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Siendo ya adulto había preguntado a mi padre, aunque sin demasiada insistencia. De niños y adolescentes nos habían contado la historia a mis hermanos y a mí, pero solamente en su esqueleto, lo mínimo, como si él y mi madre no quisieran enterarnos aún mucho de lo que aguarda a todos en mayor o menor medida y de hecho ya comienza en la infancia —chivatazo, soplo, traición, puñalada, delación, engaño, denuncia, venta—, y eso que en aquella época nos llegaba sin falta y por diversos cauces el ejemplo fundacional o caso máximo que los Evangelios cuentan, porque otros más antiguos, los de Jacob y David, Absalón, Adonías, los de Dalila y Judit y hasta el de Caín poco querido, tenían meta y aducían causa, y por eso sus traiciones eran menos puras y desinteresadas, más esperables y comprensibles, menos gratuitas y menos graves (las famosas treinta monedas no fueron nunca el motivo, sino tan sólo un revestimiento y un símbolo tangible en el que encarnar el acto, y representarlo). Pero nunca le había gustado a Juan Deza hablar mucho de aquel asunto, tal vez porque le dolía el mero recuerdo, tal vez por no tentarse a manifestaciones de encono, o quizá por no dar importancia —ni siquiera con su relato— a quien sólo le mereció desprecio desde el día de San Isidro de 1939, si es que no desde algo antes.

'Pero ¿tú nunca intuiste nada?', le había preguntado yo aprovechando alguna ocasión en que rememoraba otros episodios de aquellos tiempos.

'¿Antes de mi detención? Bueno, sí, claro, me habían llegado noticias de la campaña de difamación y denuncia que había iniciado. Noticias indirectas, procedentes de la zona nacional a la que él había pasado sin decirnos nada a nadie, nunca supimos con exactitud en qué momento ni cómo (salir de Madrid no era fácil, sin ayuda de fuera casi imposible); tardíamente desde luego, de hecho nos enteramos sólo entonces, de que se había pasado. No sé: previendo que la derrota estaba al caer, Supongo, y tomando ya sus posiciones. No es que no me diera cuenta de lo peligroso que resultaba eso, y de su posible alcance. Quien ha sido tu amigo durante muchos años habla con una autoridad que es venenosa si la emplea en tu contra. La gente piensa que tendrá buen conocimiento de causa, que sabe lo que se dice. Aunque en aquellos días convencer, francamente, no era requisito indispensable, como persuadir tampoco. Bastaba con un poco de énfasis y vehemencia, y ni siquiera era eso una exigencia.'

'Me refería a antes de eso, a antes de que tuvieras noticia de sus infundios. ¿Nunca sospechaste nada, no se te pasó por la cabeza que pudiera ir contra ti, que te había puesto la proa, que buscaba perderte?'

Mi padre se había quedado callado un instante, pero no como quien vacila y medita una respuesta para no darla inexacta, sino que era más bien la pausa de quien desea subrayar con ella una verdad, o una certeza.

'No. Jamás había imaginado algo así. Cuando lo supe, no di crédito al principio, pensé que tenía que ser un error o un malentendido, o una mentira de otros, cuya intención se me escapaba. Una insidia. Una cizaña. Luego, cuando la cosa me llegó por demasiados conductos y ya no pude hacer caso omiso y la tuve que creer, y resignarme a aceptarla, me resultó incomprensible, inexplicable.'

Esa era la palabra que empleaba siempre, 'incomprensible', quiero decir las contadas veces que me había atrevido a intentar que me hablara más de aquello.

'Pero a lo largo de tantos años de trato', había insistido yo, '¿no habías tenido nunca el menor indicio, ningún recelo, una advertencia interior, una punzada, un presentimiento, algo?'

