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Pero a medida que avanzaba, adelantando coches que llegaban de San Petersburgo y de los alrededores, se iba imbuyendo más y más del ambiente de la competición, de la emoción de la inminente carrera.

En su casa no encontró a nadie: todos se habían ido ya al hipódromo. Un criado le esperaba en la entrada. Mientras le ayudaba a cambiarse de ropa, le informó de que ya había empezado la segunda carrera, de que habían venido muchos señores preguntando por él y de que el muchacho de las caballerizas se había presentado dos veces.

Vronski se vistió sin prisas (nunca se apresuraba ni perdía la compostura) y ordenó que lo llevaran a las barracas. Desde allí se divisaba un mar de carruajes, transeúntes y soldados alrededor del hipódromo, así como las tribunas abarrotadas de espectadores. Probablemente se estaba celebrando la segunda carrera, porque en el momento en que entró en la barraca oyó la campana. Al acercarse al establo, se encontró con Gladiator, el alazán de patas blancas de Majotin, cubierto de una gualdrapa naranja festoneada de azul, con unas orejas que parecían enormes, engalanadas también de azul. Lo estaban sacando a la pista.

—¿Dónde está Cord? —le preguntó al palafrenero.

—En el establo, ensillando.

En el cubículo abierto Fru Fru ya estaba ensillada. Se disponían a sacarla.

—¿No llego tarde?

All right! All right! Todo va bien. Todo va bien —dijo el inglés—. No se preocupe.

Después de contemplar las elegantes y bellas formas de su yegua, que temblaba de pies a cabeza, Vronski se apartó con esfuerzo y salió de la barraca. Era un momento propicio para acercarse a las tribunas sin que nadie le prestase atención. La carrera de dos verstas estaba a punto de terminar, y todos los ojos estaban fijos en el oficial de la guardia que iba en cabeza y en el húsar que le seguía: los dos aguijaban a sus caballos con sus últimas fuerzas y estaban a punto de alcanzar la meta. La gente afluía de todas partes hacia ese punto. Un grupo de oficiales y de soldados de la guardia saludaban con alegres gritos el inminente triunfo de su compañero. Vronski, sin que nadie lo viera, se mezcló con esa muchedumbre casi en el preciso instante en que la campana anunciaba el final de la carrera, y el ganador, un muchacho alto, salpicado de barro, se inclinaba sobre la silla y aflojaba las riendas de su potro gris, que tenía la respiración jadeante y la piel oscurecida por el sudor.

El potro, estirando con dificultad las patas, ralentizó la veloz marcha de su enorme cuerpo, y el oficial de la guardia, como si acabara de despertar de un sueño profundo, miró a su alrededor y sonrió con esfuerzo. Le rodeaba una multitud de amigos y extraños.

Vronski evitaba deliberadamente ese público selecto que paseaba con discreción y desenvoltura, intercambiando impresiones, por delante de las tribunas. Había reconocido a Anna, a Betsy y a la mujer de su hermano; pero, temiendo que le distrajeran, prefirió no acercarse. No obstante, a cada paso lo detenía algún conocido para contarle detalles de las carreras ya celebradas y preguntarle por qué había llegado tan tarde.

En el momento en que llamaban a los participantes a la tribuna de honor para la distribución de los premios y todo el mundo se dirigía a ese lugar, vio cómo se acercaba su hermano mayor, Aleksandr, un coronel con cordones, de mediana estatura, tan corpulento como él, pero más apuesto y rubicundo, con su nariz roja y su rostro franco y colorado de borracho.

—¿Recibiste mi nota? —preguntó—. No hay manera de encontrarte en casa.

A pesar de que llevaba una vida disipada y, sobre todo, de que bebía como una cuba, algo que sabía todo el mundo, era un perfecto cortesano.

Al hablar ahora con su hermano de un asunto que le resultaba muy desagradable, se mostraba sonriente, como si estuviera bromeando, pues sabía que muchas miradas podían estar observándolo.

—Sí, y la verdad es que no entiendo por qué te preocupas —respondió Alekséi.

—Pues porque acaban de comentarme que hace un momento no estabas aquí y que el lunes te vieron en Peterhof.

