La mujer se puso de pie, pasó al otro lado del tabique y vio a Konstantín.
—Hay aquí un señor, Nikolái Dmítrich —dijo.
—¿Por quién pregunta? —dijo Nikolái Levin con voz irritada.
—Soy yo —respondió Konstantín, poniéndose donde pudieran verlo.
—¿Y quién es ese yo? —replicó la voz de Nikolái aún más irritada.
Levin le oyó levantarse precipitadamente y tropezar con algo. Luego vio delante de sí, en el umbral, la figura de su hermano, gigantesco, delgado, cargado de espaldas, tan familiar y sin embargo tan impresionante, con su aspecto salvaje y enfermizo, sus ojos grandes y asustados.
Estaba aún más delgado que tres años antes, cuando Konstantín Levin lo vio por última vez. Llevaba una levita corta. Sus manos y sus prominentes huesos parecían aún más descomunales. Aunque los cabellos se habían vuelto más ralos, el mismo bigote recto perfilaba sus labios y los ojos miraban con la extrañeza y la ingenuidad de siempre.
—¡Ah, Kostia! —exclamó de pronto, reconociendo a su hermano, y sus ojos resplandecieron de alegría. Pero, en ese mismo instante, se volvió hacia el joven e hizo con la cabeza y el cuello un movimiento convulsivo que Konstantín conocía bien, como si le apretara la corbata, y a continuación en su rostro demacrado apareció una expresión completamente distinta, salvaje, sufriente y cruel—. Ya os he escrito a Serguéi Ivánovich y a ti que no quiero saber nada de vosotros. ¿Qué quieres? ¿Qué queréis de mí?
No era así, ni mucho menos, como Konstantín se lo había imaginado. Al pensar en su hermano, había olvidado el aspecto más molesto y desagradable de su carácter, lo que hacía tan difícil el trato con él. Sólo se acordó de todo eso al ver los rasgos de su cara y, sobre todo, aquel movimiento convulsivo de la cabeza.
—No necesito nada de ti —replicó con timidez—. Sólo he venido a verte.
Esa timidez, por lo visto, aplacó a Nikolái, que frunció los labios.
—Ah, ¿por eso vienes? —dijo—. Bueno, entra, siéntate. ¿Quieres cenar? Masha, trae tres porciones. No, espera. ¿Sabes quién es éste? —preguntó a su hermano, señalando al individuo de la chaqueta corta—. Es el señor Kritski, amigo mío ya desde los tiempos de Kiev, un hombre muy notable. Naturalmente, le persigue la policía, porque no es un canalla.
Siguiendo su costumbre, envolvió a todos los presentes en una mirada. Al ver que la mujer, de pie al lado de la puerta, se aprestaba a salir, le gritó:
—¡Te he dicho que esperes!
Y, con esa torpeza y esa falta de elocuencia que Konstantín conocía tan bien, se puso a contar a su hermano la historia de Kritski, no sin antes dirigir a todos una nueva mirada: cómo lo habían expulsado de la universidad por haber fundado una sociedad de ayuda a los estudiantes pobres y varias escuelas dominicales; cómo después se hizo maestro de una escuela pública, de la que también le echaron; cómo más tarde le habían juzgado por algún asunto.
—¿Ha estudiado usted en la Universidad de Kiev? —dijo Konstantín Levin a Kritski para romper el molesto silencio que se había producido después de la exposición de Nikolái.
—Sí, en la de Kiev —respondió éste, hosco y enfurruñado.
—Y esta mujer, Maria Nikoláievna —le interrumpió Nikolái, señalando a Masha con el dedo—, es la compañera de mi vida. La he sacado de una casa... —Y su cuello se estremeció al pronunciar esas palabras—. Pero la quiero y la respeto. Cualquiera que desee tratar conmigo —añadió, levantando la voz y frunciendo el ceño— debe quererla y respetarla. Es como si fuera mi esposa, ni más ni menos. Así que ya sabes con quién te las tienes que ver. Si consideras que esta situación te rebaja, ahí tienes la puerta.
Y de nuevo paseó su mirada escrutadora por todos los presentes.
—No entiendo por qué iba a rebajarme.
—En ese caso, Masha, tráenos la cena: tres porciones, vodka y vino... No, espera... No, no es necesario... Vete.
