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Ranz debía de estar mirando a Luisa con sus fervorosos ojos, ojos de líquido, o quizá tenía la mirada baja. 'Allí estaba ella en ropa interior, en sostén y bragas, se había quitado el vestido y se había metido en la cama como una enferma, las sábanas sólo hasta la cintura, había bebido a solas y me había gritado, había llorado y había canturreado y se había dormido. No era muy distinta de una muerta, no era muy distinta de un cuadro, sólo que a la mañana siguiente ella se despertaría y volvería el rostro que ahora tenía contra la almohada ('Volvería el rostro y ya no mostraría su bonita nuca', pensé, 'acaso como la de Nieves, lo único inalterado en ella tras el transcurrido tiempo; volvería el rostro a diferencia de la joven sirvienta que ofrecía a Sofonisba veneno o a Artemisa cenizas, y porque esa sirvienta nunca se daría la vuelta ni su ama cogería la copa ni se la llevaría a los labios nunca, el guardián Mateu las habría quemado a ambas con su mechero y también la cabeza borrosa de la vieja del rondo, un fuego, una madre, una suegra, un incendio'). Con su rostro vuelto no me permitiría marcharme ni ir en busca de Teresa, de la que ella no sabía ni llegó a saber nunca, no supo por qué moría, ni siquiera que estaba muriendo. Recuerdo que vi que le tiraba el sostén por la postura que había tomado, y por un momento pensé en soltárselo para que no le dejara marca. Iba a hacerlo cuando lo pensé y no lo hice. Lo pensé rápidamente, lo pensé sin imaginármelo y por eso lo hice ('Imaginar evita muchas desgracias', pensé, 'quien anticipa su propia muerte rara vez se mata, quien anticipa la de los otros rara vez asesina, es preferible asesinar y matarse con el pensamiento, no deja secuelas ni tampoco huella, incluso con el gesto lejano del brazo que agarra, todo es cuestión de distancia y tiempo, si se está un poco lejos el cuchillo golpea el aire en vez de golpear el pecho, no se hunde en la carne morena o blanca sino que recorre el espacio y no sucede nada, su recorrido no se computa ni se registra y se ignora, no se castigan las intenciones, las tentativas fallidas tantas veces son silenciadas y hasta negadas por quienes las padecen porque todo sigue siendo lo mismo después de ellas, el aire es el mismo y no se abre la piel ni la carne cambia y nada se rasga, es inofensiva la almohada aplastada bajo la que no hay ningún rostro, y luego todo es igual que antes porque la acumulación y el golpe sin destinatario y la asfixia sin boca no son bastante para variar las cosas ni las relaciones, no lo es la repetición, ni la insistencia, ni la ejecución frustrada ni la amenaza'). La maté dormida, mientras me daba la espalda (' Ranz ha asesinado al Sueño', pensé, 'al inocente Sueño, y sin embargo es el pecho de otra persona lo que nos respalda, sólo nos sentimos respaldados de veras cuando hay alguien detrás, alguien a quien acaso no vemos y que nos cubre la espalda con su pecho que está a punto de rozarnos y acaba siempre rozándonos; y en medio de la noche, al despertar sobresaltados por una pesadilla o ser incapaces de conciliar el sueño, al padecer una fiebre o creernos solos y abandonados a oscuras, no tenemos más que darnos la vuelta y ver entonces, de frente, el rostro del que nos protege, que se dejará besar lo que en el rostro es besarle (nariz, ojos y boca; mentón frente y mejillas; y orejas, es todo el rostro) o quizá, medio dormido, nos pondrá una mano en el hombro para apaciguarnos, o para sujetarnos, o para agarrarse acaso'). No te contaré cómo, deja que eso no te lo cuente ('Vete', pensé, 'o voy por ti, o yo te mato, mi padre piensa un instante y a la vez actúa, pero quizá ha de pararse un momento antes a pensar si los cuchillos que hay en la casa cortan como es debido y están afilados, mira el sostén que tira y levanta la cabeza luego para recordar y pensar en filos que esta vez no golpean el aire ni tampoco el pecho, sino la espalda, todo es cuestión de distancia y tiempo, o quizá es su gran mano la que se posa sobre la bonita nuca y aprieta y la aplasta, y es cierto que bajo la almohada