—Cuando publique mi trabajo, Pyotr Stepanovich, tendré que indicar que las cámaras fueron construidas por usted —apuntó Persikov para romper la pesadez de aquel silencio.
—Oh, no tiene importancia... Sin embargo, está claro que...
Y, de esta forma, aquella pausa quedó rota, y el rayo absorbió también a Ivanov. Mientras Persikov se agotaba al estar todo el día y la mitad de la noche sentado ante el microscopio, Ivanov trabajaba sin descanso en el laboratorio de física, en el cual destellaban las luminosas combinaciones de lentes y espejos. Un mecánico le ayudaba en la colocación y ensamblajes.
Tras una solicitud al comisario de Educación. Persikov recibió tres paquetes de Alemania en los que había espejos y una colección de lentes pulidas, biconvexas, bicóncavas y hasta cóncavo-convexas. Y cuando Ivanov terminó la construcción de la cámara y consiguió captar en ella el rayo escarlata, hubo que reconocer que había hecho un trabajo de experto: el rayo era grueso y compacto, casi de cuatro centímetros de diámetro; fuerte y poderoso.
A primeros de junio la cámara estaba instalada en el cuarto de Persikov, y éste empezó ávidamente a experimentar con huevas de rana exponiéndolas ante el rayo. Los experimentos produjeron resultados sorprendentes: en dos días, miles de renacuajos salieron de las huevas, y al día siguiente, transformados ya en ranas, éstas resultaron ser tan viciosas y glotonas que la mitad de ellas devoraba inmediatamente a la otra mitad. Las supervivientes empezaron sin tardanza ni miramientos a reproducirse en abundancia, de tal manera que, antes de que hubieran pasado otros dos días, habían producido una nueva generación, esta vez sin la ayuda del rayo y en cantidad extraordinaria. La oficina del científico se convirtió en escenario de un bullicio inimaginable, y los renacuajos empezaron a arrastrarse por todo el Instituto. Del terrario, del suelo, de cada rincón y hendidura llegaban los coros graves que suelen surgir de un pantano. Pankrat, que siempre había sentido algo de miedo de Persikov, se hallaba ahora poseído de un solo sentimiento hacia él: terror mortal. Pasada una semana, el mismo científico empezó a notar que su mente empezaba a dar vueltas. El Instituto despedía olor a éter y ácido prúsico, y Pankrat, que se había quitado su máscara en un descuido, escapó por muy poco a la intoxicación.
La abrumadora población de los pantanos fue finalmente exterminada con la ayuda de venenos, y los cuartos y oficinas fueron aireados a conciencia.
Terminada aquella pesadilla, Persikov dijo a Ivanov:
—Sabe usted, Piotr Stepanovich, que el efecto del rayo sobre el óvulo y el deuteroplasma es realmente notable...
Ante lo que Ivanov, que era de ordinario un caballero reservado y frío, no pudo contenerse e interrumpió al profesor, con un tono inusitadamente acalorado, con las siguientes palabras:
—Vladimir Ipatievich, ¿por qué hablar sobre detalles insignificantes como el del deuteroplasma? ¡Seamos francos! ¡Usted ha descubierto algo sin precedentes!
Luego, y tras, al parecer, un gran esfuerzo, Ivanov concluyó:
—Profesor Persikov, ¡usted ha descubierto el rayo de la vida!
Un desmayado color se extendió por las pálidas mejillas sin afeitar de Persikov.
—Bueno, bueno... —murmuró.
Pero Ivanov continuaba:
—Caramba, va a hacerse usted famosísimo... Me da vueltas la cabeza de pensarlo, ¿entiende? Ya sabe, Vladimir Ipatievich, los héroes de H.G. Wells no son nada comparados con usted —prosiguió apasionadamente—. Eche una mirada a esto.
Ivanov cogió de una mesa de cristal una rana muerta de increíble tamaño e hinchado vientre que allí yacía, sosteniéndola por una de sus ancas. Incluso sin vida, la faz del animal conservaba una expresión de absoluta maldad.
—¡Es monstruoso!
