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—¡Ah, sí! —exclamó Anna, con una radiante sonrisa de felicidad, sin entender una sola palabra de lo que Betsy acababa de decir. A continuación se acercó a la mesa grande y tomó parte en la conversación general.

Al cabo de media hora, Alekséi Aleksándrovich se acercó a su mujer y le propuso que volvieran juntos a casa, pero ella, sin mirarle, le respondió que iba a quedarse a cenar. Alekséi Aleksándrovich se despidió y se marchó.

El viejo y grueso cochero tártaro de Anna Karénina, con un lustroso chaquetón de cuero, sujetaba a duras penas el caballo gris de la izquierda, aterido de frío, que se encabritaba. Un lacayo sostenía la portezuela del carruaje, mientras el portero seguía plantado en la entrada de la casa Anna Arkádevna, con su mano menuda y ágil, trataba de liberar los encajes de la manga, que se habían enganchado en un broche de su abrigo, y, con la cabeza inclinada, escuchaba entusiasmada las palabras de Vronski, que le había acompañado.

—Usted no me ha prometido nada. Supongamos que yo tampoco le haya pedido nada —decía—, pero usted sabe que no es amistad lo que necesito. Toda la felicidad de mi vida depende de esa palabra que tan poco le gusta a usted... Sí, del amor...

—El amor... —repitió Anna con voz lenta, como dirigiéndose a sí misma, y de pronto, en el momento que desprendía el encaje, añadió—: Si no me gusta esa palabra es porque significa demasiado para mí, mucho más de lo que usted pueda imaginar. —Y le miró de frente—. ¡Adiós!

Le tendió la mano, pasó con pasos rápidos y decididos frente al porte ro y desapareció en el interior del coche.

Esa mirada y ese apretón de manos enardecieron a Vronski. Se besó la palma en el lugar que Anna había posado sus dedos y a continuación se fue a casa lleno de felicidad, convencido de que en esa velada había avanzado más en su propósito que en los últimos dos meses.

 

VIII

A Alekséi Aleksándrovich no le pareció extraño o impropio que su mujer charlara animadamente con Vronski en una mesa aparte, pero cuando se dio cuenta de que los demás invitados lo juzgaban inusitado e inconveniente, también se lo pareció a él. En suma, decidió que debía hablar con su mujer.

Al volver a casa, entró en su despacho, como tenía por costumbre, se sentó en un sillón, abrió un libro sobre el papado por la página marcada por la plegadera y se quedó leyendo hasta la una, igual que cualquier otra velada. De vez en cuando se pasaba la mano por la alta frente y sacudía la cabeza como queriendo expulsar un pensamiento inoportuno. A la hora habitual se levantó y se preparó para irse a la cama. Anna Arkádevna aún no había regresado. Subió a su habitación con el libro debajo del brazo, pero, en lugar de entregarse a consideraciones y reflexiones sobre asuntos de trabajo, no dejaba de pensar en su mujer y en aquel desagradable incidente. En vez de tumbarse en la cama, como solía hacer, se puso a pasear arriba y abajo por la habitación, con las manos a la espalda. No podía acostarse sin antes haber reflexionado detenidamente sobre aquella situación nueva.

Cuando decidió que debía hablar con su mujer, le había parecido sencillo y fácil. Pero ahora, al analizar la cuestión, lo encontraba complicado y difícil.

Alekséi Aleksándrovich no era un hombre celoso. En su opinión, los celos constituían una ofensa para la esposa, en quien había que tener confianza. Jamás se había preguntado en qué se basaba esa confianza, porque tenía la plena seguridad de que su mujer lo amaría siempre. Pero lo cierto es que no albergaba dudas, creía en su fidelidad y estaba seguro de que así debía ser. Y he aquí que de pronto, a pesar de estar convencido de que los celos eran un sentimiento vergonzoso y de que no debía renunciar a lesa confianza, se daba cuenta de que se enfrentaba a una situación ilógica y absurda, y no sabía qué hacer. Alekséi Aleksándrovich se hallaba cara a cara con la vida, ante la posibilidad de que su esposa se hubiera enamorado de otro hombre, y eso le parecía incomprensible y desatinado porque era la vida misma. Ocupado siempre de sus obligaciones profesionales, sólo le había llegado un reflejo de la vida. Y cada vez que se topaba con la vida de verdad, se echaba a un lado. Las sensaciones que le embargaban ahora se asemejaban a las de un hombre que está atravesando tranquilamente un precipicio por un puente y de pronto advierte que el puente se desmorona y que bajo sus pies se abre el abismo. Ese abismo era la vida real, y el puente la vida artificial que había llevado Alekséi Aleksándrovich.

