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Vronski se marchó al Teatro Francés, donde, en efecto, tenía que ver al comandante de su regimiento, que no se perdía una sola función, para hablar con él de su labor de mediación, que desde hacía ya tres días le ocupaba y le divertía. En aquel asunto estaban implicados Petritski, a quien profesaba un gran afecto, y otro excelente camarada, el joven príncipe Kédrov, un buen muchacho, que acababa de ingresar en el regimiento. Pero lo más importante era que estaba en juego el honor del regimiento.

Los dos pertenecían a la compañía de Vronski. Un funcionario, el consejero titular Venden, había ido a ver al comandante del regimiento para presentar una queja contra los oficiales que habían ofendido a su mujer. Según el testimonio de Venden, su joven esposa, que estaba embarazada —llevaban seis meses casados—, se hallaba en la iglesia con su madre cuando de pronto se sintió indispuesta. Incapaz de seguir de pie, volvió a casa en el primer coche de alquiler que acertó a pasar por allí. Entonces empezaron a perseguirla unos oficiales, ella se asustó y, sintiéndose aún peor, subió corriendo las escaleras de la casa. El propio Venden, que ya había vuelto de su despacho, oyó el timbre y unas voces desconocidas. Salió entonces al recibidor y, al ver a dos oficiales borrachos con una carta en la mano, los echó. Ahora pedía que les impusieran un severo castigo.

—Puede decir usted lo que quiera —declaró a Vronski el comandante del regimiento, después de invitarlo a pasar—, pero Petritski se está volviendo imposible. No pasa una semana sin que se meta en algún lío. Ese funcionario no dejará las cosas así.

Vronski se daba cuenta de que era un caso bastante espinoso. No podía pensarse en un duelo, así que había que hacer todo lo posible para aplacar al consejero titular y echar tierra sobre el asunto. El comandante del regimiento había recurrido a Vronski porque lo consideraba un hombre noble e inteligente y, sobre todo, porque sabía lo importante que era para él el honor del regimiento. Después de debatir un rato sobre las medidas a tomar, resolvieron que Petritski y Kédrov fueran a presentar sus excusas al consejero titular, acompañados de Vronski. Tanto el comandante del regimiento como Vronski eran conscientes de que el nombre de este último, así como su monograma de edecán del emperador, contribuirían en gran medida a calmar los ánimos. Y lo cierto es que surtieron cierto efecto, pero, como había dicho Vronski, el resultado de su intervención seguía siendo dudoso.

Al llegar al Teatro Francés, Vronski salió al vestíbulo con el comandante del regimiento y le habló del éxito o más bien del fracaso de su misión.

Después de reflexionar sobre el asunto, el comandante decidió dejar las cosas como estaban, pero luego, para su propia satisfacción, pidió a Vronski que le contara los detalles de la entrevista y no fue capaz de contener la risa cuando oyó que el consejero titular tan pronto se aquietaba como de nuevo se enfurecía y cuando Vronski le relató cómo aprovechó uno de esos momentos de calma para retirarse, llevándose a Petritski a empujones.

—Una historia desagradable, pero divertidísima. ¡Kédrov no puede batirse de ninguna manera con ese señor! ¿Y tanto se enfureció? —le preguntó el comandante, riéndose—. ¿Y cómo encuentra usted a Claire esta noche? ¡Es un encanto! —añadió, refiriéndose a la nueva actriz francesa—. Por más que la vea uno, siempre parece distinta. Sólo los franceses son capaces de algo así.

 

VI

La princesa Betsy abandonó el teatro antes del final del último acto. Apenas había tenido tiempo de entrar en su tocador, empolvarse el rostro pálido y alargado, enjugárselo, arreglarse el peinado y ordenar que sirvieran el té en el gran salón, cuando empezaron a llegar carruajes a su enorme casa de la Bolshaia Morskaia. Los invitados se apeaban ante el espacioso pórtico, donde un corpulento portero les abría sin hacer ruido la inmensa puerta acristalada, detrás de la cual solía leer los periódicos por la mañana, para edificación de los transeúntes.