no hay ningún rostro, sino que está encima el rostro que ya nunca más va a volverse; los pies patalean sobre la cama, los pies descalzos y tal vez muy limpios porque en la propia casa está o puede llegar en seguida nuestra cita siempre, si estamos casados, aquel que puede verlos o acariciarlos, aquel a quien ella había esperado tanto; quizá se agitan los brazos y al levantarlos se ven las axilas recién afeitadas para el mando que vuelve y ya no la toca nunca, pero no ha de preocuparse de ningún pliegue en la falda que le afee el culo, porque está muriendo y porque la falda se la ha quitado y está en la silla en la que mi padre ha dejado también tirada su comisa sucia, tiene puesta la limpia aún no abrochada, arderán juntas, la camisa sucia y la planchada falda, y tal vez Gloria, o acaso Miriam, o acaso Nieves, o acaso Berta, o Luisa, logra darse la vuelta y volver el rostro en un último esfuerzo, un instante, y con sus ojos miopes e inofensivos ve el triángulo tan velludo del pecho de Ranz, mi padre, velludo como el de Bill y el mío, el triángulo de ese pecho que nos protege y respalda, quizá se le hubiera pegado a Gloria su pelo largo alborotado por el sueño o el miedo y la pena, y algunos cabellos sueltos le atravesaran la frente como si fueran delgadas arrugas venidas desde el futuro a ensombrecerla un instante, el último, porque ese futuro no lo sería, no para ella, ni futuro concreto ni futuro abstracto. Y en cambio, en ese último instante, la carne cambia o la piel se abre o algo se rasga').'

'No me lo cuente si no quiere', dijo Luisa. 'No me lo cuente si no quiere', repitió Luisa, y ahora me pareció que casi imploraba que no le contaran. 'No, no te lo cuento, no quiero contártelo. Después me abroché la camisa y me asomé al balcón, no había nadie. Lo cerré, fui al armario donde también estaban sus telas olorosas e inertes, me puse corbata y una chaqueta, se me había hecho muy tarde. Encendí un cigarrillo, no comprendía lo que había hecho pero sabía que lo había hecho, son cosas distintas a veces. Aún ahora no lo comprendo y lo sé, como en aquel momento. Si no fui yo no fue nadie y ella nunca ha existido, ha pasado mucho tiempo y la memoria se cansa, como la vista. Me senté a los pies de la cama, estaba sudoroso y muy fatigado, me dolían los ojos como si no hubiera dormido durante varias noches, recuerdo eso, el dolor de los ojos, entonces lo pensé y lo hice, de nuevo pensé y a la vez lo hice. Dejé el cigarrillo encendido sobre la sábana y lo miré, cómo quemaba, y descabecé la brasa sin por ello apagarlo. Encendí otro, di tres o cuatro chupadas y lo dejé también sobre la sábana. Hice lo mismo con un tercero, descabezados todos, ardiendo las brasas de los cigarrillos y también ardiendo las brasas sueltas, tres y tres brasas, seis brasas, se quemaba la sábana. Vi cómo empezaban a hacer agujeros orlados de lumbre ('Y lo estuve mirando durante unos segundos', pensé, 'cómo crecía y se iba ensanchando el círculo, una mancha a la vez negra y ardiente que se comía la sábana'), no sé." Mi padre se paró en seco, como si no hubiera acabado del todo la última frase. No se oyó nada, sólo su respiración agitada y fuerte durante un minuto, una respiración de viejo. A continuación añadió: 'Cerré la puerta de la alcoba y salí y bajé a la calle, y antes de montar en el coche me volví a mirar la casa desde la esquina, todo estaba normal, era ya de noche, había caído de golpe y aún no salía humo ('Ni le vería nadie desde lo alto', pensé, 'desde el balcón o ventana, aunque se parara delante de ellos como Miriam cuando esperaba, o un organillero viejo y una gitana con trenza para hacer su trabajo, o como Bill primero y yo luego ante la casa de Berta aguardando ambos a que el otro se fuera, o como Custardoy una noche de lluvia de plata bajo la mía'). Pero eso fue hace mucho tiempo', añadió Ranz con una sombra de su voz de siempre, de la más acostumbrada. Me pareció oír un mechero y un tintineo, quizá había cogido una aceituna y Luisa había encendido un cigarrillo. 'Y además, de estas cosas no se habla.'

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