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—Kitty, eres injusta.

—¿Por qué me atormentas?

—Al contrario... Veo que estás apenada...

Pero Kitty, en su arrebato, ya no la oía.

—Ni estoy afligida ni hay ninguna razón para que me consuelen. Soy demasiado orgullosa para amar a un hombre que no me ama.

—Pero si yo no estoy diciendo... Escucha: dime la verdad —replicó Daria Aleksándrovna, cogiendo de la mano a su hermana—. ¿Te habló Levin?

Al oír ese nombre, Kitty perdió la poca paciencia que le quedaba. Se levantó de un salto, tiró la hebilla al suelo y, agitando los brazos con desmesura, exclamó:

—¿Qué tiene que ver Levin con todo esto? No entiendo por qué te empeñas en hacerme sufrir. Te digo y te repito que soy demasiado orgullosa y que jamás seré capaz de hacer lo que tú haces: volver con el hombre que te ha traicionado, que se ha enamorado de otra mujer. ¡Eso sí que no puedo entenderlo! Tú eres capaz de pasar por eso, pero yo no.

Nada más pronunciar esas palabras, se dirigió a la puerta con intención de salir de la habitación pero, al ver que Dolly bajaba tristemente la cabeza y guardaba silencio, se sentó y se cubrió el rostro con un pañuelo.

Pasaron un par de minutos en silencio. Dolly pensaba en sí misma. Su humillación, de la que no podía olvidarse ni un momento, se agudizó aún más cuando su hermana se la recordó. Jamás habría creído capaz a su hermana de semejante crueldad, y se enfadó con ella. Pero de pronto oyó el rumor de un vestido, acompañado de unos sollozos reprimidos, al tiempo que unos brazos se alzaban y le rodeaban el cuello. Kitty estaba de rodillas delante de ella.

—¡Dólinka, soy tan desdichada! —susurró con tono culpable.

Y ocultó el hermoso rostro, bañado en lágrimas, en la falda de su hermana.

Era como si esas lágrimas hubieran sido necesarias para engrasar la maquinaria de su comprensión mutua, pues a partir de ese momento se pusieron a hablar, pero no de las cuestiones que les preocupaban, sino de temas que no tenían nada que ver, y se comprendieron a la perfección. Kitty se daba cuenta de que las palabras que le había dicho a su pobre hermana, en ese arrebato de cólera, sobre la infidelidad de su marido y su humillación, la habían herido en lo más hondo del corazón, pero que la había perdonado. Dolly, por su parte, se enteró de todo lo que quería saber. Se convenció de que sus sospechas eran ciertas y de que la incurable amargura de Kitty se debía a que había rechazado a Levin para después verse engañada por Vronski; ahora, en cambio, estaba dispuesta a amar a Levin y a odiar a Vronski. Kitty no le dijo ni una palabra al respecto, sólo le habló de su estado de ánimo.

—No tengo ninguna pena —dijo, ya más tranquila—, pero entenderás que todo se me ha vuelto repugnante, molesto y odioso, empezando por mí misma. No puedes figurarte qué pensamientos tan horribles se me pasan por la cabeza.

—¿Y qué pensamientos horribles puedes tener tú? —preguntó Dolly, sonriendo.

—Los más horribles y los más odiosos. No sabría explicártelo. No es tedio ni angustia, sino algo mucho peor. Es como si todo lo bueno que hay en mí hubiera desaparecido y sólo hubiera quedado lo peor. Pero ¿cómo explicártelo? —prosiguió, descubriendo una expresión de sorpresa en los ojos de su hermana—. Papá acaba de decirme... Pues me pareció entender que deseaba que me casara. Y, cuando mamá me lleva a un baile, me asalta la sospecha de que sólo lo hace para que encuentre un marido cuanto antes y así poder desembarazarse de mí. Sé que es mentira, pero no consigo librarme de esos pensamientos. No puedo soportar a los supuestos pretendientes. Tengo la impresión de que me están tomando las medidas. Antes era para mí un placer acudir a algún sitio con traje de noche, admiraba mi propia figura. Ahora me da vergüenza y me siento incómoda. ¿Y qué quieres que haga? El médico... Bueno...

Kitty se turbó. Le habría gustado añadir que, desde que se había producido ese cambio, Stepán Arkádevich se le había vuelto especialmente desagradable y que no podía verlo sin que la asaltaran las imágenes más groseras y repugnantes.

—Sí, todo toma a mis ojos el aspecto más sucio y asqueroso —añadió—. En eso consiste mi enfermedad. Tal vez se me pase...

