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—Ya le he escrito.

—Pero ella quiere conocer todos los detalles. Si no estás cansada, ve a verla, cariño. Bueno, Kondrati te llevará en el coche. Yo tengo que volver al Comité. Ya no tendré que comer solo —prosiguió Alekséi Aleksándrovich, esta vez en serio—. No puedes imaginarte lo acostumbrado que estoy...

Y, después de apretarle un buen rato la mano, la ayudó a subir al coche con la mejor de sus sonrisas.

 

XXXII

La primera persona que salió a recibirla cuando llegó a casa fue su hijo. Sin hacer caso de los gritos de la institutriz, bajó corriendo la escalera, chillando loco de alegría: —¡Mamá, mamá! Y se colgó de su cuello.

—¡Ya le había dicho que era mamá! —le gritó a la institutriz—. ¡Lo sabía! Pero, igual que antes con el padre, Anna sintió cierta decepción al ver a su hijo. Se lo había imaginado mejor de lo que era, y ahora tenía que volver a la realidad para poder disfrutar de su presencia. Y la verdad es que era un muchacho encantador, con sus rizos rubios, sus ojos azules, sus piernas gruesas y robustas, embutidas en unas medias muy tirantes. Anna experimentó un placer casi físico al tenerlo cerca y recibir sus caricias, y la embargó una especie de serenidad interior cuando se encontró con su mirada inocente, confiada y cariñosa y cuando escuchó sus preguntas ingenuas. Sacó los regalos que le enviaban los hijos de Dolly y le contó que en Moscú vivía una niña llamada Tania, que ya sabía leer y enseñaba a los demás niños.

—Entonces, ¿yo soy peor que ella? —preguntó Seriozha.

—Para mí no hay nadie mejor que tú.

—Ya lo sé —dijo Seriozha, sonriendo.

No había tenido tiempo Anna de tomarse su café cuando anunciaron a la condesa Lidia Ivánovna. Era una mujer alta y gruesa, de tez amarillenta y enfermiza y hermosos y soñadores ojos negros. Anna le tenía cariño, pero ese día pareció reparar por primera vez en todos sus defectos.

—Y bien, amiga mía, ¿ha llevado la ramita de olivo? —preguntó la condesa en cuanto entró en la habitación.

—Sí, todo se ha arreglado. Por lo demás, la situación no era tan grave como pensábamos —respondió Anna—. En general, mi belle soeures demasiado impulsiva.

Pero la condesa Lidia Ivánovna, que se interesaba en lo que no le concernía y tenía la costumbre de no escuchar lo que le importaba, interrumpió a Anna:

—Sí, cuántas desgracias e injusticias hay en este mundo. Hoy estoy extenuada.

—¿Por qué? —preguntó Anna, tratando de disimular una sonrisa.

—Empiezo a cansarme de romper lanzas por la verdad en vano y a veces me siento completamente desanimada. La obra de las hermanitas —era ésta una institución filantrópica, religiosa y patriótica— podría haber salido bien, pero con esos señores es imposible hacer nada —añadió con irónica resignación, como sometiéndose al destino—. Se apropian de la idea, la distorsionan y luego la juzgan de una manera ruin y miserable. Sólo dos o tres personas, entre ellas su marido, entienden el significado de esa labor; los demás no hacen más que desacreditarla. Ayer me escribió Pravdin...

Pravdin era un célebre paneslavista que vivía en el extranjero. La condesa pasó a relatar el contenido de la carta. Luego se refirió a las dificultades y obstáculos que amenazaban el proyecto de unión de las iglesias y se marchó a toda prisa, porque ese día tenía que asistir a la reunión de una sociedad y a una sesión del Comité Eslavo.

«Todo esto no es ninguna novedad —se dijo Anna—. Pero ¿por qué no me he dado cuenta antes? ¿O es que hoy estaba más irritada que de costumbre? La verdad es que resulta ridículo: se dice cristiana y afirma que su único objetivo es la virtud, pero no hace más que enfadarse y buscarse enemigos, que combaten sus ideas también en nombre del cristianismo y la virtud.»

Después de la condesa Lidia Ivánovna llegó una amiga de Anna, esposa de un alto funcionario, que la puso al corriente de todas las novedades de la ciudad. Se marchó a las tres y prometió volver para la cena. Alekséi Aleksándrovich estaba en el Ministerio. Una vez sola, lo primero que hizo Anna fue asistir a la comida de su hijo (comía aparte), luego puso en orden sus cosas y por último leyó y contestó las esquelas y las cartas acumuladas en su escritorio.