Apenas había entrado por una puerta la dueña de la casa, una vez arreglado el peinado y retocado el rostro, cuando entraron por la otra los invitados. En el gran salón, de paredes oscuras y alfombras mullidas, había una mesa bañada de luz, cuyo mantel blanco resplandecía bajo las bujías, así como la plata del samovar y la translúcida porcelana del servicio de té.

La dueña de la casa tomó asiento delante del samovar y se quitó los guantes. Los invitados, ayudados por discretos criados, movieron las sillas y formaron dos grupos: uno al lado de la dueña de la casa, cerca del samovar; otro en el extremo opuesto del salón, alrededor de la bella esposa de un embajador, que llevaba arqueadas las cejas negras y un vestido de terciopelo negro. En los primeros momentos, como es común, la conversación en ambos círculos no acababa de anudarse, interrumpida por nuevas apariciones, saludos y ofrecimientos de té; era como si estuvieran buscando algún tema que abordar.

—Es una actriz extraordinaria; se ve que ha estudiado a Kaulbach 23—decía un diplomático en el corro de la mujer del embajador—. ¿Se fijaron ustedes en cómo se desplomó?

—¡Ah, se lo ruego, no hablemos de la Nilsson! No se puede decir nada nuevo de ella —dijo una señora rubia, gruesa, colorada, sin cejas y sin moño, con un viejo vestido de seda. Era la princesa Miágkaia, conocida por su sencillez y la rudeza de sus modales, que le habían valido el apodo de enfant terrible. Sentada entre los dos grupos, prestaba atención a lo que decían, y tan pronto tomaba parte en una conversación como en otra—. Hoy mismo, como si se hubieran puesto de acuerdo, tres personas distintas me han dicho la misma frase acerca de Kaulbach. No sé por qué les habrá gustado tanto.

Ese comentario interrumpió la conversación, así que hubo que buscar un tema nuevo.

—Cuéntenos algo divertido, pero no malicioso —dijo la esposa del embajador, una gran experta en ese arte de la conversación elegante que los ingleses llaman small-talk, dirigiéndose al diplomático, que tampoco sabía de qué hablar.

—Dicen que eso es muy difícil, que sólo los comentarios maliciosos son divertidos —replicó el diplomático con una sonrisa—. Pero lo intentaré. Deme un tema. Todo depende del tema. Cuando se tiene uno, nada más fácil que bordar sobre él. A menudo pienso que los grandes conversadores del siglo pasado encontrarían difícil en nuestros días hacer comentarios ingeniosos. En los tiempos que corren todo lo ingenioso nos aburre...

—Eso ya se ha dicho hace mucho tiempo —le interrumpió la mujer del embajador, y se echó a reír.

La conversación se desarrolló en un principio en un tono agradable, pero precisamente por eso volvió a languidecer. Hubo que recurrir, pues, al único medio seguro e infalible: la maledicencia.

—¿No creen ustedes que Tushkévich guarda cierto parecido con Luis XV? —dijo el diplomático, señalando con los ojos a un joven rubio y apuesto que estaba sentado al lado de la mesa.

—¡Ah, sí! Es del mismo estilo que el salón, por eso viene tan a menudo.

La conversación cuajó porque se componía de alusiones a un tema del que no se podía hablar en ese salón: a saber, las relaciones de Tushkévich con la anfitriona.

Entretanto, los invitados agrupados en torno a la dueña de la casa y el samovar vacilaron durante algún tiempo entre los tres temas inevitables: las últimas novedades de la vida de sociedad, el teatro y el juicio del prójimo, y acabaron decidiéndose también por este último, es decir, por la maledicencia.

—¿Se han enterado ustedes de que la Maltíscheva, no la hija, sino la madre, se está haciendo un traje de diable rose? 24

—¡No puede ser! ¡Qué maravilla!

—Me sorprende que con su inteligencia, pues no tiene un pelo de tonta, no se dé cuenta de que hace el ridículo.

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