En efecto, el muchacho no sabía cómo interpretar esa relación y, por más que lo intentaba, no lograba determinar qué clase de sentimientos tenía que albergar por ese hombre. Con esa fina intuición de los niños, había adivinado que ni su padre, ni su institutriz ni su niñera le profesaban afecto, que lo miraban con repulsión y temor, aunque nunca hablaban de él, y que su madre, en cambio, lo trataba como a un amigo íntimo.
«¿Qué significa esto? ¿Quién es? ¿Tengo que mostrarme afectuoso? A nadie puedo echar la culpa de mi incomprensión. Debo de ser un niño malo o estúpido», pensaba. De ahí esa expresión titubeante, inquisitiva e incluso hostil, así como esa timidez y esos cambios de humor que tanto desconcertaban a Vronski. La presencia del niño despertaba siempre en él esa extraña e infundada repulsión que experimentaba en los últimos tiempos. Al verlo, Anna y Vronski se sentían como marineros que, a pesar de saber que han perdido el rumbo (la manecilla de la brújula no deja lugar a las dudas) y que cada minuto que pasa se alejan más de la ruta verdadera, se muestran incapaces de detener la embarcación, conscientes de que asumir el error equivaldría a reconocer que están perdidos.
Ese niño, con su ingenua visión de la vida, era como una brújula que les marcaba cuánto se habían apartado de una norma moral que conocían, pero a la que no querían someterse.
Esta vez Seriozha no estaba en casa. Anna se hallaba completamente sola, sentada en la terraza, esperando el regreso de su hijo, que había salido de paseo, y al que había sorprendido la lluvia. Había enviado en su busca a un criado y a una doncella. Con su vestido blanco, de anchos bordados, se había instalado en un rincón, detrás de las flores, y no había oído a Vronski. Inclinaba la cabeza de cabellos negros y rizados, apoyando la frente en una regadera fría que había en la balaustrada, y la sujetaba con las delicadas manos, adornadas de esas sortijas que él conocía tan bien. La belleza de toda su figura, de la cabeza, del cuello y de los brazos, le sorprendía cada vez que la veía, como si fuera algo inesperado. Se detuvo y se quedó mirándola embelesado. Pero, cuando se disponía a dar un paso hacia ella, Anna sintió instintivamente su presencia, apartó la regadera y volvió hacia él su rostro arrebolado.
—¿Qué le pasa? ¿No estará usted enferma? —dijo Vronski en francés, al tiempo que se aproximaba. Le habría gustado correr, pero, temiendo que alguien pudiera verlos, se volvió hacia la puerta de la terraza y se ruborizó, como siempre que tenía que andarse con precauciones y disimulos.
—No, estoy bien —respondió Anna, levantándose y apretando con fuerza la mano que Vronski le tendía—. No te esperaba...
—¡Dios mío! ¡Qué manos tan frías! —exclamó él.
—Me has asustado —dijo ella—. Estoy sola, esperando a Seriozha, que ha ido a dar un paseo. Vendrán por aquí.
A pesar de que procuraba mostrarse tranquila, sus labios temblaban.
—Perdone que haya venido, pero no podía pasar un día más sin verla —prosiguió en francés, como hacía siempre, para evitar tanto el «usted» ruso, terriblemente frío, como el peligro del tuteo informal.
—No tengo que perdonarle nada. Me alegro mucho de verle.
—Está usted enferma o apenada —continuó Vronski, inclinándose hacia ella sin soltarle la mano—. ¿En qué estaba pensando?
—En lo mismo de siempre —respondió ella con una sonrisa.
Y decía la verdad. Si alguien le hubiera preguntado en cualquier momento del día en qué estaba pensando, habría respondido con la mayor sinceridad que en una sola cosa: en su felicidad y en su desdicha. En el momento en que apareció Vronski estaba dándole vueltas en la cabera a la siguiente cuestión: ¿por qué algunas personas, Betsy, por ejemplo, cuyas relaciones con Tushkévich Anna era una de las pocas personas en conocer, se tomaban tan a la ligera lo que a ella le hacía sufrir tanto? Por alguna razón, esa idea la atormentaba de manera especial ese día. Anna le preguntó por las carreras. Tratando de distraerla, pues la notaba agitada, Vronski se puso a contarle con la mayor naturalidad que pudo todos los detalles de los preparativos.
