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Con su fama de misántropo, es curioso que las palabras placer, dicha o é xtasisaparecieran tan frecuentemente en su boca. Confesaba que escribía por dos razones: por placer, dicha o éxtasis y para quitarse de encima el libro que estuviera haciendo. Una vez empezado, decía, el único modo de deshacerse de él es terminarlo. En una ocasión, sin embargo, estuvo tentado de recurrir a un método más rápido e irreversible. Un día de 1950 su mujer, Vera, logró detenerlo cuando iba camino del jardín de la casa para quemar los primeros capítulos de Lolita, agobiado por las dudas y las dificultades técnicas. En otra oportunidad achacó a su propia conciencia asustada la salvación del manuscrito, convencido, dijo, de que el fantasma del libro destruido lo acosaría durante el resto de su vida. No cabe duda de que Nabokov tuvo gran debilidad por ese título suyo, ya que, tras tanto denuedo como le costó, todavía encontró fuerzas para traducirlo personalmente al ruso, a sabiendas de que no podría leerse en su país de origen durante más años de los que él viviría.

Hay que pensar, además, que quien no pudo renunciar a esa novela era un hombre acostumbrado a la renuncia: según Nabokov, todos los artistas vivían en una especie de constante exilio, subrepticio o manifiesto, pero esas palabras resultan irónicas en su caso. Nunca se recuperó (por así decirlo) de la pérdida no tanto de su tierra natal cuanto del escenario de su niñez, y aunque estaba seguro de que jamás regresaría a Rusia, de vez en cuando acariciaba la idea de hacerse con un pasaporte falso y visitar como turista americano la antigua propiedad rural de su familia en Rozhestveno, convertida en escuela por los soviéticos, o su casa de la actual calle Herzen de lo que fue y vuelve a ser San Petersburgo. Pero en el fondo, como todo exiliado «manifiesto», sabía que el regreso no le daría nada y en cambio le dañaría, alterándolos, sus inmóviles recuerdos. Seguramente por causa de esa pérdida, Nabokov nunca tuvo una casa verdaderamente propia, ni en París, ni en Berlín (ciudades en las que pasó sus primeros veinte años fuera de Rusia), ni tampoco en América, ni al final en Suiza. En este último país vivía en el Hotel Palace de Montreux, asomado al Lago de Ginebra, en una serie de habitaciones intercomunicadas y, según varios visitantes, de aspecto tan provisional como si estuviera recién llegado. Uno de esos visitantes, el también escritor y lepidopterólogo Frederic Prokosch, mantuvo con él una larga conversación sobre mariposas, la gran pasión de ambos, y a pesar de que durante la charla aparecieron más de una vez las mencionadas palabras placer, dicha o éxtasis, la voz del huésped Nabokov le sonó «muy cansada, melancólica, desencantada». En la penumbra de un salón lo vio sonreír varias veces, «quizá divertido o tal vez con dolor».

Todas estas percepciones hubieron de ser muy sutiles, ya que Nabokov nunca se lamentaba abiertamente de su condición. Es más, durante sus años americanos y después (conservaba la nacionalidad), no dejó de proclamar lo feliz que se hallaba en Estados Unidos y lo bien que le parecía todo en su nuevo país. La insistencia resultaba sospechosa: en una ocasión llegó a declarar con inverosimilitud notoria que era «tan americano como abril en Arizona», y en sus aposentos del Hotel Palace se podía ver, extravagantemente, una bandera con barras y estrellas encima de una repisa. Pero también era consciente de que los exiliados «acaban por despreciar la tierra que los ha acogido», y recordaba cómo Lenin y Nietzsche odiaron la Suiza que ahora lo acogía a él, con una invencible nostalgia por sus lugares de infancia.

Sin embargo, y según contó en su extraordinaria autobiografía Habla, memoria, en el momento de dejar Rusia, a los veinte años, el mayor aguijón fue la conciencia de que todavía durante algunas semanas, o acaso meses, seguirían llegando cartas de su novia Támara a su abandonada dirección en el sur de Crimea, donde se había establecido durante un breve periodo antes de su partida y tras huir de San Petersburgo. Cartas nunca leídas ni respondidas, y eso así por los siglos de los siglos: sobres cerrados eternamente en el momento de pasar por ellos los labios queridos que los remitían.

