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Por un instante Anna inclinó la cabeza, y esa chispa burlona desapareció de sus ojos; pero las palabras «te quiero» volvieron a soliviantarla. «¿Que me quiere? —se dijo—. ¿Es que puede querer a alguien? Si no hubiera oído hablar del amor, jamás habría dicho esa palabra. Ni siquiera sabe lo que es.»

—De verdad que no te entiendo, Alekséi Aleksándrovich —dijo—. Explícame lo que encuentras...

—Espera, déjame terminar. Te quiero. Pero no estoy hablando de mí. En este caso las personas más importantes sois tú misma y nuestro hijo. Te lo repito: puede que mis palabras te parezcan completamente innecesarias e inoportunas; puede que me las haya dictado una interpretación errónea de los hechos. En tal caso, te pido que me perdones. Pero, si reconoces que tienen un mínimo fundamento, te ruego que reflexiones, y, si tu corazón te lo pide, que me digas...

Alekséi Aleksándrovich, sin darse cuenta él mismo, estaba diciendo algo completamente distinto de lo que había preparado.

—No tengo nada que decirte. Además... —exclamó de repente, reprimiendo a duras penas una sonrisa—, es hora de irse a la cama.

Alekséi Aleksándrovich suspiró y, sin añadir nada más, se dirigió al dormitorio.

Cuando Anna entró, su marido ya se había acostado. Tenía los labios muy apretados y sus ojos no la miraban. Anna se echó en su cama, esperando a cada momento que él volviera a hablarle. Temía y al mismo tiempo deseaba que la conversación se prolongase. Pero Alekséi Aleksándrovich callaba. Anna aguardó un buen rato, sin moverse, y acabó olvidándose de él. Pensaba en otro hombre y lo veía, con el corazón embargado de emoción y una alegría culpable. De repente oyó un ronquido regular y tranquilo. En un primer momento Alekséi Aleksándrovich se interrumpió, como asustado del ruido que estaba haciendo; pero, tras respirar dos veces con normalidad, volvió a roncar como antes.

—Es tarde, tarde —murmuró Anna con una sonrisa. Estuvo un buen rato sin moverse, con los ojos abiertos, cuyo resplandor creía percibir en la oscuridad.

 

X

A partir de esa noche empezó una vida nueva para Alekséi Aleksándrovich y su mujer. En apariencia, no había pasado nada. Anna seguía frecuentando la buena sociedad, sobre todo la casa de la princesa Betsy, y en todas partes se encontraba con Vronski. Alekséi Aleksándrovich se daba cuenta, pero era incapaz de hacer nada. A todos sus intentos de favorecer una explicación, Anna oponía una irónica perplejidad, que actuaba como una suerte de muralla infranqueable. De puertas afuera las cosas seguían igual, pero su relación había cambiado por completo. Alekséi Aleksándrovich, tan enérgico a la hora de tratar asuntos de Estado, se sentía impotente en este caso. Como un buey, agachó la cabeza, esperando con resignación el golpe final. Cada vez que se ponía a pensar en esa cuestión, se decía que debía hacer un nuevo intento de salvarla, de hacerla entra! en razón, recurriendo para ello a la bondad, la ternura y la persuasión, y cada día se proponía hablar con ella. Pero, en cuanto abría la boca, el espíritu del mal y de la mentira que se había apoderado de Anna se enseñoreaba también de él, y decía cosas muy distintas de las que había preparado, y además en un tono inesperado. Por más que lo intentaba, no podía renunciar a esa entonación burlona tan característica, con la que parecía reírse de sus propias palabras. Y así no había manera de expresarlo que quería.

 

XI

Lo que durante casi un año entero había constituido para Vronski el único fin de su vida, sustituyendo a todos los deseos anteriores, y para Anna un sueño terrible, imposible y a la vez maravilloso, acabó haciéndose realidad Pálido, la mandíbula inferior temblorosa, Vronski se inclinaba sobre ella y le suplicaba que se tranquilizara, sin saber muy bien qué decirle.

