Daria Aleksándrovna experimentó un inmenso alivio cuando en la habitación entró Annushka, a la que conocía desde hacía mucho. La señora llamaba a la doncella emperejilada y Annushka venía para sustituirla.
La criada, que al parecer se alegraba mucho de su llegada, no paraba de hablar. Dolly advirtió que quería comunicarle su opinión sobre la situación de su señora y, en particular, sobre el amor y la devoción del conde por ella, pero la interrumpía en cuanto se ponía a hablar del asunto.
—Me he criado con Anna Arkádevna y la quiero más que a nada en el mundo. No nos corresponde a nosotras juzgar. Y parece que la quiere tanto...
—Por favor, que me laven esto, si es posible —la interrumpió Daria Aleksándrovna.
—Muy bien, señora. Tenemos dos lavanderas que se ocupan especialmente de las prendas pequeñas; pero la ropa blanca se lava toda a máquina. El conde en persona se ocupa de esas cosas. La verdad es que es un marido...
Dolly se alegró de la aparición de Anna, que puso fin a la cháchara de Annushka.
Anna se había puesto un vestido muy sencillo de batista. Dolly lo examinó con atención. Sabía lo que significaba y lo mucho que costaba esa sencillez.
—Una vieja conocida —dijo Anna, refiriéndose a Annushka.
Ya no se sentía turbada. Estaba serena y daba muestras de un completo dominio de sí misma. Dolly vio que se había repuesto por completo de la impresión que le había causado su llegada y que había adoptado ese tono indiferente y superficial con el que parecía cerrar la puerta del departamento en el que guardaba sus pensamientos y sentimientos más íntimos.
—¿Qué tal está tu hija, Anna? —preguntó Dolly.
—¿Annie? —Así se llamaba la niña—. Muy bien. Ha ganado mucho peso. ¿Quieres verla? Vamos, te la enseñaré. No puedes imaginarte la cantidad de problemas que han dado las niñeras. Tenemos una nodriza italiana, muy buena, pero de lo más estúpida. Intenté despedirla, pero la niña se ha acostumbrado tanto a ella que no me ha sido posible.
—¿Y cómo habéis arreglado lo del...? —empezó a decir Dolly, con intención de preguntarle por el apellido de la niña, pero, al ver que el rostro de Anna se ensombrecía de repente, cambió el sentido de la pregunta—. ¿Cómo os la habéis arreglado para destetarla?
Pero Anna comprendió.
—No es eso lo que querías preguntar. Querías saber cómo hemos resuelto la cuestión del apellido, ¿no es verdad? Es algo que atormenta a Alekséi. La niña no tiene apellido. Es decir, se llama Karénina —dijo Anna, entornando tanto los ojos que sólo se le veían las pestañas unidas—. Pero ya tendremos tiempo de hablar de todo eso más tarde —añadió, con rostro ya más sereno—. Vamos, te la enseñaré. Elle est très gentille. 132Ya gatea.
El lujo que tanto había sorprendido a Daria Aleksándrovna al recorrer la casa le pareció aún más asombroso en la habitación de la niña. Había cochecitos traídos de Inglaterra, aparatos para aprender a andar, un sofá con forma de mesa de billar, diseñado especialmente para andar a gatas, columpios y bañeras de modelos nuevos y especiales. Todos esos artilugios eran ingleses, sólidos, de buena calidad y, sin duda, carísimos. La habitación era espaciosa, muy luminosa, de techo alto.
Cuando entraron, la niña, vestida sólo con una camisita, estaba sentada a la mesa, en un sillón pequeño, y tomaba un caldo que le había mojado todo el pecho. Le daba de comer una muchacha rusa que estaba a su servicio y que, por lo visto, comía al mismo tiempo que ella. Ni la nodriza ni la niñera estaban en la habitación. Ambas se encontraban en un cuarto contiguo, de donde llegaba una conversación en un francés extraño, la única lengua en la que podían comunicarse.
Al oír la voz de Anna, la niñera inglesa, una mujer alta y bien vestida, de cara desagradable y expresión desvergonzada, entró precipitadamente, sacudiendo los rizos rubios y se puso a justificarse, a pesar de que Anna no le había dirigido ningún reproche. A cada palabra de Anna, la inglesa repetía apresuradamente:
— Yes, my lady.