Antes de París y Berlín, repletas de emigrados rusos durante los años veinte y treinta, Nabokov y su hermano Serguei pasaron tres cursos en Cambridge, en cuya universidad se graduaron. El recuerdo que Nabokov guardó de allí no es muy halagüeño, predominando en él el contraste entre la abundancia rusa dejada atrás y la miseria deliberada de las cosas inglesas. Sus recuerdos más afectuosos se referían al fútbol, deporte al que siempre fue aficionado y que practicó, con notable éxito tanto en su país natal como en Cambridge, en el puesto de portero. Al parecer salvó goles cantados, y en todo caso prestó encarnación perfecta a la figura misteriosa y ajena de los guardametas más legendarios. Según sus propias palabras, era visto como «un fabuloso ser exótico disfrazado de futbolista inglés, que componía versos en una lengua que nadie entendía sobre un país remoto que no conocía nadie». Nabokov debió de ser contenido en sus relaciones familiares, como si incluso en Rusia, antes de la dispersión y el exilio, no hubiera sido capaz de mantener mucho trato con sus dos hermanos y sus dos hermanas (quizá algo más con sus padres). Del más cercano en edad, Serguei, al que llevaba once meses, apenas si tenía recuerdos infantiles, y contaba con sobriedad excesiva su muerte en 1945 en Hamburgo, en un campo de concentración nazi al que había sido trasladado bajo la acusación de ser un espía británico y en el que pereció de inanición. Con algo más de estremecimiento hablaba de la de su padre, asesinado por dos fascistas a la salida de una conferencia pública en Berlín, en 1922: aunque atentaban contra el conferenciante, el padre de Nabokov se interpuso, derribó a uno de ellos y cayó abatido por las balas del otro.

Si bien es cierto que no logró celebridad mundial hasta los cincuenta y seis años con la absurdamente escandalosa publicación de Lolita, Nabokov estuvo siempre persuadido de su talento. Al disculparse por su torpeza oral, aprovechó para dictaminar: «Pienso como un genio, escribo como un autor distinguido y hablo como un niño». Le molestaba enormemente que le atribuyeran influencias, fueran de Joyce, Kafka o Proust, pero sobre todo de Dostoyevski, al que detestaba, considerándolo «un sensacionalista barato, torpe y vulgar». En realdad detestaba a casi todos los escritores, Mann y Faulkner, Conrad y Lorca, Lawrence y Pound, Camus y Sartre, Balzac y Forster. Toleraba a Henry James, a Conan Doyle y a H G Wells. De Joyce admiraba el Ulises, pero juzgaba Finnegans Wake«literatura regional», de la que asimismo abominaba en términos generales. Salvaba el Petersburgode su compatriota Biely, la primera mitad de En busca del tiempo perdido, Pushkin y Shakespeare, poco más. El Quijoteno lo entendió, y pese a estar él en su contra acabó emocionándolo. Pero por encima de todo aborrecía a cuatro doctores —«el doctor Freud, el doctor Zhivago, el doctor Schweitzer y el doctor Castro de Cuba»—, sobre todo al primero, una de sus bestias negras al que solía llamar «el matasanos vienés» y cuyas teorías consideraba medievales y equiparables con la astrología y la quiromancia. Sus manías y antipatías, no obstante, llegaban mucho más lejos: odiaba el jazz, los toros, las máscaras folklóricas primitivas, la música ambiental, las piscinas, los camiones, los transistores, el bidet, los insecticidas, los yates, el circo, los gamberros, los night-clubs y el rugido de las motocicletas, por mencionar sólo unos pocos ejemplos.

Es innegable que era inmodesto, pero en él su petulancia parecía tan genuina que a veces resultaba justificada y siempre burlona. Se preciaba de poder rastrear los orígenes de su familia hasta el siglo XIV, con Nabok Murza, príncipe tártaro rusianizado y supuesto descendiente de Gengis Khan. Pero aún más orgulloso se mostraba de sus rebuscados antecedentes literarios, no tanto reales (su padre escribió varios libros) cuanto legendarios: así, uno de sus antepasados había tenido algún tipo de relación con Kleist, otro con Dante, otro con Pushkin, otro más con Boccaccio. La verdad es que esas cuatro ya parecen demasiadas coincidencias.

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