La agitación y la vergüenza infundada que la habían embargado durante el viaje desaparecieron por entero. Una vez retomada su existencia rutinaria, se sentía de nuevo segura, inmune a cualquier reproche.

Recordó sorprendida su estado de ánimo de la víspera. «¿Qué había sucedido? Nada. Vronski dijo una tontería, a la que era fácil poner fin, y yo le contesté como correspondía. No me parece necesario ni apropiado contárselo a Alekséi Aleksándrovich. Sería como conceder importancia a algo que no la tiene.» Se acordó de que una vez un subordinado de su marido estuvo a punto de hacerle una declaración y, cuando se lo contó, Alekséi Aleksándrovich le respondió que cualquier mujer que frecuentara la sociedad estaba expuesta a esas cosas, pero que él tenía plena confianza en su tacto y nunca se permitiría atentar a su dignidad ni a la de ella sucumbiendo a los celos.

«Por tanto, mejor no decirle nada. Sí, gracias a Dios, no hay nada que contar», concluyó.

 

XXXIII

Alekséi Aleksándrovich regresó del Ministerio a las cuatro, pero, como de costumbre, no tuvo tiempo de pasar a ver a Anna. Se dirigió a su despacho para recibir a unos solicitantes y firmar unos documentos que le había traído el secretario. A la hora de la comida (siempre había tres o cuatro invitados a la mesa) se presentaron una vieja prima de Alekséi Aleksándrovich, el director del departamento con su mujer y un joven al que le habían recomendado para un puesto. Anna bajó al salón para recibirlos. A las cinco en punto —el reloj de bronce de tiempos de Pedro el Grande aún no había dado la quinta campanada— entró Alekséi Aleksándrovich, de corbata blanca y con dos estrellas en el frac, pues tenía que marcharse inmediatamente después de comer. Cada minuto de su vida estaba medido y ocupado. Para poder atender a todas las tareas del día, debía observar una puntualidad rigurosísima. «Sin prisas, pero sin pausas» era su lema. Entró en el salón frotándose la frente, saludó a todo el mundo y en seguida tomó asiento, sonriendo a su mujer.

—Sí, mi soledad ha terminado. No puedes imaginarte lo fastidioso (enfatizó la palabra fastidioso) que es comer solo.

Durante la comida habló con su mujer de los asuntos de Moscú y preguntó con una sonrisa irónica por Stepán Arkádevich; pero la conversación fue más o menos general y giró principalmente en torno a cuestiones de índole social y administrativa. Después de comer, Alekséi Aleksándrovich pasó media hora con los invitados y, después de estrechar una vez más la mano de su mujer y esbozar una nueva sonrisa, se retiró para acudir a una sesión del Consejo. Anna no fue a visitar a la princesa Betsy Tverskaia, quien, enterada de su llegada, la había invitado a pasar la velada en su casa, ni tampoco acudió al teatro, donde ese día tenía reservado un palco. Si se quedó en casa fue principalmente porque el vestido que pensaba ponerse no estaba terminado. Una vez que se marcharon los invitados, Anna pasó a ocuparse de esa cuestión y se irritó mucho. Antes de partir para Moscú, había dado tres vestidos a su modista para que los transformara. En general, se daba buena maña para vestir bien gastando poco dinero. Era preciso arreglarlos de tal modo que no fuese posible reconocerlos, y hacía ya tres días que debían estar terminados. Pero dos de ellos no estaban listos y el tercero no se había modificado siguiendo sus indicaciones. Acudió la modista y trató de explicarle que el vestido quedaba mucho mejor así, y Anna se enfureció tanto que, más tarde, al recordar la escena, se sintió avergonzada. Para calmarse, se dirigió a la habitación de su hijo y pasó allí toda la tarde, lo acostó, hizo sobre él la señal de la cruz y lo arropó con cuidado. Se alegraba de no haber salido y de haber pasado la tarde de un modo tan agradable. Se sentía tranquila y aliviada, y se daba perfecta cuenta de que todo lo que le había parecido tan importante a lo largo del viaje no era más que un episodio insignificante e intrascendente de la vida mundana y que no tenía de qué avergonzarse, ni ante sí misma ni ante nadie. Se instaló al pie de la chimenea con su novela inglesa y se puso a esperar a su marido. A las nueve y media en punto se oyó la campanilla y acto seguido Alekséi Aleksándrovich entró en la habitación.

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