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Las cartas del padre de Elvira llegaban casi a diario a Valencia. La madre se las leía a la hija con voz cadenciosa, entonando las palabras como en un cuento infantil junto a la cabecera de la cama. La misma voz que pone Tomasa para contarle que lleva cinco días en pleno delirio.

Al principio, doña Martina esperaba las cartas con alegría y las leía con emoción. Pero según pasaba el tiempo, la alegría de la espera dio paso a la congoja de esperar. Y al más mínimo retraso, la congoja se convertía en angustia.

Llevaba más de siete meses recibiendo carta de su marido casi a diario. Algunas eran notas apresuradas escritas en cualquier papel, en cualquier parte, sólo para que ella supiera que se encontraba bien, y que no la olvidaba.

No te olvido.

Por eso doña Martina, al cumplirse la segunda semana de la llegada de la última carta, supo que ya no debía esperar ninguna más.

Pero se sorprendió cuando llegó la maleta.

Llegó su maleta.

Un sargento pagador se la llevó a casa.

Su maleta.

Doña Martina abrió la puerta y el sargento le mostró la maleta diciendo que la enviaban desde Trijueque.

—En Guadalajara ha pasado un desastre muy gordo, con los italianos.

Elvira vio palidecer a su madre y taparse la cara con las manos.

—Vaya a Capitanía General, señora. Allí hay unas listas muy grandes con muchos nombres.

La niña cogió la maleta que el sargento pagador alzaba del suelo. Le dio las gracias y cerró la puerta. Doña Martina no apartaba los ojos de la maleta.

Quizá lleguen en su interior las cartas que faltan, todas juntas, las de los últimos quince días, o quizá su marido le envía un recuerdo de Trijueque. Sí, abrirá la maleta doña Martina con ese resto de esperanza. Con un resto de esperanza, aunque sólo sea por un instante, abrirá la maleta negando la verdad que ha ido aceptando según comenzaron a faltar noticias de su marido, la verdad que ahora, que es más evidente que nunca, no quiere admitir. Porque aún es posible que no sea cierto. Aún es posible. Y mientras Elvira arrastra la maleta hacia el salón, su madre reniega de la certeza que asumió poco a poco en los últimos quince días.

No, aún es posible que no sea verdad.

No.

Aún es posible que en una maleta lleguen quince cartas.

Sus dedos acariciarán la suavidad de la piel, recorrerán la huella de muchos viajes. Se detendrán en el cuero que engarzan las hebillas y desabrocharán los cintos lentamente.

Porque aún es posible.

No te olvido.

Aún es posible que desde Trijueque llegue un recuerdo.

Es el nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete. Era el nueve de marzo, cuando doña Martina abrió la maleta. Esa misma mañana, Elvira acudió con su madre a Capitanía General, y no encontraron el nombre de su padre en las listas.

El nueve de marzo de mil novecientos treinta y siete, su madre le dijo a Elvira que habría que avisar a Paulino, poco después de cerrar la maleta, donde sólo encontraron dos uniformes, una gorra de plato, dos pares de leguis y ropa interior; ningún objeto personal, y todo el silencio, de su padre.

12

Muchas veces, y muchas más, fueron Elvira y su madre a Capitanía General de Valencia para buscar el nombre de su padre en las listas. Y en todas las ocasiones regresaron sin haberlo encontrado. Pero Elvira sueña que no ha muerto. Fantasea aún con que un día volverá. Ha de regresar para reñirle cuando cante Ojos verdes. Y ella le ayudará a ponerse los leguis que venían en su maleta. Los ceñirá con cuidado, para no mancharlos con el betún de los zapatos, que brillarán como nunca en los pies de su padre.

Después de más de tres años, aún fantasea.

Dejaste mis brazos cuando amanecía...

Las mujeres regresan mansamente del taller de costura, en fila, en silencio y en orden. Reme y Mercedes se acercan a la cama de Elvira.

... y en mi boca un gusto a menta y canela...

Tomasa interrumpe la melodía que tararea para la chiquilla pelirroja que no va a morir.

—Ha vuelto a dormirse. Ha dormido un buen rato y creo que ahora se está despertando.

—Bendito sea Dios.

Se le ha escapado a Reme, ese Bendito sea Dios. Se le ha escapado al ver la tranquilidad del sueño de Elvira. Se le ha escapado delante de Tomasa, que huye siempre de semejantes expresiones.

—Sea por siempre Bendito y Alabado.

Contesta Mercedes, y Tomasa se levanta sin mirarlas y se retira al rincón donde tendió los paños higiénicos que lavó ayer por la tarde. Comprueba que están húmedos aún y que han quedado algunas manchas. Y maldice en voz baja:

—Maldita sea mi estampa.

Maldice porque se ha puesto de mal humor. Y porque ya no tiene edad para menstruar, y durante el último año se le retrasa todos los meses. Pero viene. Viene cada mes con más hemorragia y sólo tiene tres paños, y en invierno tardan demasiado en secar.

—Maldita sea. Maldita sea la madre que la parió.

Lo ha dicho entre dientes. Pero Mercedes lo ha oído. Lo ha dicho mirando a Mercedes. Y la guardiana se acerca a ella:

—¿Qué ha dicho?

—He dicho maldita sea.

—¿Y qué más?

—Nada más.

—La he oído decir algo más.

La mujer que lleva el pelo cardado y un moño con forma de plátano se impacienta. Hace apenas dos semanas que trabaja como funcionaria de prisiones, y es la primera vez que se enfrenta a un conflicto. La he oído decir algo más, repite alzando la voz.

Tomasa guarda silencio. Se cubre el pecho con la toca de lana y al tiempo que cruza los brazos, y sin apenas mover los pies, carga el peso de su cuerpo sobre la cadera derecha echándose levemente hacia atrás. Conoce la inexperiencia de Mercedes. Sabe que quiere hacerse la simpática, la buena. Pero no lo es. La tiene frente a sí, y está nerviosa. Parece que le palpita una vena en la sien. Mercedes es débil, por eso necesita esconderse de las otras funcionarias para hablar con las internas en voz baja. Y por eso se acerca a ellas, porque es débil, y pretende ser buena. A Tomasa no va a engañarla. Tomasa sabe perfectamente de qué lado está.

—La he oído decir algo más, ¿qué más?

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