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No cabe duda de que su familia tenía poco de convencional, ya que su madre (casada con su padre en segundas nupcias) era una diminuta mujer de un metro cincuenta, tan despótica como vivaracha, antirreligiosa y megalómana (solía burlarse de las genealogías de la Biblia y en cambio se reclamaba descendiente de los reyes de Francia); las relaciones con su marido no parecían demasiado estimulantes, ya que los visitantes de la villa lo tomaban a menudo por el jardinero, y su sola obligación para con su esposa (algo sin embargo infalible) consistía en acompañarla con una linterna durante el paseo nocturno, tras la cena que cada uno había tenido por separado. En cuanto al medio hermano de Vernon o Violet, Eugene Lee-Hamilton, once años mayor que ella, cayó enfermo de los nervios para evitar un traslado diplomático a Buenos Aires y a continuación se pasó dos decenios postrado en un sofá o en un colchón, metido en casa, incapaz de mover las extremidades y escribiendo de vez en cuando algunos versos.

Aunque a ella no se le permitió salir sin la compañía de una doncella hasta los veintitrés años, fue precoz en el aspecto literario: a los trece publicó su primera pieza en un periódico («La biografía de una moneda», en francés), y a los veinticuatro su primer libro, Estudios del siglo XVIII en Italia, que deslumbró por lo desusado del tema entonces y la gigantesca erudición que encerraba. Fue poco después, en 1881, cuando se presentó en Londres e intentó ir consolidando su carrera por medio tanto de nuevas obras como de relaciones personales, con las cuales, no obstante, tuvo mala fortuna. No es de extrañar si se comprueba la dureza de sus juicios y la pésima impresión que le hacían las más ilustres personalidades: William Morris le pareció «un mozo de estación o un barquero»; a su maestro Walter Pater lo encontró, pese a la admiración, «feo, pesado e insípido»; al pintor Whistler lo describió como «una especie de cosita negra y mezquina, criticona y viperina»; de D'Annunzio dijo que parecía «un inferior conde ruso; más bien sospecho que sea... bueno, napolitano»; y a Berenson lo llamó «un asno egocéntrico y malhumorado». A Oscar Wilde lo juzgó «amable», pero él la evitaba, y en cuanto a Henry James, a quien veneraba y dedicó una novela, no tuvo suerte con él: James la alabó y se interesó por sus obras («Tiene una cerebración prodigiosa», dijo), pero se volvió esquivo tras la publicación de un cuento de Lee en el que él aparecía retratado sin disimulo (el mayor pecado no era que lo hubiera utilizado, sino que lo hubiera hecho sin el suficiente filtro literario). Y aunque James no se dignó leerlo, las referencias le fueron bastante para prevenir por carta a su hermano William, el filósofo: «Es tan peligrosa y extraña como inteligente, lo cual equivale a decir muchísimo. Su vigor y la envergadura de su intelecto son de lo más infrecuente y su conversación absolutamente superior. Pero sé moderado en materia de amistad. ¡Es una gata montés!».

La mayoría de las amistades de Vernon Lee fueron femeninas y más bien obsesivas por su parte, aunque basadas tan sólo, según parece, en la comunión de intelectos, lo cual significa que el suyo abrumaba al de esas amigas. Cuando supo que una de ellas se casaba con un hombre al que sólo había visto tres veces, sufrió un ataque de neurastenia que fue sólo el primero de una insistente serie que le duró hasta la muerte. Otra amiga dijo que al verla por vez primera se sintió como la Virgen ante el Ángel de la Anunciación. Y en efecto Vernon Lee debió de ser una mujer asexuada: desde luego no se casó ni se le conoció amor confesado, y respecto a estos asuntos fue clara: «Amar a las personas hasta el punto de estar dispuesta a hacer cualquier cosa por ellas me resulta intolerable. No puedo amar a costa de que me arranquen la piel a tiras. Puedo prescindir de las personas. Me parece más cómodo prescindir de ellas».

Llevaba trajes sastre, a veces corbata, a veces un sombrero flexible de fieltro, gafas que suavizaban sus encendidos ojos verdigrises —«de tigresa», según otra amiga—. Su labio inferior y su dentadura eran protuberantes, su nariz desagradecida: se dijo que poseía «una fealdad barroca». Su charla era deslumbrante, su ingenio cáustico y su cantidad de argumentos en las discusiones tan excesiva que a veces acababa por contradecirse o se hacía difícil segarla. Sus numerosos y originales estudios de estética han quedado algo anticuados y sus novelas nunca fueron muy buenas, pero sus libros sobre «el espíritu de los lugares» y sobre todo sus relatos de fantasmas o sobrenaturales la acercan a la maestría de Isak Dinesen.

Al final de su vida leyó a Freud sin provecho: lo consideraba un oscurantista, su bestia negra. Murió en 1935, a los setenta y ocho años. Durante los últimos no oía nada, luego los pasó aún más aislada del mundo de lo qué siempre lo había estado: le faltaron las dos cosas que más prefería, la conversación en la que fue excelente y la música que la consolaba.

