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Alekséi Aleksándrovich aseguraba que nunca había tenido tanto trabajo como ese año; pero no se daba cuenta de que él mismo inventaba tareas, de que ése era uno de los medios de que disponía para no abrir el cofre en el que había metido los sentimientos por su mujer y su hijo, así como los pensamientos que le inspiraban, que se iban haciendo tanto más terribles cuanto más tiempo llevaban allí. Si a alguien se le hubiera ocurrido preguntarle lo que opinaba del comportamiento de su mujer, el pacífico y manso Alekséi Aleksándrovich no habría respondido nada y se habría enfadado mucho. Por eso se apreciaba cierto orgullo y severidad en su expresión cuando alguien se interesaba por la salud de su mujer. A fuerza de no pensar en la conducta y los sentimientos de Anna, había conseguido borrar completamente de su cabeza esas preocupaciones.

La residencia veraniega habitual de Alekséi Aleksándrovich estaba en Peterhof, y la condesa Lidia Ivánovna solía pasar allí también los meses estivales, en una casa cercana a la de Anna, con quien tenía un trato continuo. Ese año la condesa Lidia Ivánovna no había querido trasladarse a Peterhof, no había visitado una sola vez a Anna Arkádevna y, en presencia de Alekséi Aleksándrovich, había aludido a la indecorosa intimidad de Anna con Betsy y Vronski. Alekséi Aleksándrovich la había interrumpido con sequedad, afirmando que su mujer estaba por encima de cualquier sospecha, y desde entonces evitó su trato. Empeñado en cerrar los ojos a la realidad, no veía que a su mujer empezaban a hacerle el vacío en determinados ambientes. Decidido a no profundizar en nada, no se paraba a pensar por qué insistía tanto Anna en que se trasladaran a Tsárkoie, donde vivía Betsy, y no lejos del campamento de Vronski. Hacía todo lo posible por olvidar todas esas ideas, y lo cierto es que lo conseguía. No obstante, aunque no se lo confesaba a sí mismo, aunque no tenía prueba ninguna, ni siquiera sospechas, sabía perfectamente que era un marido burlado, y se sentía profundamente desdichado.

Cuántas veces, en el transcurso de esos ocho felices años de vida conyugal, viendo mujeres infieles y maridos engañados, se había dicho: «¿Cómo es posible llegar a esos extremos? ¿Por qué no acaban con esa horrible situación?». Y ahora que esa desgracia había caído sobre su cabeza, en lugar de buscar una salida, no quería saber nada, precisamente porque le parecía algo demasiado horrible, demasiado antinatural.

Desde que había regresado del extranjero, Alekséi Aleksándrovich había acudido dos veces a su residencia de verano. En una de ellas había comido allí, y en la otra había pasado la tarde en compañía de unos invitados, pero no se había quedado a pasar la noche, como solía hacer en años anteriores.

El día en que se celebraban las carreras Alekséi Aleksándrovich estaba ocupadísimo. No obstante, ya desde por la mañana se había trazado un plan de lo que iba a hacer. Decidió comer temprano, para después trasladarse al campo y de allí a las carreras, a las que estaba obligado a asistir, pues iba a estar la corte al completo. Para guardar las formas, había resuelto pasar un día a la semana con su mujer. Además, como estaban a quince de mes, tenía que entregarle el dinero para los gastos, como habían convenido.

Una vez adoptadas todas esas decisiones, con esa capacidad tan suya para dominar los pensamientos, interrumpió el curso de sus reflexiones.

