—Busca, busca —gritó Levin, empujando a Laska por detrás.
«Pero si no puedo —pensó la perra—. ¿Adonde iba a ir? Desde aquí puedo olerías, pero si me muevo perderé el rastro y no sabré dónde están ni qué clase de aves son.» Pero Levin la empujó con la rodilla y le susurró muy agitado:
—¡Busca, Laska, busca!
«Bueno, lo haré, si eso es lo que quiere, pero ya no respondo de mí», pensó la perra y se lanzó con todas sus fuerzas entre los dos montículos. Ya no olfateaba. Sólo oía y veía, pero no entendía nada.
A unos diez pasos del lugar en el que se encontraba antes, alzó el vuelo una agachadiza, con un graznido ronco y el batir de alas tan peculiar de esas aves. Levin disparó y la agachadiza se desplomó, golpeando el húmedo barro con su pecho blanco. Sin necesidad de que la espantara la perra, una segunda echó a volar por detrás de Levin.
Cuando éste se volvió, ya estaba lejos. Pero el disparo la alcanzó. Después de volar unos veinte pasos, se paró en seco y empezó a caer, dando vueltas como una pelota, hasta estamparse en un lugar seco.
«¡Esta vez irá bien! —pensó Levin, metiendo en el morral las dos agachadizas, gruesas y aún calientes—. ¿Verdad que tendremos suerte, Laska?»
Cuando Levin, después de cargar la escopeta, se puso de nuevo en camino, el sol ya había salido, aunque unas nubecillas lo tapaban. La luna, que había perdido su resplandor, se distinguía en el cielo como una mancha blanca; ya no se veía ni una sola estrella. Los cañaverales, antes plateados por el rocío, ahora se habían vuelto dorados. El moho de las aguas tenía una tonalidad ambarina. El color azulado de la hierba se había transformado en un verde amarillento. Las aves del pantano se agitaban en los arbustos resplandecientes de rocío, que proyectaban largas sombras a lo largo del riachuelo. Un gavilán, despierto ya, se había posado en un almiar, y movía la cabeza de un lado al otro, mirando el pantano. Las cornejas sobrevolaban el campo, un muchacho descalzo conducía los caballos hasta el lugar donde un anciano acababa de despertarse y se rascaba, después de haber retirado el caftán. El humo de los disparos blanqueaba sobre la hierba verde como un reguero de leche.
Uno de los muchachos se acercó corriendo a Levin.
—¡Ayer estaba esto lleno de patos, señor! —le gritó, siguiéndole a cierta distancia.
Levin se sintió doblemente satisfecho de matar tres becadas, una tras otra, en presencia de ese muchacho, que le expresaba su entusiasmo.
XIII
Esa superstición de los cazadores, según la cual si se acierta el primer animal o la primera ave la caza será afortunada, se reveló certera.
A las diez de la mañana, cansado, hambriento y feliz, Levin, después de haber recorrido unas treinta verstas, regresó a la casa con diecinueve aves de los pantanos y un pato, que llevaba atado al cinturón, porque ya no le cabía en el morral. Sus compañeros, que se habían levantado hacía rato, habían tenido tiempo de matar el hambre dando cuenta de un buen desayuno.
—Esperen, esperen. Estoy seguro de que hay diecinueve —dijo Levin, contando por segunda vez las becadas y las agachadizas, que ya no tenían un aspecto tan imponente como cuando volaban: estaban agarrotadas y rígidas, embadurnadas de sangre, con la cabeza ladeada.
La cuenta era correcta, y a Levin le agradó comprobar la envidia de Oblonski. También le llenó de satisfacción encontrarse con el mensajero de Kitty, que le esperaba con una nota.
Estoy muy bien y muy alegre. Si te preocupabas por mi estado, ahora puedes estar más tranquilo que antes. Tengo un nuevo guardia personal, Maria Vasílevna (era la comadrona, un personaje nuevo e importante en la vida familiar de Levin). Ha venido a ver cómo estoy. Me ha encontrado en perfecto estado de salud, pero hemos decidido que se quede aquí hasta tu regreso. Todos están bien y contentos, así que no hay razón para que te apresures. Si la caza es buena, quédate un día más.
