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Creador de atmósferas desasosegantes, haciendo uso de la sátira y un humor ferozmente corrosivo, Bulgákov, una vez más, firma con Los huevos fatídicos unas deslumbrantes páginas de la mejor literatura.

LOS HUEVOS FATIDICOS

Mikjaíl Bulgákov

Los Huevos fatídicos

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LOS HUEVOS FATIDICOS

Creador de atmósferas desasosegantes, haciendo uso de la sátira y un humor ferozmente corrosivo, Bulgákov, una vez más, firma con Los huevos fatídicos unas deslumbrantes páginas de la mejor literatura.

©1924, Bulgakov, Mijail

ISBN: 9788493495695

Generado con: QualityEbook v0.54

Mikjaíl Bulgákov

Los Huevos fatídicos

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VLADIMIR Ipatievich Persikov, profesor de Zoología en la Universidad del Cuarto Estado y director del Instituto Zoológico de Moscú, entró en su oficina de este último, situado en la Gran Nikitskaya, la tarde del día 16 de abril de 1928. El profesor encendió la deslucida lámpara central y miró en torno suyo.

Tenía cincuenta y ocho años. Su cabeza, de respetable tamaño, era alargada y calva, aunque lucía algunos mechones de cabello amarillento a los lados. En su faz imberbe, destacaba un labio inferior protuberante que le daba una expresión de constante fastidio. Sobre su roja nariz cabalgaban anticuados anteojos de delgada montura de plata. Tenía los ojos pequeños y brillantes. Era alto, de espaldas algo encorvadas, y al hablar solía elevar su ronca voz. Entre sus otras características se encontraba su costumbre de, cada vez que hablaba de algo con mucho énfasis y convencimiento, levantar el dedo índice de la mano derecha doblado como un anzuelo, al tiempo que torcía los ojos ostensiblemente. Y dado que siempre hablaba con seguridad, por su fenomenal erudición en el campo de su especialidad, el anzuelo aparecía con frecuencia ante los ojos de sus oyentes. Pero a los asuntos que estaban fuera de su campo (o sea la zoología, la embriología, la anatomía, la botánica y la geografía), les dedicaba más bien escaso interés y rara vez se molestaba en hablar de ellos.

El profesor no leía los periódicos y nunca iba al teatro. Su mujer le había abandonado en 1913 por un tenor de la ópera, Zimin, dejándole la siguiente nota:

«Tus ranas me hacen estremecer con intolerable asco. El resto de mi vida seré desgraciada recordándolas.»

El profesor no había vuelto a casarse y siguió sin tener hijos. Era de genio muy vivo, pero se calmaba pronto. Una cosa le encantaba: el té con frambuesas. Vivía en la avenida Prechistenka, en un piso de cinco habitaciones. Una de ellas estaba ocupada por su ama de llaves, María Stepanovna, una mujer pequeña y arrugada que le cuidaba como una nodriza a un niño. En 1919 el Gobierno le requisó tres de sus cinco habitaciones, a raíz de lo cual declaró a María Stepanovna:

—Si no terminan estos atropellos, María, tendré que emigrar al extranjero.

Si el profesor hubiera realizado su plan habría podido encontrar con facilidad una cátedra de Zoología en cualquier Universidad del mundo, siendo, como era, un científico muy renombrado. Con excepción de los profesores William Weccle, de Cambridge, y Giacomo Bartolommeo Beccari, de Roma, no tenía rival en materia alguna tocante a los anfibios. Por si eso fuera poco el profesor Persikov podía conferenciar en cuatro idiomas además del ruso, y hablaba francés y alemán con la misma fluidez que su lengua materna. Pero su intención de emigrar nunca fue llevada a la práctica, aun cuando 1920 resultó ser peor que 1919, ya que las alteraciones se sucedían sin interrupción. Primero, la Gran Micitskava fue rebautizada como calle Herzen. Marie, el reloj del edificio situado entre ésta y Gornichovqva se paró en las once y cuarto. Y, para terminar, el Instituto Zoológico se convirtió en escenario de muertes masivas. Los primeros en morir, incapaces de soportar las perturbaciones de aquel famoso año, fueron ocho espléndidos ejemplares de rana arbórea; luego, quince sapos comunes, seguidos, por último, de un espécimen más notable de sapo de Surinam.

