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"Tipo raro. ¡Me quiere conquistar! No se aflija, no pienso irme. Lo seguiré dondequiera me lo ordene."

—¡Chist, chist, por aquí!

"¿En la calle Obukhov? Desde luego. Conozco muy bien esta calle."

—¡Chisssttt!

"¿Aquí? Con todo gus... Bueno, no. No, perdóneme, hay un portero. Y no existe nada peor que eso. Es muchísimo más peligroso que un barrendero. Una raza decididamente odiosa. Aun más repugnante que los gatos. Descuartizadores con librea de botones dorados."

—Vamos, no temas nada, avanza.

—Mis respetos, Filip Filipovich.

—Buenos días, Fiodor.

"¡Vaya! ¡Alguien importante! ¡Dios de los perros, mira adónde me conduce mi destino! ¡Quién podrá ser este hombre que hace entrar a los perros de la calle en un edificio, a la vista de un portero? Ese canalla no dijo ni "mu". Me miró de reojo pero se mantuvo digno bajo su gorra galonada. Como si fuese algo absolutamente normal. ¡Lo respeta, lo considera, no puede con él! ¡Pues sí, yo estoy con Él, entro con Él! ¿Qué? ¿Me has tocado? ¡Agárrate esto! Ah, morder la pantorrilla callosa de un proletario... Si no eres tú, será tu hermano... Todos los escobazos que recibí, ¿eh?"

—Vamos, ven aquí.

"Comprendo muy bien, no se preocupe. Donde usted vaya, iré yo. Indíqueme tan sólo el camino, no me quedaré atrás a pesar de mi flanco lastimado. "

Voz en la escalera:

—¿No hay correspondencia para mí, Fiodor?

Voz deferente, desde la planta baja:

—No señor, nada. (Luego, casi a media voz, en tono confidencial, apresurado.) En el departamento número tres pusieron nuevos.

El gran benefactor de perros interrumpió súbitamente su ascensión. Se inclina sobre la barandilla y pregunta, aterrorizado:

—¿Qué-é?

El ojo alerta, el bigote erguido.

Abajo, el portero levanta la cabeza, pone sus manos a ambos lados de la boca, como una bocina:

—Tal como le digo: son cuatro.

—¡Por Dios! Imagino lo que ocurrirá. ¿Y cómo son?

—Pasables...

—¿Y Fiodor Pablovich?

—Fue a buscar ladrillos y biombos. Van a hacer tabiques.

—¿Qué novedad es ésta?

—Van a agregar gente en todos los departamentos, menos en el suyo, Filip Filipovich. Hace un rato hubo una reunión y nombraron un nuevo comité. Los demás... despedidos.

—¡Es increíble! ¡Ay, ay, ay! Chist, chist.

"Ya voy, ya voy. Hago todo lo que puedo pero mi flanco me hace demorar. Permítame lamerle el botín."

Abajo, la gorra del portero ha desaparecido. En el rellano de mármol, los tubos de la calefacción irradian un suave calor. Unos peldaños más... y aquí está el Hermoso Piso.

Cuando el olor de la carne se huele a tres kilómetros, no vale la pena de aprender a leer. Sin embargo, si usted vive en Moscú y tiene tan sólo un poco de seso, quiéralo o no, termina por saber leer sin necesidad de haber tomado lecciones. Entre los cuarenta mil perros de Moscú, ninguno ha de ser tan estúpido como para no saber deletrear la palabra salchichón.

Bola había empezado a aprender por los colores. Desde la edad de cuatro meses había observado, diseminados por todo Moscú, grandes carteles de un azul verdoso que llevaban la leyenda M S P O —comercio de carne. Evidentemente, hay que repetirlo, no servían para nada ya que el olor bastaba. Pero una vez se equivocó: engañado por un pérfido color azulado, y privado momentáneamente del olfato debido a emanaciones de nafta, Bola había entrado en el negocio de artículos eléctricos de los hermanos Polubizner, en la Miasniskaia. Allí fue donde trabó relaciones con el hilo eléctrico: ¡al lado de eso el látigo del cochero no era nada! Este memorable acontecimiento marcó el comienzo de la educación de Bola. En cuanto salió empezó a darse cuenta que "azul" no siempre significa "carne"; aullando de dolor, con la cola entre las patas, recordó que en el extremo izquierdo de los carteles de las carnicerías había siempre una cosa roja o dorada parecida a un pequeño trineo.