La niña, coloradota, de cejas y pelo negros, con el cuerpecillo sonrosado y rechoncho cubierto de piel de gallina, gustó mucho a Daria Aleksándrovna, a pesar de la mirada severa con que acogió a esa persona extraña. Hasta le envidió su saludable aspecto. También le gustó mucho su manera de gatear. Ninguno de sus hijos lo había hecho así. Cuando la pusieron en la alfombra, con el vestidito recogido por detrás, le pareció verdaderamente encantadora. Como un animalillo, miraba a los mayores con sus enormes y brillantes ojos negros, sin duda complacida de que la admiraran, sonreía, separaba las piernas, se apoyaba enérgicamente en las manos, alzaba rápidamente el trasero y volvía a avanzar las manitas.
Pero Daria Aleksándrovna quedó muy descontenta del ambiente general de la habitación y, sobre todo, de la inglesa. ¿Cómo era posible que Anna hubiera confiado su propia hija a los cuidados de una inglesa tan antipática y poco respetable? Sin duda porque ninguna persona respetable habría aceptado trabajar para una familia tan irregular. Puesto que Anna conocía muy bien a la gente, era la única explicación plausible. Además, las pocas palabras que oyó bastaron para convencerla de que la nodriza, la niñera y la criatura no se llevaban bien y de que las visitas de la madre no debían de ser muy frecuentes. Anna quiso darle a la niña un juguete, pero no fue capaz de encontrarlo.
Pero lo que más le sorprendió fue que, cuando preguntó cuántos dientes tenía la niña, Anna se equivocó, pues no se había enterado de que le habían salido dos dientes nuevos.
—A veces me da pena que mi presencia aquí sea tan innecesaria —dijo Anna, al salir de la habitación, al tiempo que recogía la cola de su vestido para que no se enganchara en alguno de los juguetes que había al lado de la puerta—. No fue así con mi hijo.
—Y yo que había pensado que sería al revés —dijo Daria Aleksándrovna tímidamente.
—¡Oh, no! ¿Sabes que he visto a Seriozha? —preguntó Anna, frunciendo los ojos, como si contemplara algo en la lejanía—. Pero ya tendremos tiempo de hablar de eso más tarde. No te lo vas a creer, pero soy como una persona hambrienta a la que de pronto sirven una copiosa comida y no sabe por dónde empezar. Eso es lo que supone para mí tu presencia y tu conversación: una copiosa comida. Hace mucho tiempo que no hablo con nadie; por eso no sé por dónde empezar. Mais je ne vous ferai grâce de rien. 133Tengo que decírtelo todo. Pero lo primero será describirte la compañía que te vas a encontrar aquí —dijo—. Empezaré por las señoras. A la princesa Varvara la conoces, y ya sé la opinión que Stiva y tú tenéis de ella. Stiva dice que el único fin de su vida consiste en demostrar su superioridad sobre la tía Katerina Pávlovna. No niego que sea cierto, pero es una mujer buena y le estoy muy agradecida. En San Petersburgo hubo un momento en que necesité un chaperon. 134Y entonces apareció ella. Te aseguro que es una buena persona. Ha hecho mucho por ayudarme. Veo que no eres consciente de lo penosa que es mi situación... Allí, en San Petersburgo —añadió—. Aquí me siento completamente tranquila y feliz. Bueno, también eso lo dejaremos para después. Volvamos a los invitados. Sviazhski es mariscal de la nobleza y hombre muy respetable, pero necesita algo de Alekséi. Como comprenderás, si nos acabamos estableciendo en el campo, Alekséi, con su fortuna, puede tener una gran influencia. A Tushkévich ya lo conoces, es el que siempre estaba al lado de Betsy. Ahora ella lo ha dejado y él se ha venido con nosotros. Como dice Alekséi, es una de esas personas que resultan muy agradables si se las toma por lo que aparentan et puis il est comme il faut, 135como dice la princesa Varvara. En cuanto a Veslovski... no creo que tenga que decirte nada. Es un muchacho muy agradable —y una sonrisa llena de picardía asomó a sus labios—. ¿Cómo es posible que tuviera un incidente tan absurdo con Levin? Veslovski se lo ha contado a Alekséi, pero no podemos creerlo. Il est très gentil et naïf 136—añadió, con la misma sonrisa—. Los hombres necesitan distracción y Alekséi no puede pasarse sin gente alrededor: por eso aprecio a estas personas. En nuestra casa debe reinar un ambiente de animación y alegría, para que Alekséi no sienta la necesidad de buscar algo nuevo. También está con nosotros el administrador, un alemán muy bueno y que conoce a fondo su oficio. Alekséi le tiene en alta estima. Y por último, el arquitecto y el médico, un hombre joven, que no es precisamente un nihilista, aunque come con un cuchillo... En cualquier caso, es muy buen médico. Une petite cour. 137