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En el consultorio del profesor se encontraba Schwonder, presidente del comité del edificio. Vestía una chaqueta de cuero y permanecía de pie junto al escritorio. El doctor Bormental estaba sentado en un sillón. Tenía las mejillas avivadas por el frío (acababa de entrar) y parecía tan desamparado como Filip Filipovich, sentado junto a él.

—¿Qué debemos escribir? —preguntó este último.

—Nada complicado —comenzó Schwonder—. Redacte un certificado, ciudadano profesor, declarando que el portador del presente es efectivamente Bolla Poligraf Poligrafovich... este... engendrado en su departamento ...

Bormental se sentía incómodo en su sillón. Un tic nervioso agitaba el bigote de Filip Filipovich.

—Hmm... ¡Diablos! No se puede imaginar nada más estúpido. Engendrado no es el término exacto, sino simplemente... en fin...

—Que haya sido engendrado o no, es cosa suya —comentó Schwonder con perversa alegría—. Al fin de cuentas, profesor, fue usted quien realizó el experimento. ¡Usted creó al ciudadano Bolla!

—Es muy simple —ladró Bolla, que admiraba en el espejo de la biblioteca el reflejo de su corbata.

—Le quedaré agradecido si no se inmiscuye en la conversación —protestó el profesor. De nada vale decir que es muy simple, cuando en realidad dista mucho de ser simple.

—¡Cómo! ¿No tengo derecho a inmiscuirme? —rezongó Bolla, ultrajado.

Schwonder tomó inmediatamente su defensa.

—Permítame, profesor, el ciudadano Bolla tiene toda la razón. Está en su derecho de participar en una discusión que decide su suerte, y tanto más cuanto se trata de documentos de identidad: ¡los documentos son lo más importante que existe en el mundo!

En ese momento la campanilla ensordecedora del teléfono interrumpió todas las conversaciones.

Filip Filipovich descolgó el receptor, dijo: "Sí", su rostro se encendió de ira y rugió:

—Le ruego no molestarme por sandeces. ¿A usted qué le importa? —Y volvió a colgar violentamente el tubo.

El rostro de Schwonder reflejaba una beatífica alegría.

—Ahora terminemos de una vez —exclamó Filip Filipovich, arrebatado.

Arrancó una hoja de un anotador, escribió algunas palabras y leyó con voz irritada:

—"Por la presente certifico" —Al diablo si... Hmm...— "que el portador de la presente resulta de un experimento de laboratorio durante el cual fue practicada una intervención en su cerebro y que necesita documentos de identidad"... De todas maneras estoy en contra de estas idioteces de papeleos... Firmado: “Profesor Preobrajenski.”

—Resulta bastante extraño, profesor —se ofuscó Schwonder—, que pueda tratar esos documentos de idioteces. No puedo admitir en esta casa la presencia de un inquilino desprovisto de documentos de identidad y que, por añadidura, no está registrado en las listas de conscripción. ¿Qué pasaría si llegara a estallar la guerra contra los buitres del imperialismo?

—Jamás iré a pelear —chilló de pronto Bolla, mirando la biblioteca.

—Sus palabras revelan una gran inconsciencia, ciudadano Bolla. Es imprescindible figurar en las listas de conscripción.

—Acepto que se me inscriba, pero para pelear ¡al cuerno! —replicó Bolla con aplomo, reajustándose el nudo de la corbata.

Le tocó entonces a Schwonder alterarse. Preobrajenski dirigió a Bormental una mirada furiosa y apenada a la vez: “Linda moral ¿no le parece?” El doctor respondió moviendo significativamente la cabeza.

—Fui herido gravemente durante la operación —gimió Bolla sombrío—. Vea cómo me remendaron— agregó, mostrando su frente surcada por una cicatriz reciente—.

—¿Acaso sería usted un anarco-individualista? —preguntó Schwonder levantando bien alto las cejas.

—Me otorga el derecho a eximirme —replicó Bolla.

—Muy bien, de acuerdo, ya veremos más adelante —respondió Schwonder sorprendido. Por el momento vamos a enviar el certificado a la policía para obtener los documentos.

—Es que... —lo interrumpió de pronto Filip Filipovich visiblemente acosado por una idea fija— ¿no tendría usted una habitación libre en la casa? Estoy dispuesto a comprarla.