Por primera vez se puso a pensar en la posibilidad de que su mujer se hubiera enamorado de otro hombre y se sintió horrorizado.

Sin desvestirse, se paseaba ahora arriba y abajo por el sonoro parqué del comedor, iluminado por una sola lámpara, por la alfombra del salón oscuro, donde la luz sólo se reflejaba en un retrato suyo de gran tamaño, recién terminado, que colgaba por encima del sofá, y por el despacho de Anna, con dos bujías encendidas, que iluminaban los retratos de sus familiares y amigas, y unos cuantos cachivaches sobre su escritorio que ya se le habían vuelto familiares. Después de atravesar esa habitación, llegaba a la puerta del dormitorio y volvía sobre sus pasos.

Entre tantas idas y venidas, a veces hacía un alto, sobre todo al pasar por el comedor iluminado, y se decía: «Sí, es necesario tomar una decisión y acabar con esto de una vez. Tengo que exponerle mi punto de vista y la resolución que he adoptado. —Y proseguía su paseo—. Pero ¿qué le voy a decir? ¿Acaso he decidido algo? —prosiguió al llegar al salón, sin encontrar una respuesta—. Y a fin de cuentas, ¿qué ha sucedido? —se preguntó al dar la vuelta en el despacho—. Nada. Ha estado un buen rato hablando con él. ¿Y qué? Las mujeres hablan a menudo con hombres en sociedad. Por lo demás, si me dejo ganar por los celos, la humillaré a ella y me humillaré a mí mismo —se dijo al entrar en el despacho de Anna; pero ese razonamiento, que tanto peso tenía antes, le pareció ahora muy poco sólido e insustancial. En la puerta del dormitorio se dio de nuevo la vuelta y, nada más poner el pie en el salón oscuro, una voz interior le murmuró que estaba equivocado y que, si los demás habían notado algo, es que algo había. Y al llegar al comedor, volvió a decirse—: Sí, es necesario tomar una decisión, acabar con esto de una vez, exponerle mi punto de vista... —Y ya en el salón, antes de girar, se preguntó—: Pero ¿qué decisión? ¿Es que ha sucedido algo?». Se respondió que no había pasado nada y volvió a repetirse que los celos constituían una humillación para la mujer, pero, al entrar de nuevo en el salón, estaba convencido de que había sucedido algo. Sus pensamientos, como su cuerpo, describían un círculo perfecto, sin llegar a nada nuevo. Cuando se dio cuenta, se pasó la mano por la frente y se sentó en el despacho de Anna.

Al posar la vista en el escritorio, con su carpeta de malaquita y un billete a medio escribir, sus reflexiones tomaron un curso distinto. Se puso a pensar en ella, se preguntó qué ideas y sentimientos podía albergar. Por primera vez se imaginó vivamente su vida personal, sus pensamientos y sus deseos, y la posibilidad de que también ella tuviera una existencia propia le pareció tan terrible que se apresuró a desecharla. Era ese abismo que tanto le espantaba contemplar. Alekséi Aleksándrovich no estaba habituado a sopesar los pensamientos y sentimientos de un alma ajena, y lo consideraba un acto perjudicial, una fantasía peligrosa. «Y lo más terrible de todo —se decía— es que esta inquietud insensata se apodera de mí en el preciso instante en que estaba a punto de acabar mi labor —se refería al proyecto en el que estaba trabajando—, cuando más necesito disfrutar de serenidad y disponer de todas las fuerzas de mi espíritu. Pero ¿qué puedo hacer? No soy de esos hombres que sucumben a las inquietudes y las preocupaciones sin tener el valor de enfrentarse a ellas.»

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