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Sumida en esas reflexiones, que la absorbieron hasta el punto de olvidar su propia situación, llegó a la entrada de su casa. Sólo cuando vio al portero, que salía a recibirla, se acordó de que había enviado una nota y un telegrama.

—¿Ha llegado alguna respuesta? —preguntó.

—Voy a mirar —respondió el portero y, después de rebuscar en el banco, le tendió el fino sobre cuadrado de un telegrama.

«No puedo llegar antes de las diez. Vronski», leyó Anna.

—¿Y el mensajero no ha regresado?

—No —respondió el portero.

«Pues si es así, ya sé lo que tengo que hacer —se dijo y, sintiendo que su alma se llenaba de una ira indefinida y de un deseo de venganza, subió corriendo las escaleras—. Yo misma iré a verle. Antes de marcharme para siempre, se lo diré todo. ¡Nunca he odiado tanto a nadie como a este hombre!» Al ver el sombrero de Vronski en la percha, se estremeció de repugnancia. Ni siquiera se le pasó por la cabeza que aquel telegrama era la respuesta al suyo, que Vronski aún no había recibido su nota. Se lo imaginaba charlando tranquilamente con su madre y con la princesa Sorókina, alegrándose de sus sufrimientos. «Sí, tengo que ir cuanto antes», se dijo, sin saber exactamente adonde. Quería librarse cuanto antes de las sensaciones que le producía esa odiosa casa. Los criados, las paredes, los distintos adornos: todo suscitaba en ella repugnancia e ira, y la aplastaban bajo su peso.

«Sí, debo ir a la estación; y, si no lo encuentro allí, dirigirme a casa de su madre en persona y ponerlo en evidencia.» Anna consultó en el periódico el horario de trenes. Por la noche salía uno a las ocho y dos minutos. «Sí, llegaré a tiempo.» Ordenó que engancharan otros caballos y metió en una bolsa de viaje todo lo necesario para una ausencia de varios días. Sabía que no regresaría más a esa casa. Entre los distintos proyectos que barajaba, había decidido confusamente que después de lo que sucediera en la estación o en la finca de la condesa, cogería el tren de Nizhni Nóvgorod y se apearía en la primera ciudad.

La cena estaba servida. Anna se acercó, olió el pan y el queso y, tras cerciorarse de que el olor de cualquier alimento le daba náuseas, ordenó que prepararan el coche y salió. La casa proyectaba ya una sombra que atravesaba toda la calle. Era una tarde clara y al sol aún hacía algo de calor. Todos le inspiraban repugnancia y la irritaban con sus palabras y sus movimientos: Ánnushka, que la acompañaba con el equipaje; Piotr, que ponía las cosas en el coche; y el cochero, que no ocultaba su descontento.

—No te necesito, Piotr.

—¿Y quién se encargará de sacarle el billete?

—Bueno, haz lo que quieras, me da igual —replicó Anna con enfado. Piotr subió de un salto al pescante y, poniendo los brazos en jarras, ordenó al cochero que se dirigiera a la estación.

 

XXX

«¡Ya estoy otra vez en camino! ¡Ya vuelvo a verlo todo más claro», se dijo Anna en cuanto el carruaje se puso en movimiento y, con un ligero balanceo, rodó con estrépito por los menudos adoquines. De nuevo las impresiones se sucedieron una tras otra.

«¿Qué era lo último en lo que estuve pensando, eso que me hacía tanta gracia? —se preguntó, tratando de recordar—. ¿Lo de Tiutkin, coiffeur? No, no era eso. ¡Ah, sí! Fue el comentario de Yashvín: la lucha por la existencia y el odio es lo único que une a los hombres. No sé para qué vais a ningún lado —se dirigió con el pensamiento a un grupo de personas que viajaban en un coche tirado por cuatro caballos y que, según todos los indicios, se dirigían a algún lugar fuera de la ciudad para divertirse—. Y el perro que lleváis con vosotros tampoco os servirá de nada. No escaparéis de vosotros mismos.» Mirando en la misma dirección que Piotr, vio a un obrero borracho perdido, incapaz de tener erguida la cabeza, al que un guardia llevaba a alguna parte. «Tal vez éste tenga más suerte —pensó—. El conde Vronski y yo no hemos encontrado la felicidad, a pesar de lo mucho que esperábamos.» Y por primera vez Anna examinó sus relaciones con Vronski, en las que antes evitaba pensar, a esa brillante luz bajo la que ahora lo veía todo. «¿Qué es lo que buscaba en mí? No tanto el amor como la satisfacción de su vanidad.» Recordó las palabras de Vronski, la expresión de su rostro, tan parecida a la de un obediente perro de muestra durante los primeros tiempos de su relación. Y todo venía ahora a confirmarle esa impresión. «Sí, en su caso sólo puede hablarse de un triunfo que halagaba su vanidad. Claro que había también amor, pero lo principal era el orgullo del éxito. Se enorgullecía de mí. Pero todo eso ya ha pasado. Ya no tiene de qué jactarse. Ahora, en lugar de vanagloriarse, se avergüenza. Ha tomado de mí todo lo que ha podido y ya no le hago falta. Le estorbo, pero trata de no ser injusto conmigo. Ayer se fue de la lengua: desea el divorcio y el matrimonio para quemar sus naves. Me quiere, pero ¿cómo? The zest is gone. 199Éste quiere asombrar a todos y está muy satisfecho de sí mismo —pensó, viendo a un dependiente rubicundo que iba montado en un caballo de alquiler—. Sí, he dejado de gustarle. Si le abandono, en el fondo de su corazón se alegrará.»

