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A pesar de sí mismo. a pesar de su posición de embajador, Jerry Franklin empezó a aullar. Aquello pasaba de la raya. Una cosa era encogerse de hombros con desaliento en el camino de regreso hacia las ruinas de Nueva York, y otra muy distinta estar allí escuchando todo aquello. No, era demasiado.

—¿A qué más debemos renunciar? ¿A qué otra parte podemos retirarnos? No quedan más que un puñado de millas cuadradas de los Estados Unidos de América, y aún hemos de seguir retirándonos... En la época de mis antepasados, éramos una gran nación. nos extendíamos de océano a océano según cuentan las leyendas de mi pueblo, y ahora estamos amontonados en un rincón de nuestro territorio, hambrientos, enfermos, moribundos y avergonzados. En el Norte, nos vemos empujados por los Ojibways y los Crees; en el Sur, los Seminolas se apoderan de nuestras tierras metro a metro; y en el Este, los Sioux se apoderan de un trozo más de New Jersey, y los Cheyennes cortan otra rebanada de Elmira y de Buffalo. ¿Cuándo terminará esto? ¿A dónde vamos a ir?

El anciano se retorció angustiosamente las manos, y en su voz hubo la misma angustia al decir:

—Es duro. Lo sé; créeme, no niego que es duro. Pero los hechos son los hechos, y los pueblos más débiles siempre salen perdiendo... Ahora, hablemos del resto de tu misión. Si no nos retiramos, como solicitas, exiges la devolución de vuestros rehenes. Me parece razonable. Sin embargo, no consigo recordar que tengamos ningún rehén. ¿Tenemos algún rehén vuestro?

Con la cabeza inclinada y el cuerpo exhausto, Jerry murmuró en tono avergonzado:

—Sí. Todas las naciones indias que limitan con nosotros tienen rehenes nuestros. Como prueba de nuestra buena voluntad y de lo pacífico de nuestras intenciones.

Brillante Cubierta de Libro chasqueó los dedos.

—Aquella muchacha. Sarah Cameron... o Canton... o cómo se llame.

Jerry alzó la mirada.

—¿Calvin? —preguntó—. ¿No será Calvin? ¿Sarah Calvin? ¿La hija del presidente del Tribunal Supremo de los Estados Unidos?

—Sarah Calvin. Eso es. Lleva con nosotros unos cinco o seis años. ¿La recuerda, jefe? Es la muchacha a la cual su hijo ha estado rondando.

Tres Bombas de Hidrógeno pareció sorprendido.

—¿Ella es el rehén? Creí que era una muchacha blanca que se había traído de sus plantaciones de Ohio. Bien, bien, bien. Generador de Radiaciones responde al viejo refrán: de tal palo tal astilla, no cabe duda. —Se puso repentinamente serio—. Pero la muchacha no querrá marcharse. Preferirá quedarse con nosotros. Y, además, cree que mi hijo se casará algún día con ella. O algo por el estilo.

Miró fijamente a Jerry Franklin.

—Un asunto muy difícil, hijo mío. ¿Por qué no esperas fuera mientras nosotros lo discutimos? Y llévate el sable. No lo dejes aquí. Por lo visto, mi hijo no lo quiere.

Jerry se inclinó a recoger el sable y salió del jacal con expresión de desaliento.

Sin prestar demasiada atención, vio al grupo de guerreros Sioux que rodeaba a Sam Rutherford y a sus caballos. Luego, el grupo se separó por un momento, y vio a Sam con una botella en la mano. ¡Tequila! El muy imbécil había aceptado tequila de los indios... estaba borracho como una cuba.

¿No sabía que los hombres blancos no podían beber, que no resistían la bebida? A pesar de cultivar hasta la última pulgada de las tierras de que disponían, los alimentos obtenidos eran insuficientes y todos se encontraban al borde de la depauperación. En su economía no cabían lujos tales como las bebidas alcohólicas. Ningún hombre blanco, en el transcurso de toda su vida, llegaba a beberse un vaso de alcohol. Darle a uno de ellos una botella entera significaba convertirle en un pingajo humano.