«¿Se lo digo o me callo? —pensaba Anna, mirando sus ojos serenos y acariciadores—. Se le ve tan feliz y tan entusiasmado con esa carrera que difícilmente entenderá la importancia que este acontecimiento tiene pata nosotros.»
—Pero todavía no me ha dicho en qué estaba usted pensando cuando he entrado —dijo Vronski, interrumpiendo su relato—. ¡Dígamelo, se lo suplico!
Anna no le respondió. Con la cabeza un tanto ladeada, le miró de soslayo con aire inquisitivo, los ojos brillantes bajo las largas pestañas. Su mano, que jugaba con una hoja arrancada poco antes, temblaba. Vronski se dio cuenta, y su rostro expresó esa mansedumbre, esa sumisión infantil que tanto la conmovía.
—Veo que ha sucedido algo. ¿Acaso puedo estar tranquilo un instante sabiendo que tiene usted una pena que no comparte conmigo? ¡Dígamelo, por el amor de Dios! —repitió con voz suplicante.
«No, si no concediera a este acontecimiento la importancia debida, no se lo perdonaría nunca. Más vale que me calle. ¿Para qué ponerlo a prueba?», pensaba Anna, mientras lo miraba y advertía que la mano que sujetaba la hoja cada vez le temblaba más.
—¡Por el amor de Dios! —repitió él, cogiéndosela.
—¿De verdad quiere que se lo diga?
—Sí, sí, sí...
—Estoy embarazada —susurró Anna lentamente.
La hoja que tenía entre los dedos tembló aún más, pero Anna no apartaba los ojos de Vronski: quería saber cómo se tomaba la noticia. Él palideció, trató de decir algo, pero se detuvo en medio de la frase, soltó la mano de Anna y agachó la cabeza. «Sí, ha comprendido la gravedad del caso», pensó Anna, y le apretó la mano con gratitud.
Pero se equivocaba al creer que Vronski concedía a esa noticia el mismo significado que ella, como mujer, le atribuía. Su primera reacción había sido un acceso, diez veces más fuerte de lo habitual, de esa extraña sensación de repugnancia; pero en seguida comprendió que por fin había llegado esa crisis que tanto deseaba, que no podrían seguir ocultándole su relación al marido de Anna, que se hacía inevitable acabar cuanto antes, de una u otra manera, con esa situación tan poco natural. Además, la agitación de Anna se lo comunicó. La miró con ojos tiernos y sumisos, le besó la mano, se levantó y se puso a dar vueltas en silencio por la terraza.
—Sí —dijo con decisión, acercándose a ella—. Ni usted ni yo hemos considerado estas relaciones como un juego. Y ahora nuestra suerte está echada. Es imprescindible acabar con esta mentira en que se ha convertido nuestra vida —añadió, mirando a su alrededor.
—¿Acabar? ¿Y cómo vamos a hacerlo, Alekséi? —preguntó ella en voz baja.
Ya estaba más tranquila, y en su rostro resplandecía una sonrisa delicada.
—Dejando a tu marido y uniendo tu destino al mío.
—Ya están unidos sin necesidad de dar ese paso —replicó Anna con voz apenas audible.
—Sí, pero del todo, del todo.
—Pero ¿cómo, Alekséi? Dime cómo —insistió ella con cierta ironía y tristeza, pensando una vez más en lo desesperado de su situación—. ¿Acaso disponemos de alguna salida? ¿Es que no soy la mujer de mi marido?
—Todas las situaciones tienen alguna salida. Hay que decidirse —dijo Vronski—. Cualquier cosa es preferible a la vida que llevas. Me doy cuenta de que sufres por todo: por la gente, por tu hijo, por tu marido.
—¡Ah, por mi marido no! —replicó ella con una franca sonrisa—. No pienso en él. Para mí ha dejado de existir.
—No eres sincera. Te conozco y sé que también sufres por él.
—Mi marido no sabe nada —dijo Anna, y de pronto un intenso rubor cubrió su rostro: las mejillas, la frente y el cuello enrojecieron, y a sus ojos asomaron unas lágrimas de vergüenza—. Pero no hablemos más de él.
XXIII