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—Ven —era Ulises quien le hablaba al oído.

Sus manos en su piel desnuda. Sus labios rozando su oído. Era una caricia. Era un beso. Y tú lo viste, y también lo vio Estela, y Estanislao. Y Aisha y Pedro, que habían comenzado a caminar al encuentro de Matilde, también lo vieron. Y todos te miraron después de haberlo visto, y tú miraste al suelo. Como el día anterior, cuando Matilde regresó con el vestido roto, y tú no le preguntaste por qué, miraste al suelo, y viste que llevaba arena en los pies y tampoco le preguntaste por qué.

Lo recuerdas ahora, y quisieras llorar. Pero no puedes llorar, sólo puedes mirar a Matilde en el Modigliani que ella enmarcó para ti, y añorarla, aguantar el dolor, aprender a soportarlo, porque te duele el cuerpo y no entiendes nada. Quisieras llorar, u odiarla, mejor odiarla. Y no puedes llorar. Y no puedes odiarla.

Aunque veas el desprecio en sus ojos, su mirada vuelta hacia ti cuando entraba en la sala de proyección del brazo de Ulises, no puedes odiarla. La amas, más que nunca la amas. La recuerdas hermosa, vestida de negro, caminando delante de ti, el chal blanco resbalando en su espalda, su nuca despejada, su cabello rojizo sujeto en un moño, el pasador de plata. Vuestro primer aniversario. Tus labios en sus labios. Y otros labios. Otra boca abriéndose para ella. Otra piel, tibia contra su piel. Una entrega ajena a ti, que te sitúa a distancia de Matilde, que te obliga a reconocer que Matilde no era tuya, que te lleva a tener que imaginarla. Lejos de ti. Ausente de ti. Amar sin ti. Mostrarse sin ti. Desnudarse sin ti. Descubrirse ante otros ojos. Mirar otro cuerpo desnudo, sin ti. Otros dedos deshaciendo su peinado.

No puedes odiarla. Aunque sientas que su actitud provocó en Estela una ofensiva compasión, miserable y triunfante, hacia ti, hacia Estanislao:

—Cambio de pareja. Estanislao, cariño, no te importa que yo entre del brazo de Adrián, ¿verdad?

Matilde se sentó junto a Ulises y tú a su lado, seguido de Estela, que se colocó al borde de la butaca en un nuevo y torpe intento de que los pies le llegaran al suelo, y Estanislao se acomodó en el asiento contiguo.

Durante la proyección, le cogiste la mano a Matilde varias veces, y ella la soltó siempre. No recuerdas nada de la película, sólo sus dedos resbalando de los tuyos en la oscuridad.

El público comenzó a aplaudir cuando se fijó en pantalla el último fotograma, antes incluso de que las notas de un aria de Puccini marcaran la apoteosis final y aparecieran los títulos de crédito. Nadie escuchó Nessun dorma. Excepto tú, Nessun dormallegó a tus oídos como una revelación —ahora también lo escuchas—. Un foco iluminó al equipo artístico. La intensidad de los aplausos aumentó y los actores principales del reparto, el director y el guionista, se levantaron para recibir de pie los agasajos. Después vinieron más saludos, esta vez también felicitaciones. Tú cogiste la mano de Matilde y no dejaste que ella la soltara, dispuesto a no separarte de ella.

Tu mujer había entrado a la sala del brazo de Ulises pero saldría de tu mano. Aún era tuya. Dispuesto a negarte a que la habías perdido, la sacaste al vestíbulo. Permanecisteis en silencio, juntos, sin saludar a nadie, y sin que nadie se acercara a saludaros. Estela y Estanislao se movían de un sitio a otro, prodigando besos y abrazos, y pidiendo opinión sobre la película, atentos siempre al parecer ajeno antes de exponer el propio, sin riesgo. Todo apariencia. Actuaban calculando la importancia del interlocutor para darle la razón o refutar sus argumentos y sobre todo, a la hora de ensañarse en la crítica o exagerar las alabanzas.

Ulises tardaba en salir, notaste que Matilde le esperaba.

—Suéltame, Adrián.

Tú no querías soltarla, apretaste más su mano, no querías perderla.

—Me estás haciendo daño.

Matilde tiró de su mano, la desprendió de ti y huyó en busca de Ulises. La miraste, se abría paso entre el gentío pidiendo perdón y adelantando un hombro. Antes de llegar a la sala tropezó con Aisha, que venía seguida de su grupo acompañando a Ulises.

—Seniorita Matilde, Aisha busco a ti presento Farida y Yunes tamién mucho ganas de conocer seniorita guapa de Aguamarina.

Yunes y Farida inclinaron la cabeza a modo de saludo. Matilde les tendió la mano, ellos se la estrecharon y después se acercaron la suya a los labios. Matilde les imitó, y se llevó los dedos a la boca como si sellara el saludo con un beso. En ese momento aparecieron Estanislao y Estela.

—Vaya, querida, ¿es que no va a presentarme a sus amigos magrebíes?

Matilde no contestó, miraba a Ulises, que llevaba en la mano la tarjeta que os habían entregado a todos a cambio de la entrada. «El equipo técnico-artístico de la película le invita a una copa al término de la proyección en la Almazara de los duques de Arcona.»

Tú llegaste a tiempo de escuchar las indicaciones que Ulises le daba a Estanislao:

—La Almazara de los duques de Arcona, al final del paseo marítimo. Pedro sabe ir, pueden seguirle. Yo iré después, tengo que esperar a Fisher.

—¡Esos moritos también están invitados a la fiesta! —te susurró Estela—, ¿no le parece extravagante?

A ti no te parecía nada, sólo pensabas en Matilde, en que Ulises llegaría tarde, en que quizá podrías recuperarla.

Ulises hizo ademán de marcharse, Aisha lo detuvo después de que Yunes y Farida le hablaran al oído.

—Muy bunita pilícula senior Ulises gracias. Yunes y Farida gracias tamién a ti.

No, no te parecía una extravagancia. Recuerdas la ternura que Aisha ponía siempre en cada una de sus palabras. La recuerdas ahora, en este insomnio, su gesto, sus manos menudas buscando hacia atrás las de sus amigos. Aisha se acercó a Ulises flanqueada por Yunes y Farida, que habían delegado en ella porque era la que hablaba mejor.

—Senior Ulises, ¿puedes que Aisha, Yunes y Farida hablan a muchachitos de pilícula? Gustara mucho a nosotros. Y a Pedro. ¿Puedes?

—Claro que sí, Aisha, en la fiesta se los presentaré. Nos veremos allí.

No, la invitación de Ulises no tenía nada que ver con la extravagancia, ahora lo ves con claridad, y lo viste entonces, en el cariño profundo con que Ulises habló a Aisha. Los invitó por cariño, y se arrepentiría siempre de haberlo hecho, porque quizá, si no hubieran asistido a la fiesta, podría haberse evitado la tragedia.

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