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La reacción de Matilde no te extrañó, la esperabas. Desde el momento en que le anunciaste el viaje empezó a quejarse, primero por no haberle consultado, después por abandonar su casa recién estrenada. Rincones recién descubiertos.

—¡Dos meses! ¿Por qué no puedes ir tú solo?

—Ulises insistió, no pude rechazar la invitación —mentiste—, Además, siempre hemos dicho que una de las ventajas de mi trabajo es que no tenemos que separarnos, que tú puedes estar a mi lado mientras escribo.

Inquieta. La veías inquieta. Revolver los armarios, los cajones, decidiendo qué ropa llevar. Excitada. Enfadada contigo. Nerviosa. La veías andar deprisa; olvidar el destino de sus pasos y regresar, recorriendo la casa de un lugar a otro. Nerviosa y triste. Nerviosa y alegre. Pero siempre nerviosa.

Y a veces inmóvil, de pie, parada ante la puerta de tu estudio. Tú no te diste cuenta de que dudaba. Entrar, no entrar.

El miedo. El cortijo de Ulises. Tiempo. Oportunidad de estar a solas con él, a solas. Tiempo. Qué temía. Tú no se lo preguntaste. Tú nunca le pediste que te hablara de Ulises.

Y cuando la veías ante tu puerta sonreías, vanidoso, suponiendo que te estaba observando. Y te hacías el interesante, al creer que te contemplaba trabajar. El Modigliani de pie frente a ti, con la cabeza inclinada y triste. Nunca la invitaste a pasar.

La víspera de vuestra partida, Ulises os invitó a cenar en su casa con Estanislao Valle y su esposa. Frente al espejo, Matilde se acicalaba con esmero. Tú no le habías dicho Ponte guapa. Pero ella se arregló, aunque no para ti.

Llegaste al cuarto de baño cuando perfilaba sus labios. La viste de espaldas, semiinclinada sobre el lavabo. Matilde no te vio. Un gran escote dejaba al descubierto su columna vertebral. Sus vértebras —pensaste— parecían un adorno que dividía su espalda; besarlas, una a una. Matilde se giró para coger la barra de labios, sus vértebras formaron una curva de cuentas palpables que arrancaba en la nuca, tocarlas, una a una. Y viste sus ojos sombreados, su mirada ciega, oscura, dirigirse hacia ti. Sin decirte nada, siguió arreglándose. El carmín se adhería a sus labios con una suavidad obscena. Rojo tierno. Rojo jugoso. Rojo. Un rojo cegador, luminoso y lascivo que hubieras querido robarle con tu boca.

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