Inmediatamente después de los sapos, cuyas muertes diezmaron la población de este primer orden de anfibios, que es precisamente conocido como «sin cola», el viejo Vías, vigilante del Instituto, que no pertenecía a la especie de los anfibios, pasó a mejor vida. La causa de su muerte fue, sin embargo, la misma que la de los desgraciados animales y que inmediatamente diagnosticó Persikov como «nutrición deficiente».

Y, justamente, el científico se hallaba en lo cierto. Vías estaba a dieta de harina de cereales, y las ranas tenían que ser alimentadas con gusanos de harina. Desde que faltó lo primero es lógico que lo segundo también hubiera desaparecido. Persikov pensó, en cambiar la dieta a los restantes veinte ejemplares de rana arbórea sustituyéndola por otra de cucarachas, pero éstas también habían desaparecido, demostrando así su maliciosa animadversión, en tiempo de guerra, contra el comunismo. Y de esta forma los últimos representantes de aquella especie tuvieron que ser asimismo depositados en los cubos de basura del patio del Instituto.

El efecto que estas muertes produjo sobre Persikov, especialmente la del sapo de Surinam, desafía toda descripción, y echó toda la culpa del desastre al entonces comisario de Educación. Con su sombrero y sus chanclos de goma, plantado en el pasillo del frío Instituto, Persikov habló, a su asistente Ivanov, un muy elegante caballero de puntiaguda barba rubia:

—¡Matarle por esto es poco, Piotr Stepanovich! ¿Qué es lo que pretenden? Van a acabar con el Instituto ¿Es eso? Un magnífico macho, un extraordinario ejemplo de Pipa americana de trece centímetros de largo...

Pero, a medida que avanzaba el tiempo, las cosas iban de mal en peor. Tras la muerte de Vías todas las ventanas se habían helado y era imposible moverlas, llegando al extremo de que la superficie del cristal se cubrió de hielo. Los conejos murieron; luego, los zorros, los lobos, el pez y todas las culebritas de hierba. Persikov se pasaba el día yendo en silencio de un sitio para otro. Poco después cogió una pulmonía, pero no murió. Una vez recobrado, iba al Instituto dos veces por semana para dar sus conferencias del anfiteatro, dónde la temperatura, por algún motivo, permanecía a 5℃ a pesar del frío que hacía afuera. En pie sobre sus chanclos, con un sombrero de orejeras y una bufanda de lana, exhalando nubes de blanco vapor, daba a ocho estudiantes una charla sobre «Los reptiles en la zona tórrida». El resto del tiempo lo pasaba en casa. Con un mantón a cuadros, se tumbaba en el sofá de su habitación, cuyo respaldo, que llegaba hasta el techo, estaba atiborrado de libros: allí tosía, clavaba la vista en la estufa abierta que Mana Stenanovna alimentaba con sillas doradas, y se ponía a pensar en el sapo de Surinam.

Pero como todo tiene su fin en este mundo, 1920, terminado, dejaba paso a 1921. Y este último mostró, al principio, una cierta tendencia al cambio. Primero, para reemplazar al difunto Vías, llegó Pankrat. Era joven todavía, pero prometía ser un buen encargado y conserje. El edificio del Instituto empezaban a acondicionarlo, y, durante el verano, Persikov se las arregló, con la ayuda de Pankrat, para atrapar en el río Klvazma catorce ejemplares de Bufi vulgaris. El terrario empezó de nuevo a llenarse de vida... En 1923 Persikov todavía daba ocho conferencias por semana —tres en el Instituto y cinco en la Universidad—. En 1924 llegó a dar trece a la semana, como se hacía en las Universidades de los Trabajadores. Y en 1925 se hizo famoso al encender a setenta y seis alumnos, por el tema de los anfibios.

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