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Doña Celia entra en la cocina con un sobre en la mano.

—Era para mí. Es de Gerardo.

Pepita deja escapar un suspiro y mira a doña Celia. Mira la carta. Doña Celia muestra una carta de su marido que lleva en la mano. Y ve la inquietud que asoma a los ojos azulísimos.

—No vuelva a mentarme la paciencia, por lo que más quiera usted, no vuelva a mentármela, que de mañana no pasa que me acerque a Ventas.

—Hija, ¿no has tenido ya bastante?

—Para dar y tomar bastante y de sobra he tenido, pero esa muchacha puede darme norte de él, de modo y manera que mañana mismito voy a buscarla.

—Es peligroso, Pepita, los nuestros están cayendo y ella puede estar vigilada.

—¡Los nuestros, los nuestros! ¿Y yo de quién soy?

—No te pongas así.

—¿De quién soy, si se puede saber?

—Pero ¿por qué te pones así? Tú nunca has querido afiliarte.

—Ni he querido ni quiero ni voy a querer, sólo me faltaba a mí eso, ni arrastrada me afilio.

—¿Entonces?

—Entonces le digo que, como yo no soy de nadie, puedo hacer lo que me dé la real gana. Y mañana mismito me voy a Ventas, que esa muchacha me dio un día una carta de él y a lo mejor tiene otra. Y yo aquí, esperando meses y meses porque el dichoso Partido le viene diciendo a usted que me tengo que estar quietecita y que tenga paciencia. Pues ya se me ha acabado la paciencia. Y mire lo que le digo, señora Celia, no crea usted todo lo que le dice el Partido, que si fuera verdad que los aliados van a entrar pronto para echar a Franco, no estarían todos tan escondidos.

No era la primera vez que discutían. Pepita no podía entender la disciplina de partido. Le costaba comprender que doña Celia aceptara las decisiones que otros tomaban por ella. Le costaba admitir que no se cuestionara jamás las órdenes que recibía y que tomara como propias las consignas que le llegaban no se sabía de dónde, al igual que Hortensia, al igual que su padre y, posiblemente también, al igual que la hija de su patrona, Almudena, y al igual que Carmina, la mujer que tendía la ropa en el balcón. Todos muertos.

—¿Sabe por qué están escondidos? ¿Lo sabe usted? Pues si usted no lo sabe, yo se lo voy a decir. Porque la guerra se ha acabado, por mucho empeño que pongan ustedes, y aquí nadie tiene ganas de más guerra. Estamos más muertos que vivos. Estamos todos muertos. Y solos. Estamos solos. Se acabó. Y punto final. Nadie va a venir a rescatarnos. Nadie. Y ustedes se empeñan en decir «los nuestros», «los nuestros», como si fueran un mundo aparte. ¿Y los demás? Yo no quiero que me diga usted «los nuestros» nunca más. Yo no quiero que esos que se figuran que aprietan la verdad en el puño levantado me digan lo que tengo que hacer, que ésos no mandan en mi persona y lo que digan y lo que dejen de decir no me deja a mí ni fría ni caliente, que yo no ando al dictado de nadie. Yo soy de «los demás». Y los demás estamos cansados. Muy cansados. Muy cansados y muy hartos. ¿Se está enterando?

Doña Celia no contestó. Sabía que Pepita necesitaba expresar su desaliento, y que no tardaría en descargar en llanto su impaciencia. De manera que se acercó a la joven, con el hombro dispuesto a recibir sus lágrimas.

—No vuelva a hablarme de «los nuestros», que yo no quiero saber nada de ellos, señora Celia. No vuelva a mentármelos, que yo sólo quiero a uno y no sé si está vivo o está muerto. Eso es lo único que yo quiero saber, y la muchacha que lo tuvo en su casa me lo va a decir. Me lo va a decir, porque yo voy a ir mañana a preguntárselo. Y me lo va a decir.

Entonces comenzó a llorar. Doña Celia la conocía bien, le abrió los brazos cuando la vio acercarse buscando su hombro.

—Mañana mismo voy. Mañana mismito.

—Es muy posible que ella no sepa nada.

Pepita se abraza a doña Celia y susurra entre sollozos sin que su patrona alcance a oírla:

—Su abuelo sabrá.

3

Con la niña en brazos, Pepita recorre la cola buscando a Amalia. Mira con ansiedad a la concurrencia que, al ser el día de la Merced, es más numerosa que de costumbre. Pero la hija de Sole no ha llegado aún a la prisión de Ventas. No está entre los adultos que forman la fila intentando controlar a los niños que corretean a su alrededor. Voces de Estate quieto se mezclan con risas infantiles mientras Pepita camina más despacio de lo que desea debido al peso de la niña; y entre las risas, descubre al hijo pequeño de Reme. El niño que nació tarde y mal ha soltado la mano de su padre y corre hacia Pepita. Ha venido toda la familia. También el nieto que vive en León. Saludos y besos, y Pepita muestra orgullosa a Tensi durante la emoción del reencuentro. Alegría de Benjamín al tomar a la niña en sus brazos, y al decir que hoy es la patrona de los cautivos, pobre Benjamín. Y alegría de Pepita al escuchar que Reme podrá abrazar a su nieto que vive en León.

Tras despedirse de la familia de Reme, intercambiando sus direcciones, con la promesa de que volverán a verse, Pepita continúa su camino buscando a Amalia. Al llegar a los primeros puestos de la fila, una voz la detiene:

—Señorita Pepita.

Don Javier Tolosa le extiende la mano.

—¿Qué hace por aquí? Cuánto tiempo sin verla, ¿cómo está usted?

—Bien, gracias.

La joven sujeta el velo negro que escapa de su cabeza, y el anciano señala su luto. Y lamenta:

—Me enteré de lo de su hermana. Habría querido enviarle mi más sentido pésame en una nota pero no sabía su dirección. Aunque tarde, le expreso mis condolencias. Sabe usted que la aprecio, y la acompaño en el sentimiento de verdad.

—Y yo se lo agradezco.

El aspecto demacrado del abuelo de Elvira inquieta a Pepita:

—¿Se encuentra bien?

El peso de la niña obliga a la joven a cambiarla de brazo mientras don Javier responde con una pregunta:

—¿Quién es esta preciosidad?

—Es mi sobrina. Mira, Tensi, dale un besito a este señor tan simpático.

Pepita se agachó y acercó la carita de la niña a la cara del anciano. Pero la niña no sabía besar y puso la mejilla para recibir un beso.

—¿Está usted malo, señor Javier?

—Tengo un poco de gripe, nada grave, pues.

—Tiene muy mala cara.

—Hombre enfermo, hombre eterno, no se alarme. Se diría que ha visto a un fantasma.

—A un fantasma quisiera yo ver.

Pepita no se atreve a preguntarle abiertamente por su nieto. Don Javier Tolosa también desea preguntar por él, pero no lo hace. Ambos indagan en los ojos del otro esperando una respuesta sin formular ninguna pregunta. Ambos buscan una mirada cómplice que ahuyente el miedo a preguntar. Y el miedo a saber.

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