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—Puede que todo eso sea cierto y bastante ingenioso... ¡Échate, Krak! —le gritó Stepán Arkádevich a su perro, que se estaba rascando y removía todo el heno. Sin duda, estaba convencido de la bondad de sus argumentos; por eso conservaba la calma y hablaba sin apresurarse—. Pero no has trazado una línea entre lo que es honrado y lo que no lo es. ¿Es acaso deshonroso que mi sueldo sea más alto que el de mi jefe de despacho, aunque él conoce esos asuntos mejor que yo?

—No lo sé.

—Pues yo te lo voy a decir: el hecho de que tu trabajo en la hacienda te reporte, pongamos, cinco mil rublos, mientras el campesino que nos hospeda, por más que se afane, no obtenga más de cincuenta, es tan poco honrado como que yo gane más que mi jefe de despacho o Maltus reciba más que un ferroviario. Por otro lado, percibo en la sociedad una actitud hostil, absolutamente infundada, contra esas personas y me parece que no es más que envidia...

—No, eso es injusto —intervino Veslovski—. No puede hablarse de envidia, pero hay algo poco limpio en esos asuntos.

—No, perdona —prosiguió Levin—. Dices que es injusto que yo perciba cinco mil y el campesino cincuenta. Y tienes razón. Es injusto, me doy cuenta, pero...

—Así es. ¿Por qué nosotros nos pasamos la vida comiendo, bebiendo, cazando y holgazaneando, mientras él no hace más que trabajar? —le interrumpió Vásenka, que sin duda era la primera vez que pensaba en serio en esa cuestión, y por tanto era completamente sincero.

—Sí, te das cuenta, pero no le cedes tu hacienda —dijo Stepán Arkádevich, con el propósito deliberado, al parecer, de importunar a su amigo.

En los últimos tiempos se había establecido entre los dos cuñados una especie de hostilidad sorda: desde que estaban casados con dos hermanas, era como si hubiera surgido ente ellos una rivalidad sobre cuál organizaba mejor su vida, y ese antagonismo había salido a relucir ahora en la conversación, que empezaba a adquirir un tinte personal.

—No la cedo porque nadie me la pide. Por lo demás, aunque quisiera hacerlo, no podría —replicó Levin—. ¿A quién iba a dársela?

—A este campesino. No la rechazará.

—¿Y cómo iba a dársela? ¿Firmando un acta de compraventa?

—No lo sé. Pero si estás convencido de que no tienes derecho...

—No estoy convencido en absoluto. Al contrario, creo que no tengo derecho a ceder nada, que soy responsable tanto de mi familia como de mis tierras.

—No, permíteme. Si consideras que es moralmente injusto, ¿por qué no actúas en consecuencia?

—Ya lo hago, sólo que en sentido negativo. Me refiero a que procuro no aumentar las diferencias de posición que existen entre ese campesino y yo.

—Perdona que te lo diga, pero eso es una paradoja.

—Sí, más que una explicación es un sofisma —confirmó Veslovski—. Ah, ahí está nuestro anfitrión —añadió, viendo al dueño de la isba, que entró en el pajar acompañado del crujido de sus botas—. ¿Cómo es que sigues levantado?

—¡No es momento para descansar! Pensaba que los señores ya estarían durmiendo, pero de pronto oigo voces. Vengo a coger un garfio. ¿No me morderán? —añadió, pisando cautelosamente con los pies desnudos.

—¿Y tú dónde vas a dormir?

—Vamos a cuidar los caballos en el prado.

—¡Ah, qué noche! —exclamó Veslovski, viendo a la tenue luz del crepúsculo una esquina de la isba y los carros desenganchados, encuadrados por el marco de la puerta abierta—, ¡Escuchen! Unas mujeres están cantando, y nada mal por cierto. ¿Quiénes son, amigo?

—Unas muchachas que viven ahí al lado.

—¡Vamos a dar una vuelta! De todos modos, no nos vamos a dormir. ¡Anímate, Oblonski!

—¡Qué pena que no pueda uno pasear y quedarse tumbado al mismo tiempo! —replicó éste, desperezándose—. Se está tan bien aquí.

—Entonces iré yo solo —dijo Veslovski, levantándose con decisión y poniéndose las botas—. Adiós, señores. Si me divierto, les llamaré. Han tenido la amabilidad de invitarme a cazar y yo sabré corresponderles.

—Un muchacho excelente, ¿verdad? —dijo Oblonski, una vez que Veslovski salió y el campesino cerró la puerta detrás de él.