Luego los progresos fueron más rápidos. Aprendió la "A" en GIavryba en la esquina de lo Mokhovaia, después la "B"... Le resultaba más fácil empezar por el final de la palabra porque al principio había una mayúscula.

Las pequeñas chapas de mayólica colocadas en las esquinas de las calles de Moscú significaban, con toda seguridad, "queso". En cuanto al pequeño grifo negro de samovar con que comenzaba el letrero del ex propietario Téhichkin, evocaba montañas de queso de Holanda, dependientes brutos odiados por los perros, aserrín en el piso y el espantoso olor del innoble bakstein.

También estaban los lugares de los cuales brotaban sonidos de acordeón (que bien valían "Celeste Aída") y olor a salchichas: entonces era muy fácil deletrear en los carteles blancos las primeras letras de la palabra "Prohi... ", que querían decir "Prohibido blasfemar y dar propinas". Algunas veces entre los jugadores estallaban riñas, se golpeaban a puñetazos y también a patadas o a servilletazos, aunque esto último ocurría con menor frecuencia.

Una vidriera llena de mandarinas y jamones rancios era G-a... Ga... Gastronomía. Oscuras botellas que contenían un desagradable líquido... V-I - Vi... Vino... Vinos, la antigua casa Elisséiev Hermanos.

* * *

Al llegar a la puerta de su lujoso departamento del Hermoso Piso, el desconocido tocó el timbre. El perro, que lo había seguido hasta allí, alzó la vista hacia la gran chapa negra cubierta de letras doradas, colocada junto a la ancha puerta de vidrio esmerilado color rosa. Identificó inmediatamente las tres primeras letras: P-R-O... Pro. Luego seguía una especie de porquería panzona que significaba Dios sabe qué "¿No será un proletario?", se preguntó Bola sorprendido. "No, es imposible." Levantó el hocico, husmeó de nuevo el abrigo y llegó definitivamente a esta conclusión: “No, esto no huele a proletario. Es una palabra sabia, pero vaya uno a saber lo que quiere decir.”

Tras el vidrio rosado se encendió de pronto una alegre luz que hizo resaltar aún más el color negro de la chapa. La puerta se abrió sin ruido y apareció una hermosa joven que llevaba un delantalcito blanco y una cofia de encaje. El perro se sintió invadido por un calor divino; la falda de la joven olía a violetas.

“Así es como entiendo la vida”, apreció el can.

—Sírvase entrar, señor Bola —exclamó irónicamente el señor.

Bola obedeció agitando alegremente la cola. En el fastuoso vestíbulo se amontonaba una multitud de objetos. Lo primero que impresionó a Bola fue el gran espejo que llegaba hasta el suelo y reflejaba la imagen de su doble destrozado, roído, gastado hasta la raíz de su pelambre. También observó las terribles astas de reno que dominaban el lugar, numerosos abrigos y botas y la pantalla de opalina de la luz del cielorraso.

—¿Dónde encontró semejante cosa, Filip Filipovich? —preguntó sonriendo la joven mientras le ayudaba a quitarse el pesado abrigo de zorro plateado con reflejos azules—. Pero... ¡está lleno de piojos!

—Estás diciendo tonterías. ¿Dónde ves piojos? —respondió el señor martillando las sílabas.

Libre de su abrigo, ahora se lo veía vestido con un traje negro de paño inglés. Una cadena de oro le cruzaba el abdomen, poniendo una nota cálida y discreta en su atuendo.

—Quédate quieto... Deja de moverte, imbécil. Piojos... ¡Hmmmm! ¡Ajá! una quemadura. Pero, ¡quieres quedarte quieto! ¿Quién te puso en este estado?

"Fue el cocinero, esa carne de patíbulo" quiso gemir el perro, alzando una mirada conmovedora.

—Zina —ordenó el amo— llévalo inmediatamente a la sala de curaciones y dame un guardapolvo.

La mujer silbó, chasqueó los dedos y el can, tras vacilar un instante, la siguió. Entraron en un angosto corredor débilmente iluminado, pasaron frente a una puerta barnizada, en el extremo del corredor dieron una vuelta hacia la derecha y se hallaron en una habitación oscura en la cual reinaba un olor que inmediatamente le desagradó. Un chasquido seco y la oscuridad se convirtió en luz enceguecedora, una verdadera luz diurna que parecía surgir de todas partes.

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