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La verdad es que Melville defrauda un poco: parece una caricatura de sí mismo, es decir, del hombre que uno apostaría que escribió Moby Dicky no tanto Bartlebyo Billy Budd. El tórax está sombreado, o mejor difuminado, como para hacer resaltar aún más lo único que cuenta en realidad de esa cara, la barba larguísima y patriarcal, excesivamente patriarcal.

Este caballero venerable, cuyo retrato es estrictamente contemporáneo de los dos de Oscar Wilde, es su absoluto opuesto, su condena y su negación, con el pelo tan corto, tan gris y tan crespo, el indisimulado entrecejo menos canoso y esa mirada turbia en el ojo izquierdo y autoritaria en el ojo derecho, tan difusa en la suma como la modesta chaqueta de la que sólo alcanza a distinguirse un botón, un botón muy alto. Melville es en esta foto un abuelo, o un cuáquero, o un peregrino, o una gloria nacional, o lo que es peor, un personaje simbólico salido de sus propias obras.

Mayakovski, en cambio, no resulta autoritario pese a la mirada feroz, sino desamparado. Parece un plano sacado de una película más americana que rusa, un delincuente mayúsculo ante el objetivo de la ley. Está retratado contra la pared, como si fuera el enemigo público número uno, o mejor, como el enemigo ya acorralado, justo en el momento previo a su legalísima ejecución callejera y sin juicio. Entre las manos sostiene unos papeles en lugar de un arma, como debería, y eso es lo único que desentona en la por lo demás armoniosa figura, a menos que las hojas no sean poemas, como sería de lamentar y temer, sino panfletos que estuviera leyendo subido a un estrado y ante la multitud. Es un hombre malhumorado o quizá acosado, pero dispuesto a no claudicar ni rendirse aunque lo acribillen, como demuestran las piernas abiertas con determinación. Pero lo más llamativo y lo más resuelto de todo son los zapatos, que de tan conspicuos invaden ligeramente el dobladillo de los pantalones tan bien planchados: esos son zapatos a los que ni en la hora de la muerte se podría renunciar.

También en Beckett son lo principal, sólo que su dueño parece un poco aterrado por ellos, sentado casi en el suelo y en un rincón. Se trata asimismo de un hombre acosado, pero al menos no se ve sorprendido por el acoso, sino que está ya instalado en él: fuma con la mano derecha, y la izquierda parece adornarla, incongruentemente en alguien tan sobrio, con una pulsera más que con un reloj. La ropa es indiferente, aunque parecen gemelos lo que abrocha los puños de la camisa. Pero si no fuera por los zapatones, lo único que importaría, como en cualquier otro retrato de Beckett, serían la cabeza y los ojos de águila, que miran al frente con expresión efectivamente animal, como si no comprendieran a qué se debe la búsqueda de ese momento de eternidad, por qué alguien lo quiere fotografiar. Beckett es un muerto reciente, y por eso, creo, sus ojos todavía se aparecen más vivos que los de los demás.

Casi igual de reciente es el muerto Thomas Bernhard, de quien aún no hay postal, aunque esta foto lo parezca, una de las más conmovedoras de la colección. Pese a sus facciones no muy agraciadas y un poco toscas (de más viejo se le afinaron) y a las patillas demasiado largas que hoy delatan la fecha en que debió hacerse el retrato, el rostro, gracias a la mirada, es uno de los más piadosos, humorísticos, inteligentes y comprensivos de la galería. La mano izquierda que lo acaricia parece, a primera vista, haber adoptado una postura excesivamente artificial, pero ese inicial efecto se ve anulado por la observación posterior, esto es, por ese dedo meñique que está a punto de introducirse entre los labios, subrayando la autenticidad de la apacible meditación. Esa mirada no es de extrañeza, sino de aprendizaje, y resulta tan limpia que de golpe lo borra todo, la considerable calva y la gruesa nariz. «Así que esto es así», parece estar pensando la mirada despierta.

Pero el más muerto de todos es William Blake, que ni siquiera es él, sino su propia máscara. Esa máscara, sin embargo, no fue hecha a partir del cadáver, sino realizada en vida, según denuncia la postal: Plaster-cast from a life-mask, 1823, cuatro años antes de su verdadera muerte. Del mismo modo que otros fingían escribir o reflexionar para hacerse el retrato, Blake lo que finge es morir. Pero tampoco lo hace demasiado bien, pues si se mira con atención el rostro sobre la peana, esos ojos cerrados no pueden ser los de un hombre muerto, porque se aprietan con fuerza, como si aún pudieran ver, y no quisieran. Las fosas nasales aguantan la respiración. La frente está estirada, como recorrida por palpitantes venas. Los labios no existen, son sólo una raya alargada, firme, dibujada de un solo trazo, en esa raya hay tensión. Blake se hizo el muerto cuando estaba vivo, y ahora que en verdad está muerto consigue engañarnos: es un hombre que controla su posteridad. Es una mezcla de vivo y muerto, por eso su retrato es el del artista más perfecto.

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