Adah Isaacs Menken,

la poetisa ecuestre

Resulta extraño que al final de su vertiginosa vida la mayor preocupación de Adah Isaacs Menken fuera la publicación de su único libro de poemas titulado Infelicia, que por otra parte no logró ver, ya que murió una semana antes de su aparición, el 10 de agosto de 1868. Bien es verdad que a lo largo de todos sus años más conocidos (una docena aproximadamente) no fue ajena a las letras ni sobre todo a los literatos, pero la mayor parte de su tiempo lo pasó atada a un caballo sobre un escenario, y fue más a eso y a sus continuos escándalos a lo que debió convertirse en la primera dama norteamericana internacional del teatro y en la favorita de los periódicos de dos continentes.

Muchos de sus contemporáneos ya pusieron en duda los términos «dama» y «teatro» que acabo de utilizar, relacionados con su persona. A sus cuatro maridos (entre ellos un boxeador y un tahúr, este último muerto de mala manera en Denver) hubo que añadir numerosos amantes, entre los cuales se contaron obligadamente escritores, como Alexandre Dumas p è real final de sus días y el poeta masoquista por excelencia, Algernon Charles Swinburne, pelirrojo, diminuto, victoriano, borracho, homosexual y adicto a los latigazos. Adah Isaacs Menken mantuvo también trato con otros, pero de diferente índole: Walt Whitman fue su amigo y tuvo en ella a su primera discípula; George Sand fue la madrina de su único hijo, pomposamente bautizado Louis Dudevant Victor Emmanuel y que vivió muy poco; el malogrado Fitz-James O'Brien, amigo de Poe y quizá con tanto talento como él, fue su compañero de juergas; Charles Dickens, cuando ya era un hombre muy respetable y acomodaticio, dio su consentimiento para que La Menken (como ella misma gustaba llamarse) le dedicara su tomito de poesías; Gautier la alabó durante su estancia en París, Verlaine se burló de ella en unos versos malintencionados; y en cuanto a su compatriota Mark Twain, cuando aún se llamaba Clemens dejó para la posteridad la más completa descripción de sus actuaciones. Lástima que a aquel periodista sureño no le convencieran las artes de Menken, y sobre todo lástima —para ella— que Clemens hubiera de hacerse célebre por su capacidad para la sátira. El número fuerte de Adah Menken, el que la hizo famosa en medio mundo, consistía en la cabalgada del final de la obra Mazeppa, una adaptación libérrima de la pieza de Byron en la que ella daba vida al héroe del título. Pese a la malevolencia de Twain, parece fuera de duda que las facultades interpretativas de aquella estrella eran cuando menos originales: en una ocasión encarnó a Lady Macbeth y cambió —involuntariamente— todo el texto de Shakespeare sin que el público lo acusase (en este tipo de representaciones más clásicas sus compañeros de reparto, menos dotados para la improvisación, naufragaban todos por culpa de ella). En Mazeppa, sin embargo, lo que la gente iba a ver era su aparición final amarrada a los lomos del caballo y vestida con una ajustada malla de color carne que ya a escasa distancia creaba la ilusión de que la actriz iba desnuda (no importaba mucho que La Menken luciera un ridículo bigotillo en consonancia con su papel masculino). Según Twain, que se lamentaba de no haber llevado prismáticos al teatro, más que una malla lo que le pareció que llevaba Menken fue «una prenda blanca de insignificantes dimensiones cuyo nombre he olvidado, pero que resulta indispensable para los niños de muy tierna edad». El comportamiento de la intérprete y héroe lo consideró «lunático» a lo largo de la función entera, y se congratuló de que en la segunda pieza más explotada de su repertorio, El esp í a franc é s, La Menken incorporara a ese espía, «mudo como una ostra», por lo que las «extravagantes gesticulaciones» de la actriz parecían más pasables. Si hemos de creer al cronista, resulta inexplicable que una artista tan limitada pudiera llenar las salas de ambos lados del Atlántico durante años. Algo más había de tener. En persona era sin duda una gran seductora, capaz de domar e incluso enamorar a los más acerbos críticos, entre ellos el periodista Newell, que la denostó brutalmente para acabar siendo su esposo durante una semana (pero otro marido le duró sólo tres días). Y, al parecer, su talento para la provocación y la publicidad no ha tenido igual en el mundo hasta bien entrado el siglo XX: cuando Baltimore estaba a punto de caer en manos de la Unión durante la Guerra de Secesión, decidió recordar sus orígenes (había nacido cerca de Nueva Orleans y quizá era cuarterona), y exigió que el decorado del teatro fuera pintado de gris, como el uniforme confederado que ya perdía la plaza; cuando tuvo tiempo para ello (dio conferencias), se mostró como una de las más aguerridas, irónicas y sabias feministas de su tiempo, clamando contra la esclavitud de la mujer y haciendo siempre lo que se le antojaba, hasta cuando se vio detenida por las tropas nordistas: según contó en una carta, «... querían enviarme al Sur, pero sin dejarme llevar más que cien libras de equipaje. Por supuesto que no acepté semejante cosa... No iba a cruzar las líneas sin llevar ninguna ropa».

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