—Sí, excelente —respondió Levin, que seguía pensando en la conversación que acababan de tener. Le parecía que había expresado sus pensamientos y sentimientos con la mayor claridad de que había sido capaz y, sin embargo, dos personas sinceras y nada tontas le habían dicho a una sola voz que se consolaba con un sofisma. Eso le había desconcertado.

—Así es, amigo mío. Una de dos: o reconocemos que el orden social existente es justo y defendemos nuestros derechos o aceptamos que nos estamos aprovechando de unos privilegios absurdos, que es lo que hago yo, y en ese caso tratamos de disfrutar de ellos lo más posible.

—No, si reconocieras que esa situación es injusta, no podrías disfrutar de esos beneficios, al menos yo no sería capaz. Para mí, lo esencial es sentir que no soy culpable.

—¿Por qué no vamos también nosotros a dar una vuelta? —preguntó.

Stepán Arkádevich, que sin duda empezaba a cansarse de tanta reflexión—. De todas formas no nos dormiremos. ¡Hala, vamos!

Levin no respondió. Seguía dándole vueltas a ese comentario que había hecho en el calor de la conversación; a saber, que sólo actuaba justamente en sentido negativo. «¿Es que sólo es posible ser justo de una manera negativa?», se preguntaba.

—¡Qué intenso es el olor del heno fresco! —exclamó Stepán Arkádevich, incorporándose—. No hay manera de pegar ojo. Vásenka debe de estar tramando algo. ¿No oyes sus carcajadas y su voz? ¿Por qué no vamos con él? ¡Vamos!

—No, yo me quedo —respondió Levin.

—¿También lo haces por principio? —dijo Stepán Arkádevich con una sonrisa, al tiempo que buscaba su gorra en la oscuridad.

—No, pero ¿para qué iba a ir?

—¿Sabes lo que te digo? Que te estás labrando tu propia desgracia —dijo, encontrando por fin la gorra y poniéndose en pie.

—¿Por qué?

—¿Es que te crees que no me doy cuenta de la posición en que te has colocado con respecto a tu mujer? Os he oído discutir, como si fuera una cuestión de vital importancia, si te ibas de caza dos días o no. Todo eso está muy bien en el caso de un idilio, pero no puede durar toda la vida. El hombre debe conservar su independencia, pues tiene sus propios intereses. El hombre debe de ser varonil —concluyó Oblonski, abriendo la puerta.

—¿Qué quieres decir con eso? ¿Que debo cortejar a unas aldeanas? —preguntó Levin.

—¿Y por qué no, si se divierte uno? Ça ne tire pas à conséquence. 115A mi mujer no le hará ningún daño, y yo pasaré un buen rato. Lo principal es preservar el santuario del hogar. Esas cosas no deben pasar en casa. Pero no tiene uno por qué atarse las manos.

—Puede ser —dijo con sequedad Levin y se volvió del otro lado—. Mañana me marcho al amanecer, y no despertaré a nadie.

Messieurs, venez vite! 116—se oyó la voz de Veslovski, que regresaba al pajar—. Charmante! 117La he descubierto yo. Charmante, una auténtica Gretchen. 118Y ya nos hemos hecho amigos. ¡De veras que es preciosa! —añadió con aire satisfecho, como si esa muchacha encantadora hubiera sido creada con el único fin de que él la encontrara de su agrado.

Levin se hizo el dormido. Oblonski, por su parte, se puso los zapatos, encendió un cigarro y salió del pajar. Pronto las voces de los dos amigos se aquietaron.

Levin tardó mucho tiempo en quedarse dormido. Oyó el ruido que hacían los caballos al masticar el heno, al dueño de la casa, que se preparaba para marchar a los campos en compañía de su hijo mayor; al soldado, que se había tumbado en el otro extremo del pajar con su sobrino, el hijo menor del dueño; y al niño, que le contaba a su tío, con su vocecita aflautada, la impresión que le habían causado los perros, terribles y enormes a su juicio. Luego preguntó qué iban a cazar esos perros, y el soldado le respondió con su voz ronca y soñolienta que al día siguiente los cazadores se dirigirían al pantano, y una vez allí dispararían sus escopetas. A continuación, para librarse de las preguntas del muchacho, le dijo: «Duerme, Vaska, duerme. Si no, vas a ver lo que pasa», y al poco rato empezó a roncar él mismo. Todo quedó en silencio. Ya sólo se oía el relincho de los caballos y los graznidos de las becadas. «¿Es posible que sólo sea justo de manera negativa? —se preguntaba Levin— ¿Y qué le vamos a hacer? Yo no tengo la culpa.» Y se puso a pensar en la jornada que tenía por delante.

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