Sam era un pingajo humano en aquellos momentos. Andaba de un lado para otro, haciendo eses, empuñando la botella por el gollete y blandiéndola estúpidamente. Los Sioux se reían a carcajadas, dándose mutuamente golpecitos en la espalda y señalando a Sam. Este acabó vomitando sobre los harapos que cubrían su pecho y su vientre trató de echar otro trago, y cayó de espaldas. La botella siguió vertiéndose sobre su rostro hasta que quedó vacía. Sam empezó a roncar como un cerdo. Los Sioux sacudieron sus cabezas, haciendo muecas de disgusto, y se alejaron de allí.

Jerry sintió que la pena desgarraba su corazón. ¿A dónde podían ir? ¿Qué podían hacer? Y al fin y al cabo, ¿qué importaba? Tal vez sería preferible estar tan borracho como Sam. Al menos, no sentiría nada.

Miró el sable que llevaba en una mano, la brillante pistola nueva que llevaba en la otra. Lógicamente, debería tirarlas. ¿No era ridículo, si se pensaba un poco en ello, no era patético... un hombre blanco armado?

Sylvester Thomas salió de la tienda.

—Tenga preparados sus caballos, mi querido señor —susurró—. Esté dispuesto para salir corriendo en cuanto yo regrese. ¡Deprisa!

El joven se acercó a los caballos y siguió aquellas instrucciones... simplemente porque no sabía qué otra cosa hacer. Salir corriendo, ¿para dónde? ¿Para qué?

Levantó a Sam Rutherford y lo ató a su caballo. ¿Regresar a casa? ¿Regresar a la grande, a la poderosa, a la respetada capital de lo que en otro tiempo habían sido los Estados Unidos de América?

Thomas regresó con una muchacha que luchaba ferozmente por soltarse del Embajador de la Confederación. Llevaba un lujoso vestido, como el de una princesa india. Su pelo estaba peinado a la moda de las mujeres Sioux. Y su rostro había sido cuidadosamente teñido con algún producto destinado a oscurecer la piel.

Sarah Calvin. La hija del presidente del Tribunal Supremo. Entre Thomas y Jerry, la ataron al caballo de carga.

—Ha sido cosa del jefe Tres Bombas de Hidrógeno —explicó el negro—. Le disgusta que su hijo ande rondando tanto alrededor de las mujeres blancas. Quiere quitar a ésta de en medio. El muchacho debe sentar la cabeza, prepararse para las responsabilidades del mando. Esto puede ayudarle a conseguirlo. Y, escuche, al anciano le gusta usted. Me ha encargado que le dijera una cosa.

—Muchas gracias. Agradezco todos los favores, por insignificantes que sean, por humillantes que sean.

Sylvester Thomas sacudió la cabeza perentoriamente.

—Deje la amargura a un lado, joven. Si quiere salir adelante, tiene que estar muy alerta. Y no se puede estar amargado y alerta al mismo tiempo... El jefe me ha encargado que le advierta para que no regrese a su casa. No podía decírselo claramente en el consejo, pero el motivo de que los Sioux hayan cruzado el Delaware no tiene nada que ver con los Seminolas. El motivo es la situación creada en el Norte por los Ojibways y los Crees. Han decidido ocupar la costa oriental... que incluye lo que ha quedado del país de usted. En estos momentos, probablemente estarán en Yonkers o en el Bronx, en plena ciudad de Nueva York. Dentro de unas horas, su gobierno habrá dejado de existir. El jefe tuvo noticias de ese proyecto, y creyó necesario que los Sioux establecieran una especie de cabeza de puente en la costa, antes de que la nueva situación quedara definitivamente establecida. Al ocupar New Jersey, trata de evitar que los Ojibways y los Seminolas lleguen a unirse. Pero al jefe le ha sido usted simpático, como ya le he dicho, y desea advertirle para que no regrese a su casa.

—Estupendo. Pero, ¿a dónde voy a ir? ¿A esconderme en una nube? ¿A tirarme a un pozo?

—No —respondió Thomas, muy serio. Ayudó a montar a Jerry—. Puede usted venir conmigo a la Confederación... —Hizo una pausa, y cuando vio que la hosca expresión del rostro de Jerry no cambiaba, continuó—: Bueno, en tal caso, puedo sugerirle —y éste es un consejo mío, no del jefe— que se dirija directamente a Ashbury Park. No está muy lejos... y puede llegar a tiempo si no se entretiene por el camino. Según los informes que he podido recoger, hay allí varias unidades de la Marina de los Estados Unidos, la Décima Flota, para ser más exacto.

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