Los ojos pardos de Schwonder se llenaron de chispas amarillentas.

—No, profesor, lo lamentamos mucho. Y no hay ninguna en perspectiva.

El profesor frunció los labios y no contestó. La estridente campanilla del teléfono volvió a sonar. Sin pronunciar una sola palabra, Filip Filipovich arrancó violentamente el receptor del aparato y lo dejó balancearse al extremo del hilo azul. Todos se habían sobresaltado. "El viejo no da más de los nervios", pensó Bormental. Schwonder ametralló a los presentes con sus miradas, saludó y salió. Bolla corrió tras él haciendo crujir las suelas de sus zapatos. El profesor y Bormental quedaron solos.

Después de un instante de silencio, Filip Filipovich meneó suavemente la cabeza y dijo:

—Es una pesadilla, una verdadera pesadilla.

—¿No lo vio? Le juro querido doctor, sufrí más en dos semanas que durante los últimos catorce años. ¡Qué individuo!

Se oyó a lo lejos el ruido apagado de un vidrio roto, luego un grito de mujer, agudo pero breve. Una fuerza maligna se coló por los cortinados del corredor, dirigida hacia la sala de curaciones; de pronto hubo un estrépito y el ruido siguió en dirección inversa. Resonó un portazo. De la cocina llegó el débil eco de un grito lanzado por Daría Petrovna. Luego el de un aullido proferido por Bolla.

—¡Por Dios! ¿Qué pasa ahora? —exclamó Filip Filipovich lanzándose hacia la puerta.

"Un gato" pensó Bormental; y salió corriendo detrás del profesor. Los dos hombres atravesaron a toda prisa el corredor, irrumpieron en el vestíbulo y se dirigieron al cuarto de baño. Zina salió de la cocina y se arrojó literalmente en brazos de Filip Filipovich.

—¿Cuántas veces repetí que no dejaran entrar gatos? —gritaba éste, fuera de sí— ¿Dónde está? ¡Iván Arnoldovich, por amor del cielo, vaya a tranquilizar a los pacientes que están en la sala de espera!

—¡En el cuarto de baño, el maldito! ¡Está en el cuarto de baño! —gritaba Zina sin aliento—.

Filip Filipovich se arrojó contra la puerta del cuarto de baño, que ofreció fuerte resistencia.

—¡Abra inmediatamente!

Por toda respuesta algo saltó contra las paredes y detrás de la puerta cerrada; se oyó un ruido de palanganas rotas y la voz de Bolla que rugía: “¡Voy a matarlo aquí mismo!” El agua corría ruidosamente por las cañerías.

Filip Filipovich forcejeaba con la puerta, tratando de hacerla ceder. Daría Petrovna apareció en el umbral de la cocina, sudorosa, con el rostro descompuesto. Una pequeña claraboya situada a nivel del cielorraso entre la cocina y el cuarto de baño se rajó; algunos fragmentos de vidrio se desprendieron y tras los mismos surgió, como un polizonte, un enorme gato atigrado de increíble tamaño, que llevaba una cinta azul alrededor del cuello. Cayó en pleno sobre la mesa, en medio de una gran fuente que se partió en dos; saltó al suelo, se mantuvo un instante en equilibrio sobre tres patas, agitando la cuarta como si ensayase una figura de ballet y desapareció por un angosto intersticio que daba a la escalera de servicio. El intersticio se ensanchó y en lugar del gato apareció la cara de una vieja envuelta en una pañoleta. Una falda con lunares blancos hizo su entrada en la cocina. La vieja se restregó la boca desdentada entre el índice y el pulgar, recorrió la cocina con sus ojillos penetrantes y exclamó:

—¡Señor Jesús!

Filip Filipovich, lívido, atravesó la cocina y le preguntó con tono amenazador:

—¿Qué quiere?

—Me gustaría mucho ver el perro que habla —respondió obsequiosa la anciana y se santiguó.

Filip Filipovich palideció aún mas, se acercó a la vieja hasta tocarla y profirió con voz ahogada:

—¡Desaparezca de aquí enseguida!

La mujer retrocedió y dio la vuelta, exclamando con tono ofendido:

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