3
SÓLO Dios sabe cómo ocurrió; si fue por medio de la indiscreción de Ivanov o a causa de algún fenómeno misterioso que hizo que las sensacionales noticias se autotransmitieran por el aire, pero lo cierto es que todo el mundo, en el gigantesco e hirviente Moscú, empezó de pronto a hablar del profesor Persikov y de su rayo.
Al principio se trataba de un vago rumor circunstancial, pero pronto las noticias del milagroso descubrimiento se extendieron por la bien iluminada capital como si se tratara de un pájaro herido, ora decayendo, ora elevándose de nuevo. Y así hasta mediados de julio, cuando un corto artículo sobre el rayo apareció en la página veinte del periódico Izvestiabajo el encabezamiento de «Noticias de ciencia y tecnología». El artículo se limitaba a informar que un conocido profesor de la Universidad del Cuarto Estado había descubierto un rayo que estimulaba sobremanera los procesos vitales de los organismos inferiores, y que este rayo requería más estudio y comprobación. El nombre aparecía, naturalmente, mal escrito y convertido en «Pevsikov».
Pero, por desgracia, el mal deletreo de su nombre no salvó al profesor del fluir de acontecimientos que dieron comienzo al día siguiente y que trastornaron inmediatamente el curso normal de su vida.
Tras unos preliminares golpes a la puerta. Pankrat entró en el despacho y alargó a Persikov una magnífica tarjeta satinada.
—Está ahí fuera —añadió Pankrat, con timidez.
La tarjeta llevaba la siguiente leyenda, impresa en exquisita grafía:
ALFRED ARKADIEVICH BRONSKY.
COLABORADOR DE LOS DIARIOS MOSCOVITAS
Chispa Roja, Lezna Rojay Proyector Rojo,
y del vespertino Moscú Rojo.
—Mándale al infierno —dijo Persikov monótonamente, tirando la tarjeta sobre la mesa.
Pankrat dio media vuelta y salió. Cinco minutos más tarde volvía con cara de sufrimiento y un segundo ejemplar de la misma tarjeta en la mano.
—¿Está burlándose de mí? —gruñó Persikov con terrible aspecto.
—El caballero es de la GUP, y dice... —contestó Pankrat con creciente palidez.
Persikov asió la tarjeta con tal brusquedad que casi la partió en dos. Sobre ella, con primorosa letra, se leía un mensaje:
Ruego sinceramente se me disculpe y solicito, estimado profesor, ser recibido durante tres minutos en relación a un asunto del que ha de participar la prensa, así como el diario satírico El Cuervo Rojo, publicado por la GUP.
—Hazle pasar —dijo Persikov mientras respiraba hondo.
Al poco hizo su aparición un joven muy bien afeitado y de cara aceitosa, con las cejas permanentemente altas. Era como la de un muñeco chino. Sus ojos, como ágatas pequeñas, nunca se encontraban con los de su interlocutor. Además, el joven vestía a la última moda y de una forma impecable: una chaqueta larga y estrecha que le llegaba hasta las rodillas, los más anchos pantalones acampanados, y zapatos de cuero anormalmente planos con punteras en forma de pezuñas. Llevaba también un bastón en la mano, un sombrero de copa acentuadamente puntiaguda y un cuaderno de notas.
—¿Qué es lo que desea? —preguntó Persikov con una voz que hizo que Pankrat desapareciera al instante tras la puerta—. Se le dijo que estaba ocupado.
—Mil excusas, mi muy estimado profesor —comenzó el joven con tenue voz aflautada—, por irrumpir en su casa y robarle su precioso tiempo; pero las noticias sobre su descubrimiento, capaces de conmover al mundo, en el que han resonado, impulsan a nuestro periódico a rogarle toda clase de explicaciones...
—¿Qué clase de explicaciones sobre lo que ha razonado? —chilló Persikov con voz de falsete y poniéndose amarillo—. No estoy obligado a dar ninguna explicación. Estoy ocupado..., terriblemente ocupado.
—Pero ¿en qué trabaja usted? —preguntó el joven, suavizando el tono, al tiempo que empezaba a hacer anotaciones en su cuaderno.
—Oh, pues... ¿por qué me hace preguntas? ¿Se proponen ustedes publicar algo?
—Sí —respondió el joven mientras se daba a un furioso garabateo sobre las páginas de su bloc.