XXV
—Ya ves —prosiguió Nikolái Levin, arrugando la frente con esfuerzo y haciendo muecas. Por lo visto, no sabía qué decir ni qué hacer—. Mira... —añadió, señalando unas barras de hierro atadas con cuerdas que había en un rincón de la habitación—, ¿Las ves? Son los cimientos de una empresa nueva que estamos poniendo en marcha. Se trata de una cooperativa manufacturera...
Konstantín apenas le escuchaba. Examinaba su rostro enfermizo de tísico y cada vez sentía más pena de él. No era capaz de prestar atención a lo que su hermano le estaba contando de la cooperativa. Se daba cuenta de que ese proyecto no era más que un ancla de salvación para escapar del desprecio que sentía por sí mismo. Nikolái Levin siguió con su exposición:
—Como sabes, el capital oprime al obrero. Nuestros trabajadores, nuestros campesinos, llevan todo el peso del trabajo. Pero, tal como están las cosas, por más que trabajen no pueden escapar de su condición de bestias de carga. Todas sus ganancias, que les permitirían mejorar su situación, disfrutar de algunas horas de asueto y, en consecuencia, instruirse, se las arrebatan los capitalistas. La sociedad está organizada de tal modo que, cuanto más trabajan, mayor es el beneficio de comerciantes y terratenientes, mientras ellos seguirán siendo siempre bestias de carga. Hay que cambiar ese orden de cosas —concluyó, mirando con aire inquisitivo a su hermano.
—Sí, desde luego —dijo Konstantín, reparando en unas manchas rojas que habían aparecido bajo los prominentes pómulos de Nikolái.
—Estamos organizando una cooperativa de cerrajeros en la que todo sea común: la producción, las ganancias y, sobre todo, las herramientas.
—¿Y dónde la organizaréis? —preguntó Konstantín Levin.
—En una aldea de la provincia de Kazán que se llama Vozdrioma.
—¿Y por qué en una aldea? Me parece que en el campo ya hay suficiente trabajo. ¿Qué necesidad tienen en una aldea de una cooperativa de cerrajeros?
—Pues porque los campesinos siguen siendo tan esclavos como antes, y eso es lo que a Serguéi Ivánovich y a ti os molesta: que se les quiera sacar de esa situación de esclavitud —dijo Nikolái Levin, irritado por la objeción de su hermano.
Konstantín suspiró, mientras recorría con la mirada la habitación lúgubre y sucia. Ese suspiro, al parecer, irritó aún más a Nikolái.
—Ya conozco los puntos de vista aristocráticos de Serguéi Ivánovich y los tuyos. Sé que emplea toda su energía intelectual en justificar los males existentes.
—No es verdad. Pero ¿por qué hablas de Serguéi Ivánovich? —preguntó Levin con una sonrisa.
—¿Por qué hablo de Serguéi Ivánovich? Pues te lo voy a explicar —gritó de pronto Nikolái, al oír el nombre de su hermano—. ¡Te lo voy a explicar!... Pero ¿de qué vale discutir? Dime sólo una cosa... ¿Para qué has venido a verme? Desprecias todo esto y estás en tu derecho. Pero ¡vete de una vez, por Dios, vete! —vociferó, poniéndose en pie—. ¡Vete, vete!
—No lo desprecio en absoluto —replicó Konstantín Levin con timidez—. Ni siquiera lo discuto.
En ese momento regresó Maria Nikoláievna. Nikolái la miró con enfado. Ella se acercó con premura y le dijo algo al oído.
—No me encuentro bien, me he vuelto irritable —dijo Nikolái Levin, tranquilizándose y respirando con dificultad—. Y encima me hablas de Serguéi Ivánovich y de su artículo. ¡Qué cantidad de insensateces y de embustes! ¡Qué manera de engañarse a sí mismo! ¿Qué puede escribir acerca de la justicia un hombre que no la conoce? ¿Ha leído su artículo? —añadió, dirigiéndose a Kritski, mientras volvía a sentarse y apartaba con la mano, tratando de hacer un poco de sitio, un montón de cigarrillos a medio hacer que ocupaba la mitad de la mesa.
—No —respondió Kritski con expresión sombría; era evidente que no quería intervenir en la conversación.
—¿Por qué? —preguntó Nikolái Levin, irritado una vez más, en esta ocasión con Kritski.