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—Ya, si os lo digo para que no os coja de sorpresa que quieran apuntarse el tanto.

—Pues que se apunten el tanto que se puedan apuntar y se dejen de hostias.

—Voy a buscar al médico. Vosotros, descansad un rato.

A pesar de la fatiga, Jaime no pudo dormir. Lo intentó, pero no pudo. Y resolvió aprovechar el tiempo de descanso para escribir la carta que Pepita está terminando de leer. Se la envió esa misma tarde. Era viernes. Dejó durmiendo a Mateo y bajó a la calle a buscar un sello y un buzón para enviar la carta a Pepita sin sospechar que, al hacerlo, la enviaba a ella a Gobernación. Sin sospechar que poco después de que Pepita la haya leído embelesada, dos hombres llegarán a la puerta de la pensión Atocha mientras ella aprieta la carta contra su pecho. Dos miembros de la Policía Especial del Ministerio de Gobernación harán sonar el timbre, y la patrona lo oirá desde el final del pasillo, cuando se lleve una taza de desayuno a los labios mientras observa con ternura el embeleso de Pepita. Cuando la joven de ojos azulísimos haya terminado la lectura, y apriete la carta contra su pecho, el timbre de la pensión Atocha sonará de forma insistente al tiempo que alguien golpea la puerta.

—¡Ya va! ¡Ya va!

Doña Celia se alarmará al escuchar el estruendo:

—Abre, niña, que me van a tirar la puerta abajo.

Pepita abrirá la puerta.

Dos hombres.

Dirán Buenos días y mostrarán sus placas. Uno preguntará por ella:

—Josefa Rodríguez García?

—Yo misma.

Otro anunciará:

—Policía Especial.

Y querrá saber si ha recibido una carta de Francia. Pepita aún aprieta el sobre contra su pecho, y lo esconde a su espalda.

—Enséñenos esa carta.

No es miedo lo que siente Pepita. No es desesperación. En un instante, asume que su suerte está echada, la suerte negra que le anunció el que se llamaba Paulino. Mira a doña Celia, deja caer los brazos, y muestra la carta.

—Acompáñenos.

 —¡Esperen!

Es doña Celia la que grita Esperen. Ha tirado la taza del desayuno al suelo. Y corre hacia los hombres que se llevan a Pepita tomándola cada uno por un brazo.

—Dejen que vaya a ponerse un abrigo.

Los ojos azulísimos dirigen de nuevo su mirada hacia doña Celia. Los hombres que se la llevan no detienen su marcha.

—Esperen, ¿no ven que va a cuerpo? No puede salir así a la calle, con el frío que hace.

Doña Celia sí siente miedo. Siente desesperación. Y se aferra a la idea de proteger a Pepita. Protegerla, aunque sólo sea del frío. Corre a la habitación de la joven. Busca su abrigo en el armario. Baja las escaleras deprisa. Alcanza a Pepita en la calle. Le abriga la espalda y le acaricia la cabeza.

—Gracias.

Gracias, le dice Pepita, girando el rostro hacia ella.

—Gracias, señora Celia.

Vuelve a mirar hacia adelante, aprieta la carta contra su pecho y siente en los hombros el peso del abrigo de su padre. Camina con paso firme. Camina sabiendo que Paulino está a salvo llamándose Jaime. Y que seguirá estando en Francia, a salvo, aunque ella no resista ni una sola patada.

Doña Celia la ve alejarse entre los hombres que se la llevan. Piensa que esa muchacha es muy frágil, y que ella debe hacer algo. Piensa. Y decide. Irá a pedir ayuda al doctor Ortega. Recurrirá a él. Don Fernando sabrá qué hacer. Y doña Celia se dirige hacia la casa del médico. Comienza a correr. Corre. Corre, y recuerda a su hija Almudena. Sin poder evitarlo, corre pensando en su hija, acordándose de la última vez que la vio. Iba caminando con paso firme, entre dos hombres.

7

La detención de Pepita resultará decisiva para don Fernando, que lleva una semana escogiendo las palabras que le dirá a su padre cuando le comunique que rechaza su oferta de trabajar como médico en la prisión de Ventas. Una semana le dio de plazo su padre para pensarlo.

—Mira, Fernando, tú eres médico, no un contable de tres al cuarto.

Una semana, que acaba de terminar. Pero después de la visita de doña Celia, ya no sirven las palabras que había elegido. Aceptará el cargo. Le dará a su padre esa satisfacción, pero exigirá a cambio que utilice su puesto de asesor médico en el Ministerio de Gobernación para liberar a Pepita.

Acudirá a ver a su padre sin perder un instante. Saldrá a la calle abrigado con su capa española, y su mujer, doña Amparo, lo verá cruzar desde la esquina de la calle Relatores con la de Magdalena, donde espera a que él salga de casa. Siempre acecha en la misma esquina cuando vuelve de la iglesia, sujetándose el velo de encaje con una mano y apretando el misal que lleva en la otra. Vigila, hasta que lo ve salir, y entonces abandona su escondite, sube la calle Relatores y entra en casa. Su marido lo sabe. Supo que se escondía de él una mañana que la vio agazaparse. El acto de ocultarse la delató. Aquella mañana don Fernando tenía una cita con su padre en su consulta privada, en la plaza de Tirso de Molina, de modo que dio una vuelta a la manzana para no descubrir a su esposa. Pero hoy tiene prisa. Hoy Pepita está en Gobernación y él tomará el camino más corto para ir a pedir ayuda a su padre. Caminará a paso ligero hacia la esquina donde espera doña Amparo. Pasará junto a ella sin detenerse. Un leve saludo. Una inclinación de cabeza, a la que doña Amparo responderá del mismo modo. Y seguirá su marcha hacia la plaza. Llegará a la consulta de su padre decidido a exigirle que intervenga para que Pepita salga de Gobernación; para que su padre saque de allí a la joven que estuvo al borde de un síncope cuando le llevó un mensaje de El Chaqueta Negra. Debe sacarla de allí, antes de que sea tarde para ella, y tarde para él. Pepita hablará, lo contará todo. Todo. Y él estará perdido. Ahora debe escoger con mayor razón las palabras que le dirá a su padre. Debe decidir, y apenas hay tiempo para hacerlo, Pepita estará ya en la sala de interrogatorios. El ha de escoger las palabras que le dirá a su padre, para no delatarse a sí mismo. Hablará, don Fernando, midiendo lo que calla. Y dirá lo justo para que su argumento sea poderoso, para que su interés en liberar a su sirvienta no levante sospechas. Ha de correr el riesgo necesario, sólo y nada más que el necesario, y ha de ser rápido. Sin perder un segundo. En apenas un segundo se puede pronunciar un nombre. Ha de convencer a su padre esa misma mañana, en ese mismo instante, para que la fragilidad de Pepita no suponga su propia destrucción.

—¿Recuerdas a Pepita, la muchacha de casa?

—Claro, la que sirvió la mesa en Navidad. Muy guapa.

Don Fernando no tomó asiento. No se quitó la capa española. Tan sólo se descubrió la cabeza y dejó su sombrero sobre la mesa del despacho de su padre.

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