Esa mañana apenas tuvo un minuto libre. El día anterior la condesa Lidia Ivánovna le había enviado el folleto de un célebre viajero que había recorrido las tierras de China y que en ese momento se encontraba en San Petersburgo, y había adjuntado una carta en la que le pedía que lo recibiera, porque era un hombre muy interesante y útil en muchos aspectos. Alekséi Aleksándrovich no había tenido tiempo de leer el folleto por la noche y había dedicado a ese cometido parte de la mañana. Después pasó a ocuparse de los solicitantes, de los informes, de los nombramientos, de las destituciones, de la distribución de recompensas, de los sueldos, de las pensiones, de la correspondencia; en resumidas cuentas, de esas tareas diarias, como las llamaba Alekséi Aleksándrovich, que le ocupaban tanto tiempo. Más tarde tuvo que ocuparse de asuntos personales: recibió al médico y a su administrador. Este último apenas le robó unos instantes. Se limitó a entregarle el dinero que necesitaba y le informó en pocas palabras del estado de sus asuntos, que ese año no iban tan bien como cabría esperar, pues los gastos, por culpa sobre todo de los frecuentes viajes, eran superiores a los ingresos. En cambio, el médico, un eminente facultativo de San Petersburgo, con el que le unían relaciones de amistad, le entretuvo mucho rato. Alekséi Aleksándrovich, que no lo esperaba, se sorprendió de su visita y aún más de las detalladas preguntas que le hizo sobre su estado de salud, de la atención con que lo auscultó, le dio unos golpecitos y le palpó el hígado. Alekséi Aleksándrovich no sabía que su amiga, Lidia Ivánovna, al darse cuenta de lo mucho que se había resentido su salud ese año, le había pedido al médico que pasara a verlo y lo reconociera.

—Hágalo por mí —le había dicho la condesa Lidia Ivánovna.

—Lo haré por Rusia, condesa —había respondido el médico.

—¡Es un hombre inapreciable! —había asegurado Lidia Ivánovna.

El médico se quedó muy descontento del estado de su paciente: tenía el hígado bastante hinchado, estaba desnutrido y la cura de aguas no había surtido ningún efecto. Le prescribió que hiciera más ejercicio, que no sobrecargara la cabeza de trabajo y, sobre todo, que evitara los disgustos; en resumidas cuentas, unas exigencias tan imposibles para Alekséi Aleksándrovich como dejar de respirar. A continuación, se marchó, dejándolo con la desagradable impresión de que no estaba bien de salud y de que no se podía hacer nada para remediarlo.

Al salir, el médico se tropezó en la escalera con Sliudin, secretario particular de Alekséi Aleksándrovich, al que conocía bien. Habían sido compañeros en la universidad y, aunque se veían de tarde en tarde, se respetaban y eran buenos amigos. En suma, a nadie mejor que a Sliudin podía hablarle con sinceridad del estado de salud de su paciente.

—Cuánto me alegro de que lo haya reconocido —dijo Sliudin—. No se encuentra bien, y me parece... ¿Cómo lo ha encontrado?

—Pues verá usted —dijo el médico, al tiempo que hacía un gesto a su cochero por encima de la cabeza de Sliudin para que se acercara—. Mire —añadió, cogiendo con sus blancas manos un dedo de sus guantes de cabritilla y estirándolo—. Es muy difícil romper una cuerda cuando no está tensa. Pero, si la estira, basta la presión de un dedo para quebrarla. Y Alekséi Aleksándrovich, con su constancia y su dedicación al trabajo, ha tensado la cuerda hasta no poder más; además hay una presión exterior, y bastante violenta —concluyó enarcando las cejas con aire significativo—. ¿Va a ir usted a las carreras? —preguntó, mientras se acercaba al coche—. Sí, sí, ya sé que perdería mucho tiempo —contestó el médico a algún comentario de Sliudin que no había oído bien.

Después del médico, que le había entretenido tanto, apareció el célebre viajero, y Alekséi Aleksándrovich, valiéndose del folleto que acababa de leer y de sus conocimientos previos sobre la materia, le sorprendió por su amplitud de miras y la riqueza de sus informaciones.

Al mismo tiempo le anunciaron la visita de un mariscal de la nobleza de una provincia, que se encontraba en San Petersburgo y tenía necesidad de hablar con él. Después de su marcha, Alekséi Aleksándrovich pasó a abordar con su secretario las cuestiones del día que aún le quedaban por tratar, y, a continuación, fue a visitar a un personaje encumbrado para discutir un asunto de gran importancia y trascendencia. No regresó hasta las cinco de la tarde, hora a la que solía comer. Comió con su secretario, a quien invitó a su quinta veraniega y a las carreras.

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