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Pepita hubiera deseado que Paulino la mirara así.

Después de servir el café en el salón del piano, y de ofrecer polvorones, alfajores, turrones y peladillas en una bandeja de plata, sin mirar el brillo de la medalla que luce en la solapa el padre de don Fernando ni el de los pendientes de su madre, se retira a la cocina y guarda el pavo que ha sobrado en una tartera. Y sonreirá, levemente, porque el pavo de sobra se lo ha regalado su señora, y esta misma tarde se lo llevará a Hortensia. Y Hortensia lo compartirá con su «familia», como llama en sus cartas a las presas que están con ella; las que se reparten el hambre y la comida. Tomasa, la extremeña que nunca tiene visitas, Reme, la mujer que tiene tres hijas y un niño tontito, y Elvira, la chiquilla pelirroja a la que visita su abuelo. Sonreirá, levemente, porque su hermana se llevará hoy una sorpresa cuando descubra el pavo en el fondo de la lata. Ha sobrado bastante, suficiente para que engañen el hambre hasta mañana. Sonreirá, porque ella compró el pavo más grande que encontró en la Puerta del Sol, y lo arrastró con una cuerda porque el animal no quería andar y pesaba demasiado para llevarlo en brazos. Era un pavo enorme, sonríe Pepita, y ella sabía que los señores no podrían comérselo entero aunque les ayudaran los padres de don Fernando. Sonríe al recordar cómo tiraba de la cuerda mirando su volumen, calculando la carne que sobraría y pensando que doña Amparo es muy generosa. Sonríe, porque la gente la miraba al pasar, y se paraban para ver el espectáculo de aquella mujer tan menuda intentando dominar aquel bicho tan grande. Ella tiraba de la cuerda y reía pensando en Hortensia, con el corte de tela para su vestido en una mano y arrastrando con la otra el destino del pavo.

32

La actividad de la galería número dos derecha comenzó como siempre temprano. A las siete de la mañana se levantaron las presas. Era el día de Navidad, y era día de visita. Asistieron a misa obligadas, como todos los días de precepto, pero sólo algunas comulgaron. Las demás permanecieron de pie en señal de protesta durante toda la liturgia y escucharon con la cabeza alta las imprecaciones que el cura les dirigió en la homilía:

—Sois escoria, y por eso estáis aquí. Y si no conocéis esa palabra, yo os voy a decir lo que significa escoria. Mierda, significa mierda.

Tomasa, indignada, pidió al salir una asamblea extraordinaria y propuso en ella una huelga de hambre hasta que el cura les pidiera perdón por sus insultos.

—¿Más hambre?

Era Reme, que miró a Hortensia con desesperación en los ojos, como pidiéndole ayuda, como pidiéndole pan.

—Más hambre no, por Dios.

Algunas mujeres apoyaron la idea de la huelga, y Hortensia tomó la palabra:

—Hay que sobrevivir, camaradas. Sólo tenemos esa obligación. Sobrevivir.

—Sobrevivir, sobrevivir, ¿para qué carajo queremos sobrevivir?

—Para contar la historia, Tomasa.

—¿Y la dignidad? ¿Alguien va a contar cómo perdimos la dignidad?

—No hemos perdido la dignidad.

—No, sólo hemos perdido la guerra, ¿verdad? Eso es lo que creéis todas, que hemos perdido la guerra.

—No habremos perdido hasta que estemos muertas, pero no se lo vamos a poner tan fácil. Locuras, las precisas, ni una más. Resistir es vencer.

Cuando las voces se sumaban unas a otras, a favor y en contra de la oportunidad de la huelga de hambre, y la palabra dignidad resonaba más que ninguna sobre la palabra locura, Elvira llegó corriendo al cuarto de las duchas:

—¡Viene La Veneno! ¡Que viene La Veneno!

Las mujeres que tenían toallas se envolvieron el pelo con ellas o se las colgaron al hombro, y las que no las tenían simularon que se secaban las manos con la falda. La reunión había acabado. La Veneno, acompañada de Mercedes, se acercaba a la cancela con un Niño Jesús en los brazos. Mercedes giró la llave y empujó la puerta, dejó pasar a su superiora y entró tras ella en la galería. Volvió a girar la llave, se la colgó a la cintura y se colocó una horquilla que sobresalía en exceso de su moño de plátano.

—¡A formar!

No era hora de recuento. Pero nadie preguntó por qué las obligaban a formar.

Mercedes dio tres palmadas y las presas se pusieron en fila. La hermana María de los Serafines mostró el Niño Jesús coronado de latón dorado, pasó la mano bajo las rodillas regordetas y cruzadas, y ofreció el pie del infante a la primera reclusa:

—El culto religioso forma parte de su reeducación. No han querido comulgar y hoy ha nacido Cristo. Van a darle todas un beso, y la que no se lo dé se queda sin comunicar esta tarde.

Una a una, las presas fueron besando el pie ofrecido. Una a una, inclinaron la cabeza para besar al Niño. La Veneno lo sostenía a la altura de su estómago para obligarlas a una inclinación pronunciada. Después de cada beso, Mercedes secaba el pie de cartón piedra con un pañito de lino almidonado.

—Ahora usted, Tomasa.

Es el turno de Tomasa, que no puede contener su ira. Cuando se le acercó La Veneno, la extremeña le mantuvo la mirada, con la boca apretada de rabia. Después de unos minutos, la monja obligó a Tomasa. Atrajo la cabeza de la reclusa hacia el Niño Jesús. Tomasa agachó la cabeza, acercó los labios al pequeño pie, y en lugar de besarlo, abrió la boca y separó los dientes.

Un crujido resonó en el silencio de la galería.

Un crujido.

Y una boca que se alza sonriendo, con un dedo entre los dientes.

Y un grito:

—¡Bestia comunista!

El grito es de la hermana María de los Serafines. Mercedes acerca su pañito almidonado al pie del Niño Jesús y cubre su amputación como quien cura una herida. La monja vuelve a gritar:

—¡Bestia comunista!

Y propina un golpe seco con el puño cerrado en la boca de Tomasa.

Un vuelo de hábitos, de anchas mangas blancas dirigidas a un rostro que no ha perdido la sonrisa.

La fuerza del puñetazo hace escupir a la sacrílega, y el dedo del Niño Dios vuela con las tocas por los aires. Ha terminado el besa pie. La hermana María de los Serafines ordena la búsqueda del dedo cercenado. Y las reclusas rompen la formación sofocando una carcajada. A Elvira se le escapan dos lágrimas al intentar controlar su sofoco, y Hortensia se lleva las manos al vientre y exclama:

—¡Ay, madre mía! ¡Ay, madre mía de mi vida y de mi corazón!

Para no reír, las reclusas buscan el dedo perdido sin mirarse unas a otras. Para no reír, no miran a Tomasa.

 —¡Aquí está!

Es Reme, que ha encontrado el dedito de Dios y se lo entrega a la monja.

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