No era ninguna suposición. Lo veía con claridad bajo esa luz penetrante que le revelaba ahora el sentido de la vida y de las relaciones humanas.

«Mi amor se vuelve cada vez más apasionado y egoísta, y el suyo se va apagando. Por eso nos hemos distanciado —siguió pensando—. Y no se puede hacer nada. Él es todo lo que tengo y exijo que se me entregue más y más. Pero él se aleja cada vez más de mí. Antes de nuestra relación íbamos al encuentro el uno del otro, pero ahora avanzamos inevitablemente en direcciones opuestas. Y no hay manera de cambiarlo. Él me dice que mis celos son absurdos; yo me digo lo mismo, pero no es verdad. No es que sea celosa, sino que estoy descontenta. Pero... —Abrió la boca y cambió de postura, tanto la había agitado la idea que se le pasó por la cabeza—. Si pudiera ser algo más que una amante que busca apasionadamente sus caricias. Pero no puedo ni quiero ser otra cosa. Y ese deseo despierta repulsión en él y resentimiento en mí. No puede ser de otra manera. ¿Acaso no sé que no va a engañarme, que no tiene ninguna intención de casarse con Sorókina, que no está enamorado de Kitty, que no me traicionará? Lo sé de sobra, pero eso no alivia mi situación. ¿Y qué pasaría si hubiera dejado de quererme y sólo fuera bueno y cariñoso conmigo por deber? ¿Si no pudiera darme lo que yo quiero? Eso sería mil veces peor que el resentimiento. ¡Eso sería un infierno! Pues así es nuestra relación. Hace mucho que ha dejado de quererme. Y, donde termina el amor, empieza el odio. No conozco estas calles. Colinas aquí y allá, casas por todas partes... Y las casas llenas de gente... Qué cantidad de personas, y todas se odian. Bueno, ¿y qué es lo que necesitaría para ser feliz? Me conceden el divorcio, Alekséi Aleksándrovich me confía a Seriozha y me caso con Vronski.» Al recordar a Alekséi Aleksándrovich, se lo representó con extraordinaria viveza, como si lo tuviera delante, con sus ojos dulces, apagados y sin vida, sus venas azules en las manos blancas, con la entonación de su voz y su manía de chascar los dedos. Al rememorar el sentimiento que existía entre ellos, que también merecía el nombre de amor, se estremeció de repulsión. «Entonces, obtengo el divorcio y me caso con Vronski. ¿Y qué? ¿Dejará Kitty de mirarme como me ha mirado hoy? No. ¿Dejará Seriozha de hacerse preguntas sobre mis dos maridos? Y entre Vronski y yo ¿qué nuevo sentimiento me inventaré? Ah, ¿sería eso posible? No hablo ya de felicidad, sino de algo que no fuera un tormento. ¡No y no! —se respondió sin la menor vacilación—. ¡Es imposible! Nos hemos separado para siempre. Lo hago desdichado y él a mí. Y ni él ni yo vamos a cambiar a estas alturas. Lo hemos intentado todo; ya nada funciona. Sí, una mendiga con un niño. Se figura que inspira compasión. ¿Es que no nos han arrojado a todos a este mundo para que nos odiemos unos a otros, para que nos atormentemos a nosotros mismos y atormentemos a los demás? Mira cómo se ríen esos estudiantes. ¿Seriozha? —se acordó—. También yo pensaba que lo quería y mi propia ternura me conmovía. Pero he vivido sin él, lo he cambiado por otro amor y no lo he lamentado mientras ese amor me ha satisfecho.» Recordó con repugnancia lo que llamaba «ese amor». Y se alegró de la claridad con la que veía ahora su propia vida y la de los demás. «Así somos todos: yo, Piotr, el cochero Fiódor, ese mercader, todas las personas que viven a orillas del Volga, adonde esos anuncios invitan a ir, y en todas partes, por los siglos de los siglos», pensaba, mientras llegaba al edificio bajo de la estación de Nizhni Nóvgorod, donde le salieron al encuentro algunos mozos.

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