Todavía hubo un silencio, Luisa ahora no decía nada, y pude imaginar que Ranz estaría esperando en vilo, con las manos ociosas y entrelazadas, tal vez sentado en el sofá, o reclinado sobre la otomana, o en el sillón gris y nuevo tan agradable que él habría ayudado a elegir, probablemente. No en la mecedora, no creía, no en la mecedora de mi abuela habanera que sin duda pensaba en sus propias hijas, la viva y la muerta, ambas casadas, y quizá en la hija casada y muerta de otra madre cubana cuando me cantaba 'Mamita mamita, yen yen yen' durante la
infancia para infundirme un miedo que a mí me resultaba poco duradero y risueño, un miedo femenino tan sólo, de hijas y madres y esposas y suegras y abuelas y ayas. Tal vez Ranz temía que Luisa, su nuera, le hiciera un gesto que significara 'Vete', o bien 'Lárguese'. Pero lo que Luisa dijo por fin fue esto: 'Va siendo hora de pensar en la cena, si tiene hambre*. La respiración agitada y fuerte de Ranz cesó, y le oí responder con lo que juzgué alivio: 'No estoy muy seguro de tener hambre. Si te parece, podemos ir dando un paseo hacia Alkalde, y al llegar allí entramos si nos apetece, y si no te acompaño de vuelta y cada uno a su casa. Espero que no se nos vaya el sueño esta noche'. Oí cómo se ponían en pie y Luisa recogía un poco las cosas que habría llevado hasta la mesita baja, uno de los pocos muebles que habíamos comprado juntos. Oí sus pasos hacia la cocina y de vuelta, y pensé: 'Ahora tendrá que entrar aquí, a cambiarse de ropa o a coger algo. Tengo ganas de verla. Cuando se vayan yo podré lavarme los dientes y beber agua, y quizá haya quedado alguna aceituna*. Mi padre, sin duda ya con la gabardina puesta o más bien echada sobre los hombros, se llegó hasta la entrada y abrió la puerta de la calle. '¿Estás ya?', le preguntó a Luisa.
'Un momento', contestó ella, Voy a coger un pañuelo.' Oí sus tacones que se acercaban, conocía bien sus pasos, resonaban sobre la madera mucho más discretos que los zapatos metálicos de 'Bill* sobre el mármol o los de Custardoy en todo lugar y tiempo. Aquellos pasos no cojeaban, ni cuando estaban descalzos. No subirían pesadamente peldaños de una escalera para buscar cartuchos de pluma desconocidos. Tampoco se clavarían nunca sobre el pavimento como navajas, no arrastrarían el tacón afilado con celeridad e inquina, nunca serían como espuela y hachazos. No si de mí dependía, o eso esperaba, eran unos pasos afortunados. Vi su mano sobre el picaporte de mi puerta por la rendija. Iba a entrar, la vería, hacía tres semanas que no la veía, casi ocho que no la veía allí, en nuestra casa y alcoba y almohada. Pero antes de empujar la puerta le dijo a Ranz a través del pasillo, él seguiría en la entrada, llamando el ascensor con la gabardina sobre los hombros:
'Juan llega mañana. ¿Quiere usted que le cuente o que no le diga nada?'. La respuesta de Ranz fue rápida en llegar, pero las palabras salieron lentas y cansadas, con voz oxidada y ronca como a través de un yelmo: 'Te agradecería mucho', dijo, 'te agradecería mucho que me ahorraras tener que pensar en eso, no sé qué es mejor. Piénsalo tú por mí, si te parece'. 'Descuide', dijo Luisa, y empujó la puerta. No encendió la luz hasta que la hubo cerrado, debió de notar al instante el mucho humo de mis cigarrillos. Aún no me puse en pie, no nos besamos, aún era como si no nos viéramos, yo aún no había llegado. Me miró de reojo, me sonrió de reojo, abrió nuestro armario y cogió un pañuelo con animales de Hermés que yo le había traído de un viaje antiguo, cuando aún no estábamos casados. Olía bien, un perfume nuevo, no era el Trussardi que le había regalado. Tenía cara de sueño, como si le dolieran los ojos, los ojos de Ranz, estaba guapa. Se puso el pañuelo al cuello y me dijo: —Así que ya ves.
Y me di cuenta en el acto de que esa era la frase que Berta me había dicho cuando apareció en bata detrás de raí y la vi a mis espaldas reflejada en el cristal oscuro de la pantalla después de que yo terminara de ver el vídeo que ella habría visto ya varias veces y aún seguiría viendo y quizá sigue viendo hoy todavía. Por eso, supongo, también yo ahora contesté lo mismo. Me levanté. Le puse a Luisa la mano en el hombro. —Ya veo —le dije.