—Hay asuntos que sólo incumben a los propios interesados, y el que tanto te preocupa es precisamente de ese tipo...

—Pues entonces deja el ejército, no...

—Te ruego que no te metas donde no te llaman. Es lo único que te pido.

El rostro ceñudo de Alekséi Vronski palideció, y un estremecimiento recorrió su prominente mandíbula inferior, algo que le sucedía en contadas ocasiones. Como era un hombre de buen corazón, se enojaba rara vez, pero cuando perdía los nervios y le sobrevenía ese temblor, se volvía temible. Su hermano, que no lo ignoraba, creyó conveniente dirigirle una sonrisa jovial.

—Sólo quería entregarte la carta de mamá. Contéstala y no te alteres antes de la carrera. Bonne chance 31—añadió, sonriendo, y se alejó.

Acto seguido, alguien saludó amistosamente a Vronski y le detuvo.

—¿Es que ya no reconoces a los amigos? ¡Hola, mon cher! —exclamó Stepán Arkádevich, el rostro rubicundo, las patillas lustrosas y bien arregladas, no menos desenvuelto en medio de la elegante sociedad petersburguesa que en Moscú—. Llegué ayer y me alegro mucho de poder asistir a tu triunfo. ¿Cuándo nos vemos?

—Pásate mañana por el comedor del cuartel —dijo Vronski y, apretándole la manga del abrigo, en señal de disculpa, se dirigió al centro del hipódromo, adonde ya estaban conduciendo a los caballos que iban a participar en la gran carrera de obstáculos.

Los palafreneros se llevaban a los caballos sudorosos y agotados que habían corrido en la prueba anterior, mientras los de la siguiente, en su mayoría purasangres ingleses, semejantes a enormes aves fantásticas, con sus caperuzas y sus vientres ceñidos, aparecían uno detrás de otro, frescos y descansados. Por la derecha iba Fru Fru, hermosa y ligera, pisando con sus flexibles y larguísimas cuartillas, que parecían tener muelles. No lejos de allí le quitaban la gualdrapa al orejudo Gladiator. Las formas soberbias, robustas y perfectamente regulares del potro, con su magnífica grupa y sus cuartillas extraordinariamente cortas, justo por encima de los cascos, acapararon por un instante, aun a su pesar, la atención de Vronski. Se disponía ya a acercarse a su yegua, pero una vez más un conocido se interpuso en su camino.

—¡Ah, por ahí viene Karenin! —le dijo—. Está buscando a su mujer, que está en el centro de la tribuna. ¿No la ha visto usted?

—No, no la he visto —respondió Vronski y, sin volver siquiera la cabeza al lugar donde le señalaban, se acercó a Fru Fru.

No le había dado tiempo a examinar la silla, sobre la que tenía que dar algunas indicaciones, cuando llamaron a los jinetes a la tribuna para proceder al sorteo de los números y los lugares. Diecisiete oficiales, con rostros graves y serios, muchos de ellos pálidos, se aproximaron a la tribuna y sacaron una papeleta. A Vronski le correspondió el número siete.

De pronto resonó la orden:

—¡A caballo!

Consciente de que tanto él como los demás jinetes constituían el centro en el que convergían todas las miradas, Vronski se acercó a su yegua en un estado de gran tensión, que normalmente le hacía moverse con mayor tranquilidad y parsimonia. En honor a la solemnidad de la ocasión, Cord se había puesto su traje de gala: levita negra abotonada hasta arriba, cuello duro, muy almidonado, que le levantaba las mejillas, sombrero redondo de color negro y botas de montar. Con su acostumbrado aire de suficiencia y serenidad, sostenía la yegua por las riendas. Fru Fru seguía temblando como si tuviera fiebre. Sus ojos, llenos de fuego, miraron de soslayo a Vronski, que metió un dedo por debajo de la cincha. La yegua torció aún más la mirada, enseñó los dientes y agachó las orejas. El inglés frunció los labios y esbozó una sonrisa: cómo era posible que se dudara de su habilidad para ensillar un caballo.

—Monte, así se sentirá menos agitado.

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