—El alimento, Iván Arnoldovich, no es cosa sencilla. Hay que saber comer y pienso que la mayoría de la gente no sabe absolutamente comer. No sólo hay que saber qué es lo que se debe comer, sino también dónde y cuándo (Filip Filipovich agitó su cuchara con un gesto de persona muy entendida). Y de lo que se debe hablar mientras se come. Si, señor. Si usted se preocupa por su digestión, escuche mi consejo: durante las comidas nunca hable de bolchevismo ni de medicina. Y sobre todo, jamás de los jamases lea diarios soviéticos antes de comer.
—Hmmm... Es que no existen otros.
—Entonces no lea ninguno. En mi clínica realicé treinta experimentos. ¿Qué resultado cree que obtuve? Los pacientes que no leían los diarios están perfectamente bien, mientras que todos aquellos a quienes hice leer Pravda perdieron peso...
—Mm... —manifestó el mordido con aire interesado (El potaje y el vino le habían dado colores).
—Y eso no es todo. Reflejo rotuliano disminuido, apetito débil, estado general depresivo.
—Diablos...
¡Pero vamos! ¿Qué estoy haciendo? Me he puesto a hablar de medicina...
Filip Filipovich se reclinó en el respaldo de su silla y llamó con la campanilla. Zina apareció, servicial. El perro tuvo derecho a recibir un gran trozo de esturión blancuzco que no le agradó, e inmediatamente después a una rebanada bien jugosa de rosbif. Después de haberla engullido, experimentó súbitamente deseos de dormir y sintió que ya no podía soportar la presencia de más alimentos. "Extraña sensación", comprobó, tratando de levantar sus párpados pesados, "ni siquiera la comida... Pero hay que ser idiota para fumar después de comer".
Un desagradable humo azul llenaba el comedor. El perro soñaba con la cabeza extendida sobre sus patas delanteras.
—El Saint-Julienes un vino muy bueno —alcanzó a oír a través de su sueño— pero hoy en día ya no se lo encuentra.
Un coro de voces que parecía venir de arriba o del departamento vecino se filtraba a través del cielorraso y de las alfombras.
Filip Filipovich llamó; apareció Zina.
—¿Qué ocurre ahora, Zinuchka?
—Mantienen otra asamblea general, Filip Filipovich.
—¡Otra más! —exclamó Filip Filipovich abrumado, Esta vez se acabó la casa Khalabukov de veras. Marcharnos, ¿pero a dónde? Todo está previsto: para empezar, cantos todas las noches, luego el agua que se hiela en las cañerías, la caldera de la calefacción central que estalla, y asi sucesivamente... ¡Cae el telón sobre la casa Khalabukov!
—Se hace demasiada mala sangre, Filip Filipovich —observó Zina sonriendo, al llevarse una pila de platos.
—¡Cómo para no hacerse mala sangre, cuando pensamos cómo era antes esta casa! ¿Comprende?
—Usted lo ve siempre todo con demasiado pesimismo, Filip Filipovich —objetó el hermoso mordido—. Muchas cosas han cambiado.
—Usted me conoce, amigo mío. ¿Verdad? Soy el hombre de los hechos, el hombre de la experiencia. Soy enemigo de todas las hipótesis infundadas. Ello se sabe muy bien, no sólo en Rusia sino en toda Europa. Cuando digo algo, es porque existe como base un hecho preciso del cual deduzco una conclusión. Y este hecho es el siguiente: los abrigos y las galochas de nuestra casa.
"Las galochas... ¡Qué estupidez! La felicidad no está en las galochas" pensó el perro; "pero lo cierto es que se trata de un ser excepcional."