Estas dos alegrías, una jornada de caza afortunada y el billete de su mujer, eran tan grandes que dos pequeños contratiempos que se produjeron después apenas afectaron a Levin. El primero consistía en que el alazán de refuerzo, al que sin duda habían hecho trabajar en exceso la víspera, no comía y parecía abatido. El cochero dijo que estaba reventado.
—Ayer le hicieron correr demasiado, Konstantín Dmítrich —dijo—. ¡Diez verstas a esa velocidad por semejantes caminos!
El otro incidente, que en un primer momento estropeó la excelente disposición de ánimo de Levin, aunque después le hizo reír de lo lindo, afectaba a las provisiones: por lo visto, de las viandas que Kitty les había preparado en tal abundancia que parecían suficientes para una semana, no quedaba nada. Mientras regresaba de su partida de caza cansado y hambriento, Levin iba pensando con tanta insistencia en las empanadas que, al acercarse a la casa, tuvo la impresión de estar oliéndolas e incluso saboreándolas, igual que Laska olfateaba las aves. Sin perder un instante, ordenó a Filipp que se las sirviera. Fue entonces cuando se enteró de que no sólo se habían acabado las empanadas, sino también el pollo.
—¡Menudo apetito tiene! —exclamó Stepán Arkádevich con una sonrisa, señalando a Vásenka Veslovski—. Yo no puedo quejarme del mío, pero lo de éste es algo fuera de lo común.
— Mais c'était délicieux 119—dijo Veslovski, alabando la carne de vaca que acababa de comer.
—¡Bueno, qué le vamos a hacer! —exclamó Levin, mirando con aire sombrío a Veslovski—. Filipp, sírveme un poco de esa carne, entonces.
—No queda nada. Yo mismo he arrojado los huesos a los perros —respondió Filipp.
Levin se sentía tan despechado que añadió con irritación:
—¡Podían haberme dejado algo! —Y estuvo a punto de echarse a llorar—. En ese caso limpia una de estas aves —prosiguió con voz temblorosa, tratando de no mirar a Vásenka— y rellénala de ortigas. Y tráeme al menos un poco de leche.
Sólo después de beber la leche, se avergonzó de haber dado rienda suelta a su irritación delante de un extraño y se rio de ese resentimiento motivado por el hambre.
Esa misma tarde, después de una nueva partida de caza en la que Veslovski abatió algunas piezas, los tres amigos regresaron a casa.
En el camino de vuelta reinaba la misma animación que a la ida. Veslovski tan pronto cantaba como recordaba con agrado a los campesinos que le habían agasajado con vodka, al tiempo que le decían: «No te ofendas», o comentaba sus aventuras nocturnas con las aldeanas y con esa muchacha de la granja en particular, o se refería al campesino que le había preguntado si estaba casado y, al responderle que no, le había dicho: «Entonces deja en paz a las mujeres ajenas y búscate una que sea de tu gusto». Esas palabras le habían parecido especialmente divertidas.
—En general, he quedado encantado de nuestra excursión. ¿Y usted, Levin?
—Yo también lo he pasado muy bien —contestó éste con sinceridad, muy satisfecho de que la animosidad que había experimentado en casa por Vásenka Veslovski se hubiera trocado en un sentimiento de lo más cordial.
XIV
Al día siguiente, a eso de las diez, Levin, después de recorrer la hacienda, llamó a la puerta de la habitación en la que Vásenka había pasado la noche.
—Entrez! —gritó Veslovski—. Perdóneme, acabo de hacer mis ablutions—añadió con una sonrisa, plantándose delante de él en paños menores.
—No se preocupe, por favor —replicó Levin, sentándose al pie de la ventana—. ¿Ha dormido usted bien?
—Como un tronco. ¡Y qué día hace hoy para ir de caza!
—Sí. ¿Toma usted té o café?
—Ni una cosa ni otra. Esperaré hasta el almuerzo. La verdad es que me siento un poco avergonzado. Supongo que las señoras se habrán levantado ya. Sería estupendo dar una vuelta. ¿Por qué no me enseña usted sus caballos?