Ahora mi malestar se ha apaciguado y mis presentimientos ya no son tan desastrosos, y aunque aún no soy capaz de pensar como antes en el futuro abstracto, vuelvo a pensar vagamente, a errar con el pensamiento puesto en lo que ha de venir o puede venir, a preguntarme sin demasiada concreción ni interés por lo que será de nosotros mañana mismo o dentro de cinco o cuarenta años, por lo que no prevemos. Sé, o creo, que lo que haya sucedido o suceda entre Luisa y yo no lo sabré tal vez hasta dentro de mucho tiempo, o quizá no me toque saberlo a mí sino a mis descendientes, si tenemos alguno, o a alguien desconocido y ajeno y que acaso tampoco se encuentre aún en el codiciado mundo, nacer depende de un movimiento, de un gesto, de una frase pronunciada en el otro extremo de ese mismo mundo. Preguntar y callar, todo es posible, callar como Juana Aguilera o preguntar y obligar como su hermana Teresa, o no hacer ni una cosa ni otra, como aquella primera mujer a la que he bautizado Gloria y que parece no haber existido o no haber existido mucho, sólo para su casamentera madre, una suegra, que ya habrá muerto desolada en Cuba, viuda y sin hija, se la tragó la serpiente, no hay en las lenguas que yo conozco palabra que oponer a 'huérfano'. Dejará de existir del todo muy pronto, en todo caso, cuando a Ranz le llegue la hora y Luisa y yo no seamos capaces de recordar más que lo que nos ha ocurrido y lo que hemos hecho, y no lo que nos han contado o ha sucedido a otros o han hecho otros (cuando nuestros corazones no sean tan blancos). A veces tengo la sensación de que nada de lo que sucede sucede, de que todo ocurrió y a la vez no ha ocurrido, porque nada sucede sin interrupción, nada perdura ni persevera ni se recuerda incesantemente, y hasta la más monótona y rutinaria de las existencias se va anulando y negando a sí misma en su aparente repetición hasta que nada es nada ni nadie es nadie que fueran antes, y la débil rueda del mundo es empujada por desmemoriados que oyen y ven y saben lo que no se dice ni tiene lugar ni es cognoscible ni comprobable. A veces tengo la sensación de que lo que se da es idéntico a lo que no se da, lo que descartamos o dejamos pasar idéntico a lo que tomamos y asimos, lo que experimentamos idéntico a lo que no probamos, y sin embargo nos va la vida y se nos va la vida en escoger y rechazar y seleccionar, en trazar una línea que separe esas cosas que son idénticas y haga de nuestra historia una historia única que recordemos y pueda contarse, sea al instante o al cabo del tiempo, y así ser borrada o difuminada, la anulación de lo que vamos siendo y vamos haciendo. Volcamos toda nuestra inteligencia y nuestros sentidos y nuestro afán en la tarea de discernir lo que será nivelado, o ya lo está, y por eso estamos llenos de arrepentimientos y de ocasiones perdidas, de confirmaciones y reafirmaciones y ocasiones aprovechadas, cuando lo cierto es que nada se afirma y todo se va perdiendo. Jamás hay conjunto, o acaso es que nunca hubo nada. Sólo que también es verdad que a nada se le pasa el tiempo y todo está ahí, esperando a que se lo haga volver, como dijo Luisa,
Ahora estoy considerando nuevos trabajos, lo mismo que ella, parece que ambos nos hemos cansado de hacer esos viajes de ocho semanas o incluso menos, que fatigan mucho y nos enajenan un poco. No tendré problemas, sabiendo mis cuatro lenguas y algo de catalán, lo voy aprendiendo para quedar bien, una de las posibilidades me haría hablar a menudo por teléfono con Barcelona. Y hay mucha gente que cree que tengo importantes contactos en los organismos internacionales, y trato con altos cargos. No los voy a desengañar, aunque se equivocan. Sin embargo tampoco me gusta demasiado la idea de permanecer en Madrid todo el tiempo, entrando y saliendo con Luisa en vez de ir a verla o de recibirla, con unas habitaciones y un ascensor y un portal que pertenecen a ambos, con una almohada común (es un decir, siempre hay dos) por la que a veces nos vemos obligados a pelear en sueños y desde la cual, al igual que el enfermo, vamos acostumbrándonos a ver el mundo; sin que nuestros pies vacilen sobre el pavimento mojado, ni deliberen, ni cambien de idea, ni puedan arrepentirse ni elegir tampoco: ahora no hay duda de que a la salida del cine o después de la cena vamos al mismo sitio, en dirección única por las calles semivacías y siempre regadas, querámoslo o no esta noche, o quizá fue anoche cuando ella no lo quiso. Eso me pareció un momento, pero seguimos andando. Supongo, con todo, que al encaminar hacia ese mismo lugar nuestros pasos juntos (resonando a destiempo porque ya son cuatro los pies que caminan), pensamos el uno en el otro, principalmente, al menos así yo lo hago. Creo que, con todo, no nos cambiaríamos por nada en el codiciado mundo, aún no nos hemos exigido la mutua abolición o aniquilamiento, del que cada uno era y del que nos enamoramos, solamente hemos cambiado de estado, y eso no parece ser ahora tan grave ni incalculable; puedo decir hemos ido o vamos a comprar un piano o vamos a tener un hijo o tenemos un gato.