes le preguntaron si conocía mi actuación durante la Guerra, y al contestar él que sí, lo citaron como testigo de cargo. Pero al ser interrogado en el juicio, no sólo negó todas las acusaciones falsas que se me imputaban, sino que además habló muy favorablemente de mí. El capitán jurídico se puso nervioso y, atónito ante su declaración, le espetó: "¿Pero usted sabe que ha sido citado como testigo de cargo?" A lo que Lissarrague contestó: "Yo creía que había sido citado para decir la verdad". El juez, estupefacto, le preguntó entonces que, si cuanto él decía era cierto, a qué obedecían en ese caso las gravísimas denuncias presentadas contra mí. Y Lissarrague respondió concisamente y sin vacilación: "Envidia". Ya ves, él y otros lo vieron así y no le dieron más vueltas al asunto. Y yo, sin embargo, no estoy seguro de que la explicación fuese tan sencilla'.

'Pues más a mi favor', aproveché para decir en seguida. 'Razón de más para que te preguntases, ¿no? Si no te bastaba la explicación más sencilla, y la que todos daban por buena pero tú no.'

'No, no me bastaba', había replicado entonces mi padre con un leve dejo de amor propio intelectual. 'Pero eso no significa que diera con la explicación compleja, ni que encontrarla me interesara lo suficiente para dedicar mi tiempo a ello o volver a dirigir la palabra a aquel hombre, ya no iba a pedirle cuentas. Hay personas cuyos móviles no merecen la indagación, aunque las hayan llevado a cometer actos terribles o precisamente por eso. Esto, lo sé, va totalmente en contra de la tendencia actual. Hoy en día todo el mundo se pregunta por lo que conduce a un asesino reiterado o masivo a asesinar masiva o reiteradamente, a un coleccionista de violaciones a incrementar siempre su colección, a un terrorista a despreciar todas las vidas en nombre de alguna primitiva causa y a acabar con el mayor número posible de ellas, a un tirano a tiranizar sin límites, a un torturador a torturar sin límites, lo haga burocrática o sádicamente. Hay una obsesión por comprender lo odioso, en el fondo hay una malsana fascinación por ello, y a los odiosos se les hace con esto un inmenso favor. Yo no comparto esa curiosidad infinita de nuestro tiempo por lo que en ningún caso tiene justificación, aunque se le encontrasen mil explicaciones distintas, psicológicas, sociológicas, biográficas, religiosas, históricas, culturales, patrióticas, políticas, idiosincrásicas, económicas, antropológicas, lo mismo da. Yo no puedo perder mi tiempo en indagar sobre lo malo y lo pernicioso, su interés es mediano siempre en el mejor de los casos y a menudo nulo, te lo aseguro, he visto mucho. El mal suele ser simple, aunque a veces no tansimple, si eres capaz de apreciar el matiz. Pero hay indagaciones que manchan, y hasta las hay que contagian sin dar nada valioso a cambio. Hoy existe un gusto por exponerse a lo más bajo y vil, a lo monstruoso y a lo aberrante, por asomarse a contemplar lo infrahumano y por rozarse con ello como si tuviera prestigio o gracia y mayor trascendencia que los cien mil conflictos que nos asedian sin caer en eso. Hay en esta actitud un elemento de soberbia, también, uno más: se ahonda en la anomalía, en lo repugnante y mezquino como si nuestra norma fuese la del respeto y la generosidad y la rectitud y hubiese que analizar microscópicamente cuanto se sale de ella: como si la mala fe y la traición, la malquerencia y la voluntad de daño no formaran parte de esa norma y fueran cosas excepcionales, y merecieran por ello todos nuestros desvelos y nuestra máxima atención. Y no es así. Todo eso forma parte de la norma y no tiene mayor misterio, no mayor que la buena fe. Pero esta época está dedicada a la tontería, a las obviedades y a lo superfluo, y así nos va. Las cosas deberían ser más bien al revés: hay acciones tan abominables o tan despreciables que su mera comisión debería anular cualquier curiosidad posible por quienes las cometen, y no crearla ni suscitarla, como tan imbécilmente sucede hoy. Y así fue en mi caso, pese a que fuera micaso, mi vida. Lo que aquel antiguo amigo había hecho conmigo era tan injustificable, y tan inadmisible y grave desde el punto de vista de la amistad, que todo él dejó de interesarme al instante: su presente, su futuro y también su pasado, aunque en él estuviera yo. Ya no necesitaba saber más, ni estaba dispuesto tampoco a ello.'

Se había detenido y me había mirado otra vez con fijeza y con expectativa, como si yo no fuera uno de sus consabidos hijos sino un amigo más joven, un amigo reciente que hubiera ido a verlo aquella mañana a su casa de Madrid tan luminosa y acogedora. Y como si pudiera esperar de mí una reacción novedosa a lo que había dicho.

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