—No pienses en eso...

—Imposible. Sólo me encuentro a gusto con los niños, en tu casa.

—Qué pena que no puedas ir ahora por allí.

—¿Y por qué no? He pasado la escarlatina y convenceré a maman.

Kitty se salió con la suya: se trasladó a casa de su hermana y cuidó de los niños, que, en efecto, habían contraído la escarlatina. Las dos hermanas consiguieron sacar adelante a los seis niños, pero la salud de Kitty no mejoró, y, al llegar la Cuaresma, los Scherbatski decidieron partir para el extranjero.

 

IV

En San Petersburgo los representantes de la alta sociedad forman en realidad un solo círculo: todos se conocen y se visitan. Pero ese gran círculo presenta subdivisiones. Anna Arkádevna Karénina tenía amigos y relaciones estrechas en tres distintas secciones. Una de ellas, el círculo oficial, estaba formada por los colegas y subordinados de su marido, unidos y divididos por las relaciones sociales más diversas y caprichosas. Del respeto religioso que en un primer momento Anna había sentido por esas personas no le quedaba ya ni rastro. Ahora los conocía a todos, como se conoce a la gente en una ciudad de provincias. No se le ocultaban sus costumbres ni sus defectos, sabía dónde les apretaba el zapato, estaba al tanto de sus relaciones mutuas y de su grado de proximidad al centro principal. Sabía de qué parte estaba cada uno, a qué circunstancias y apoyos debía cada cual su posición, en qué coincidían y disentían entre ellos. Pero ese círculo oficial, en el que primaban cuestiones de gobierno, más afines a los hombres, no le había interesado nunca, a pesar de la influencia de Lidia Ivánovna, y cada vez lo frecuentaba menos.

Otro círculo cercano a Anna era el formado por las personas que habían ayudado a su marido a forjarse una posición. El centro de ese círculo, compuesto por mujeres mayores, feas, virtuosas y devotas y hombres inteligentes, instruidos y ambiciosos, era la condesa Lidia Ivánovna. Uno de los brillantes representantes de ese círculo lo había denominado «la conciencia de la sociedad petersburguesa». Alekséi Aleksándrovich lo tenía en alta estima; también Anna, con ese don natural para llevarse bien con todo el mundo, había sabido hacerse allí muchos amigos en los primeros tiempos de su vida en San Petersburgo. Pero, a su vuelta de Moscú, ese ambiente se le volvió insoportable. Le parecía que tanto ella como los demás fingían, y se sentía tan molesta y aburrida que visitaba lo menos posible a la condesa Lidia Ivánovna.

El tercer círculo, por último, era la buena sociedad propiamente dicha, el mundo de los bailes, los banquetes, los vestidos elegantes, el mundo que le daba la mano a la corte para no rebajarse hasta ese otro semimundo, al que se figuraban despreciar, pero cuyos gustos no sólo eran similares, sino idénticos. El vínculo que unía a Anna a ese círculo era la princesa Betsy Tverskaia, casada con un primo suyo y con ciento veinte mil rublos de renta. Desde la aparición de Anna en sociedad, había sentido un cariño especial por ella. Por medio de halagos, la fue atrayendo a su círculo, al tiempo que se burlaba del de la condesa Lidia Ivánovna.

—Cuando sea vieja y fea, me volveré como ella —decía Betsy—, pero para una mujer joven y hermosa como usted es aún pronto para entrar en ese asilo.

En los primeros tiempos Anna evitó en la medida de lo posible la sociedad de la princesa Tverskaia, porque le exigía unos gastos que estaban por encima de sus medios y también porque, en el fondo de su corazón, prefería el primero. Pero a su vuelta de Moscú todo cambió. Rehuía a sus amigos virtuosos y frecuentaba el gran mundo. Allí coincidía con Vronski, y cada uno de esos encuentros la llenaban de emoción y también de júbilo. Lo veía sobre todo en casa de Betsy, Vrónskaia de nacimiento y prima de aquél. Vronski acudía a todos los lugares donde podía verla y, siempre que tenía ocasión, le hablaba de su amor. Ella no daba ningún pábulo a esas efusiones, pero, cada vez que coincidían, sentía que su corazón se inflamaba con ese sentimiento vivificador que le embargó la primera vez que lo vio en el vagón. Se daba cuenta de que su sola visión hacía que a sus ojos asomara un brillo alegre y a sus labios una sonrisa, y no era capaz de reprimir esa expresión de felicidad.

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