Prudencia y su marido se querían mucho cuando se casaron, ésa es la verdad. Pero también es verdad que su amor dependía de la dominación: mientras Prudencia se sometió a su marido todo fue bien. El hombre tiene el poder. Y la mujer debe aceptarlo así. El hombre toma las decisiones. Si las toma la mujer, debe hacer que parezca que es el marido quien decide. Prudencia eso no lo sabía. Llegó al matrimonio diciendo a todo que sí, porque nunca había necesitado decir no. La oportunidad se le presentó cuando el marido se quedó sin trabajo. Pasaba los días buscando en los anuncios del periódico, subrayando y tachando, subrayando y tachando. Llamó a todos sus conocidos pidiéndoles recomendación, se tragó su orgullo, y se tragó también las promesas, promesas fue lo único que le dieron. Los ahorros se iban acabando. Ya había que calcular el dinero que se gastaba diariamente. Economizar. Prudencia nunca había oído esa palabra. Encender las luces cuando fuera absolutamente necesario. No llamar por teléfono. Usar el gas con moderación. Para Prudencia era como un reto, un ejercicio de ahorro que le servía para demostrar sus habilidades y presumir ante su marido de su capacidad para arreglárselas cada vez con menos dinero. Para el almuerzo comidas baratas, y que se hicieran rápidamente, para la cena embutido con pan.
Un día compró velas y preparó la mesa con el mantel de hilo que ella misma había bordado para su ajuar. Hizo un ramito de flores con geranios y amor de hombre de sus macetas y lo puso en el centro de la mesa. Sacó los cubiertos, la cristalería y la vajilla. Era una buena ocasión para disfrutar de sus regalos de boda, y para decirle a su marido que seguía siendo feliz, que con poco dinero ella era capaz de preparar una cenita especial.
Al marido casi se le saltan las lágrimas al ver a Prudencia arreglada con sus mejores galas al lado de la mesa. La cogió de la mano y le dijo que esa noche merecía una botellita de sidra y bajó a comprarla. Estaba muy triste cuando volvió. Al descorchar la sidra se puso a llorar. Prudencia le dijo que no se preocupara, que ella se podía poner a trabajar, que le sería más fácil encontrar trabajo que a él. El marido la miró a los ojos, le cogió la cara con las manos y le dio un beso en los labios. Con mucha ternura le dijo: ¡Mi mujer no trabaja! Ella pensó que era una manera de hablar.
Al día siguiente empezó a buscar trabajo. Y lo encontró. Con mucha alegría se lo contó a su marido: que no era gran cosa; que el sueldo era pequeño de momento pero que más adelante podría mejorar. El marido se fue poniendo rojo por momentos, se acercó a Prudencia y le gritó: ¿Qué te he dicho yo? ¿Qué te he dicho? Ella no sabía qué contestar. Le sorprendió esa pregunta y siguió hablando de las ventajas de trabajar. El marido le apretó los brazos con mucha fuerza, la empujó contra la pared y zarandeándola repitió la pregunta: ¿Qué te he dicho yo? Prudencia seguía sin saber a qué se refería. Me haces daño, le dijo. Y él siguió apretando con más fuerza y le gritaba una y otra vez. ¿Qué te he dicho yo? ¿Qué te he dicho yo? No sé qué me has dicho. No lo sé. Gemía. Lloraba. ¡Que mi mujer no trabaja! ¿Te enteras? ¡Mi mujer no trabaja! Y la soltó lanzándola contra la puerta como si quisiera desprenderse de ella. Prudencia se golpeó en la espalda y se cayó. La pobre no entendía nada. Pero entendió menos todavía que su marido ni siquiera se acercara a pedirle perdón.