—¡Anna! ¡Anna! —decía con voz trémula—. ¡Anna, por el amor de Dios...! Pero, cuanto más elevaba la voz, más bajaba ella la cabeza, antaño tan altiva y alegre, ahora cubierta de oprobio. Toda encorvada, se iba deslizando poco a poco del sofá en el que estaba sentada, y habría acabado cayendo sobre la alfombra si Vronski no la hubiera sostenido.

—¡Dios mío! ¡Perdóname! —decía ella entre sollozos, y apretaba la mano de Vronski contra su pecho.

Se sentía tan culpable y criminal que lo único que le quedaba era humillarse y pedirle perdón. Ya no tenía en el mundo a nadie más, por eso imploraba su gracia. Al mirar a Vronski, su humillación se le hacía tan evidente que no se le ocurría decir otra cosa. En cuanto a él, parecía un asesino al pie de su víctima. Ese cuerpo al que había arrebatado la vida era su amor, la primera etapa de su amor. No podía pensar sin amargura y repugnancia en lo que acababa de comprar al precio de esa espantosa vergüenza. La conciencia de su desnudez espiritual abrumaba a Anna y se comunicaba a Vronski. No obstante, por grande que fuera el horror del asesino delante del cadáver, tenía que descuartizarlo, ocultarlo, beneficiarse del crimen cometido.

Entonces, igual que el asesino se abalanza sobre el cadáver con animosidad, casi con pasión, lo arrastra y lo despedaza, Vronski cubría de besos el rostro y los hombros de Anna. Ella le cogía las manos y no se movía. Sí, lesos besos era lo que había comprado al precio de su vergüenza. Y también lesa mano que le pertenecería para siempre, la mano de su cómplice. La levantó y la besó. Vronski se puso de rodillas y quiso verle la cara, pero ella la ocultó y no dijo nada. Por último, como haciendo un esfuerzo por dominarse, se puso en pie y lo apartó. Su rostro inspiraba tanta más compasión cuanto que no había perdido ni un ápice de su belleza.

—Todo ha terminado —dijo—. Tú eres lo único que tengo. Recuérdalo.

—No puedo olvidar lo que constituye el único objeto de mi vida. Por un instante de esta felicidad...

—¡Menuda felicidad! —exclamó Anna con horror y repugnancia, comunicándole involuntariamente su espanto—. ¡Por el amor de Dios, no digas nada! ¡Ni una palabra más! —se levantó bruscamente y se apartó de Vronski—. Ni una palabra más —repitió y, con una expresión de fría desesperación que a él se le antojó extraña, se despidió.

Tenía la impresión de que en esos momentos no era capaz de expresar con palabras el sentimiento de vergüenza, alegría y horror que la embargaba al iniciar esa nueva vida y, antes de pronunciar palabras triviales e imprecisas, prefería guardar silencio. Pero tampoco al día siguiente ni al otro encontró palabras para expresar la complejidad de sus sentimientos; ni siquiera sus pensamientos reflejaban las impresiones de su alma.

Se decía: «No, ahora no puedo pensar en eso; más tarde, cuando esté más tranquila». Pero esa serenidad de espíritu no llegaba nunca. Cada vez que recordaba lo que había sucedido y pensaba en lo que sería de ella y en lo que debía hacer, se desesperaba y rechazaba esas ideas.

—Más tarde, más tarde —decía—. Cuando esté más tranquila.

Pero en sueños, cuando perdía cualquier dominio sobre el curso de sus reflexiones, su situación se le aparecía en toda su descarnada desnudez. Casi todas las noches soñaba lo mismo: los dos eran sus maridos y le prodigaban sus caricias. Alekséi Aleksándrovich lloraba, le besaba las manos y decía: «¡Qué felices somos ahora!». Alekséi Vronski también estaba allí y también era su marido. Y Anna, sorprendida de que antes esa situación le hubiera parecido imposible, les explicaba, riendo, que todo era ahora mucho más sencillo, que ahora tanto uno como otro estarían contentos y satisfechos. Pero ese sueño la angustiaba como una pesadilla, y se despertaba horrorizada.

 

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