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—¿Quién eres?

Celia guardó silencio unos momentos antes de contestar:

—¿Y tú?

Las ramas comenzaron a separarse, y Celia vio cómo El Peque asomaba levemente el rostro.

Ella separó con las dos manos el ramaje que la cubría.

Él sonrió al ver a la muchacha pelirroja, que apartaba las ramas como si descorriera una cortina y asomaba poco a poco la cabeza.

—¡Celia!

También Celia sonrió. Una sonrisa triste, tristísima.

—Me he perdido.

El Peque se llevó el dedo índice a los labios. Celia se acercó a su oído.

—Mateo ha muerto.

—Sí, lo sé.

Los dos compartieron el dolor y el refugio.

Y hasta que cayó la noche, soportaron juntos la sed.

19

Con un barreño de cinc lleno de agua, Pepita sube a la azotea de la pensión. Mira hacia el cielo, y vuelve a llorar.

—Ya estáis los dos juntitos, Hortensia.

Desde que regresó de ver las fotografías, le asalta el llanto de repente, sin que ella sepa que va a suceder. Todos los días llora varias veces. Se le caen las lágrimas en cualquier momento, en cualquier lugar, aunque no esté pensando en tristezas.

—Aquí, al solito, que va a quedar el agua bien rica para mi niña.

Va a dejar el barreño al sol toda la tarde. Después, con el agua soleada, bañará a Tensi. Porque ya no tiene costura y puede entretenerse con la niña. Hace apenas una hora que entregó su último ajuar en la tienda de Pontejos. Cuatro juegos de sábanas, tres de toallas, dos mantelerías con sus doce servilletas de lino cada una, todo bordado con las letras Dy MAdentro de un escudo floreado con capullos de lis, y un camisón de novia con tres filas de volantes de encaje de Holanda en el cuello y en los puños. La dependienta revisó el trabajo. Se llamaba Manolita.

—¡Qué hermosura! No es de extrañar que se esté corriendo la voz de que eres la mejor bordadora de Madrid.

Le pagó, pero Manolita no le dio otro ajuar, sino un recado de la dueña:

—Dice que ya te avisará.

Pepita salió a la calle confiando en que ya le avisaría, pero antes de llegar a la esquina, la alcanzó la dependienta y le habló en voz baja:

—No te va a dar más ajuares.

—¿Por qué?

—Le han dicho que tu padre y tu hermana eran rojos, y que tú estuviste detenida en Gobernación.

No eran necesarias más explicaciones. Pepita ya había perdido un trabajo por haber pasado unas horas en Gobernación, cuando don Fernando la sacó de allí y le dijo que ya no podía servir en su casa.

—Gracias por decírmelo, con Dios, Manolita.

—No hay de qué.

La dependienta miró a un lado y a otro y volvió corriendo a la tienda.

De camino a la pensión, Pepita entró en la iglesia de San Judas Tadeo. Prendió dos velas.

—Una para que me digas si Jaime está vivo, y otra para que me encuentres trabajo.

Se le caían las lágrimas. Y susurró implorando al patrón de los imposibles mientras depositaba una moneda de diez céntimos en el cepillo:

—Esta perra gorda es para el trabajo. Y si de hoy a mañana me entero de que Jaime está vivo, te echo otra.

Después de tranquilizar a Pepita cuando regresó llorando de la iglesia, doña Celia clavó un papel en la puerta de la pensión, y otro en la del portal de Atocha, donde se ofrecía costurera con experiencia.

No tardará Pepita en tener trabajo. Tres semanas más tarde, cuando esté bañando a Tensi, la dueña de la tienda de Pontejos llamará al timbre y preguntará por ella. Querrá saber si es Pepita la costurera que ofrece sus servicios en la puerta, se dice que es la mejor costurera de Madrid, y necesita hacerse un vestido muy especial, porque su marido va a llevarla al Sarao Romántico del Palace.

Atenderá Pepita a su primera clienta, le tomará medidas y le ordenará que le traiga el corte de tela, no sin antes compartir la noticia y carcajadas con doña Celia en la cocina.

—¿Se da usted cuenta, señora Celia? Esa mujer no quería que bordara para su tienda y ahora quiere que cosa para ella.

Y al día siguiente, por la mañana, bien temprano, bajará a dar las gracias a San Judas. Prenderá otra vela. Esta vez una sola. Una vela grande que ha comprado en la cerería que hay frente a la iglesia. Y depositará un billete de una peseta en el cepillo, para que el santo le diga si Jaime está vivo:

—Que se ve que cobras los imposibles por adelantado, y de uno en uno. Tú sí que eres listo. Un imposible: una vela, una perra gorda. Pues por éste te he echado una peseta, y he puesto un velón bien hermoso, que yo también soy muy lista y sé que los trabajos mientras más difíciles, más caros.

De regreso a la pensión, mirará hacia el cielo. Subirá a la azotea para tender una colada blanca y volverá a mirarlo mientras sacude una sábana y la sujeta bien estirada con dos pinzas:

—No sabía yo que los santos fueran tan peseteros.

Después otra sábana, y la siguiente. Cuando haya acabado, se quedará observando cómo se agitan con el viento. Y si no hay viento, moverá la cuerda con la mano. Le gusta el vuelo blanco de la ropa y el aroma que desprende.

—¡Pepita! !Pepita!

Es doña Celia, que asoma medio cuerpo por el hueco de la escalera. Lleva a Tensi de la mano. La niña la llama abuela y le pide que la coja en brazos. Ella grita:

—¡Pepita, baja corriendo!

Grita, porque ha llegado el cartero.

—¿Qué pasa?

—¡Tienes carta!

Las escaleras que dan a la azotea son estrechas y empinadas. Pepita baja saltando los peldaños de dos en dos. El cartero aguarda en la puerta con una carta en la mano. Doña Celia no ha querido cogerla. Le ha pedido al cartero que espere un momento, porque Pepita le ha esperado a él durante mucho tiempo. Y ha extendido muchas veces la mano hacia una carta que nunca era suya. Y durante los últimos meses, desde el desastre de El Pico Montero, se desespera y llora cuando cierra la puerta y el cartero se marcha sin haber pronunciado su nombre. Pero en esta ocasión, lo ha pronunciado. Y doña Celia quiere que Pepita lo oiga, y que tome la carta que es suya en su mano.

Oirá Pepita su nombre.

Y temblará al extender la mano.

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