—Tomemos el caso de las galochas. Vivo en ésta desde 1903. Y durante todo el tiempo que transcurrió entre esa época y marzo de 1917, no se recuerda, y lo subrayo en rojo, no se recuerda para nada que haya desaparecido un solo par de galochas de nuestra entrada de la planta baja, a pesar de que la puerta principal no estaba siquiera cerrada con llave. Considere que hay doce departamentos y que yo recibo a muchos enfermos. Un buen día de marzo de 1917 desaparecieron todas las galochas, de las cuales dos pares me pertenecían, así como tres bastones, un abrigo y el samovar del portero. Desde entonces ya no hay galochas en la entrada. Y no hablo de la calefacción central. Ya no digo nada. Cae por su propio peso: del momento que hay revolución social, la calefacción es inútil. Y me pregunto: ¿por qué, desde el momento en que comenzó esta historia, toda la gente se puso a subir y bajar las escaleras de mármol con botas y galochas embarradas? ¿Por qué hay que guardar las galochas bajo llave? ¿Y hacerlas vigilar por un soldado para impedir que las roben? ¿Por qué sacaron la alfombra de la escalera? ¿Carlos Marx había escrito en alguna parte que la entrada de la casa Khalabukov que da sobre la Prechistienka debía ser condenada para obligar a la gente a dar la vuelta por el pequeño patio? ¿Cuál es la ventaja? ¿Por qué un proletario tiene que venir a ensuciar el mármol en vez de dejar sus galochas abajo?
—En realidad, Filip Filipovich, es que un proletario no tiene galochas —trató de afirmar el mordido.
—¡Es usted quien lo dice! —tronó Filip Filipovich, sirviéndose una copa de vino—. Estoy en contra de los licores después de las comidas: producen pesadez y son malos para el hígado... Nada de eso ¡ahora el proletario tiene galochas! ¡Las mías! Las que desaparecieron en la primavera de 1917. Y hay que preguntar: ¿quién las escamoteó? ¿YO? Imposible. ¿El burgués Sablin? (Filip Filipovich levantó un dedo señalando al techo). Resulta cómico pensarlo. ¿El fabricante de azúcar Polozov? (Filip Filipovich hizo un gesto hacia un personaje imaginario). ¡De ninguna manera! Pues bien... ¡Pero por lo menos podrían sacárselas en la escalera! (El rostro de Filip Filipovich empezaba a volverse púrpura.) ¿Y por qué diablos haber suprimido las flores que adornaban los rellanos? ¿Por qué la corriente eléctrica, que en veinte años sólo faltó dos veces, falta ahora regularmente una vez por mes? Doctor Bormental, la estadística es algo terrible. Usted, que está al corriente de mis últimos trabajos, lo sabe mejor que nadie.
—Es la ruina, Filip Filipovich.
—No —replicó Filip Filipovich con un tono de absoluta seguridad—, no. Usted el primero, estimado Iván Arnoldovich, evite emplear esa palabra. Es un espejismo, un humo, una ficción. (Filip Filipovich, extendiendo ampliamente sus dedos cortos hizo aparecer sobre el mantel dos sombras semejantes a dos tortugas.) ¿Qué es esta ruina? ¿Una vieja con un bastón? ¿Una bruja que rompe todos los vidrios, que apaga todas las lámparas? No existe nada parecido. ¿Qué subentiende esa palabra para usted?
Desenfrenado, Filip Filipovich dirigía sus miradas al desdichado pato de cartón pintado que colgaba con la cabeza hacia abajo al lado del aparador, y dio él mismo la respuesta:
—Le diré lo que es: si cada día, en vez de operar, organizase coros en mi departamento, para mí sería la ruina. Si en los baños, y perdone la expresión, me pusiese a orinar al lado del inodoro y si Zina y Daría Petroyna hiciesen lo mismo, sería el comienzo de la ruina para los baños. Lo cual quiere decir que la ruina no está en los retretes sino en las cabezas. Y me río cuando esos palurdos gritan: “¡Alto a la ruina de la economía!” (Filip Filipovich tenía el rostro tan congestionado que el mordido abrió la boca.)
¡Se lo juro, me río! Tendrían que empezar por golpearse la cabeza contra una pared hasta que se hayan librado de todas sus alucinaciones, después de lo cual cada uno tendría que arremangarse y ponerse a trabajar, y la ruina se detendría de por sí. ¡No se puede servir a dos dioses! ¡No se puede limpiar los rieles del tranvía y al mismo tiempo ocuparse de la suerte de algunos vagabundos españoles! ¡Nadie puede lograrlo, doctor, y sobre todo hombres que, desde el punto de vista del desarrollo, tienen por lo menos doscientos años de atraso con respecto a los europeos, hombres incapaces de abotonarse ellos mismos el pantalón!
Filip Filipovich estaba fuera de sí, tenía las aletas de la nariz dilatadas. Con todas sus fuerzas exaltadas por una comida abundante, tronaba como un profeta antiguo Y su rostro lanzaba relámpagos plateados.