'Nada', había contestado él, cada vez más lacónico y oscurecido, y entonces yo cambiaba de tema para no apagarlo. Supongo que lo amargaba recordar su ingenuidad o buena fe, no tanto haberlas tenido cuanto no haber podido conservarlas. O eso debía de creer él. La verdad es que las conservaba, y aun de más en mi opinión (algún otro sinsabor le trajeron, si bien no tan agrios y con la diferencia de que ya sólo a medias lo sorprendieron), yo he sido más cínico y descreído, creo, aunque tampoco lo suficiente, acaso, para tiempos tan desleales como son estos. Quizá he tenido los pies más en el suelo y he sido más pesimista, eso es todo, y también más enturbiado.

Mi madre había muerto cuando yo era demasiado joven para interrogarme sobre estas cuestiones reflexivamente, así que de verdadero adulto ya no pude preguntarle (esto es, con conciencia de serlo): tal vez ella, que tenía los pies más en la tierra, habría aventurado al menos alguna explicación posible: no había sido tan amiga como mi padre, pero había conocido al traidor desde luego. Se había movilizado para sacar a Juan Deza de la cárcel, pese a que entonces no eran todavía novios, sólo antiguos compañeros de Facultad inseparables. Se había movilizado mucho también durante la Guerra, por lo que yo sabía, para ayudar y paliar aquí y allá, dentro de sus posibilidades. Tiempo antes, en el 36, cuando la sublevación militar y la 'revolución' simultáneas del 18 de julio convirtieron los días y semanas siguientes en un absoluto caos aprovechado por ambos bandos (cada uno en los territorios bajo su dominio) para ajustar rápidas e irreversibles cuentas y matar a mansalva sin control alguno, le había tocado buscar, como la mayor de ocho hermanos en edades jóvenes e infantiles, al de diecisiete o dieciocho años que una noche no volvió a casa. Y en aquellos primeros meses tras el estallido, la idea que se venía a la mente de las familias cuando ocurría eso —antes que ninguna otra, el terror tan dominante— era que el ausente hubiera podido ser detenido arbitrariamente por milicianos de ronda, trasladado a una cheka y luego, al anochecer o a la noche y sin más procedimiento, ejecutado en cualquier carretera o camino de las afueras. Por las mañanas, los miembros de la Cruz Roja los recorrían para recoger los cadáveres de las cunetas y los arrabales, fotografiarlos, enterrarlos y, si ello era posible, identificarlos antes para archivar en una ficha el fin de su vida y su muerte. Lo mismo en ambas zonas, en siniestra simetría demente. En Madrid se encargaban los llamados Tribunales Populares a partir de cierto momento, pero aunque participaran magistrados en ellos (sujetos a los 'comisarios políticos' de los partidos, privados de independencia), los métodos expeditivos y sumarísimos se siguieron pareciendo en exceso a los que habían precedido a su instauración más bien inútil para frenar o encauzar tanta saña.

Así que mi madre se había echado a la calle a patearse comisarías y chekas en busca del hermano menor perdido, con la contradictoria esperanza de no encontrar de él ni rastro: no en aquellos lugares fatídicos que sin embargo eran los que debían recorrerse primero siempre, tras las desapariciones. No tuvo suerte y sí dio con él, o más bien con su reciente foto de muerto, de joven muerto, de hermano muerto. Quién sabe por qué lo prendieron los que se lo llevaron a la cheka de la calle Fomento junto con una amiga que lo acompañaba y que corrió su mismo negro destino prematuro y raudo. Acaso porque él se hubiera puesto por la mañana una insensata corbata y no les vieran suficiente pinta revolucionaria (los famosos monos azules que —había leído en Thomas, había oído a mis padres, había visto en mil fotos— se convirtieron en el casi obligado uniforme civil de todo fiero armado madrileño), o porque no saludaron con el puño en alto, o porque una imprudente crucecita o medalla le colgara a ella del cuello, culpas así eran motivo para recibir un tiro en la sien o una descarga en el pecho en aquellos días de la suspicacia aguda como coartada para el asesinato superfluo, lo mismo que en el otro lado no alzar el brazo a la fascista o la nazi, u ofrecer un aspecto de deliberación proletaria, o haber sido lector de los periódicos republicanos, o tener fama de pasar de largo ante las innumerables iglesias peninsulares, las del suelo patrio.

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