— Bon appétit, bonne conscience! Ce poulet va tomber jusqu'au fond de mes bottes 106—dijo en francés Vásenka, que había recobrado la alegría, mientras daba buena cuenta de su segundo pollo—. Ya han terminado nuestras penurias. A partir de ahora todo irá bien. Pero, para expiar mis culpas, debo sentarme en el pescante. ¿No es verdad? Sí, sí, seré su Automedonte 107. ¡Ya verán qué bien voy a llevarles! —añadió, sin soltar las riendas, cuando Levin le pidió que se las entregara al cochero—. No, debo expiar mis culpas. Además, iré de maravilla en el pescante.
Y acto seguido se pusieron en marcha.
Levin temía que Vásenka agotara a los caballos, sobre todo al alazán de la izquierda, al que no era capaz de refrenar; pero, a su pesar, acabó sometiéndose a la jovialidad de aquel muchacho, que a lo largo de todo el camino no dejó de cantar romanzas, contar historias e imitar la manera inglesa de conducir un tour-in hand. 108Llegaron a los pantanos de Gvózdevo después del almuerzo, en la mejor disposición de ánimo.
X
Vasia había azuzado tanto a los caballos que alcanzaron su destino demasiado pronto, antes de que el calor empezara a ceder.
Al llegar al pantano grande, principal objetivo de la expedición, Levin pensó involuntariamente en la manera de desembarazarse de Vásenka para poder moverse sin impedimentos. Por lo visto, Stepán Arkádevich albergaba las mismas intenciones. Levin descubrió en su rostro la expresión de preocupación que suelen tener los cazadores de verdad antes de empezar una partida, aunque en su caso se advertía también esa malicia bonachona que le era tan peculiar.
—¿Cómo vamos a ir? El lugar es magnífico. Ya veo que hay hasta gavilanes —dijo Stepán Arkádevich, señalando dos aves de gran tamaño que volaban en círculo por encima de los juncos—. Donde hay gavilanes, tiene que haber caza.
—Un momento, señores —dijo Levin, ajustándose las botas con expresión algo sombría y examinando las cápsulas de su escopeta—. ¿Han visto esos juncos? —Y señaló un islote que se recortaba con su color verde oscuro contra el enorme prado húmedo, a medio segar, que se extendía a la derecha del río—. Como ven, ahí empieza el pantano, justo enfrente de nosotros, donde el verde es más intenso. A partir de ahí sigue por la derecha, no lejos de esos caballos. En esos montículos hay agachadizas; y también alrededor de esos juncos, hasta el bosque de álamos y el molino. ¿Ven ese recodo? Es el mejor sitio. Allí maté yo una vez diecisiete becadas. Nos separaremos con los perros, seguiremos dos direcciones distintas y nos reuniremos en el molino.
—¿Quién irá a la derecha y quién a la izquierda? —preguntó Stepán Arkádevich—. Ustedes dos pueden ir por el lado de la derecha, que es más ancho, y yo iré por el de la izquierda —añadió con supuesta indiferencia.
—¡Estupendo! —aprobó Vásenka—. Cobraremos más piezas que él. ¡Vamos, vamos!
A Levin no le quedó más remedio que mostrar su consentimiento. Se separaron.
Nada más internarse en el pantano, los dos perros se pusieron a olfatear y enfilaron hacia un lugar donde el agua tenía una tonalidad como de herrumbre. Levin conocía la manera de buscar de Laska, cauta y azarosa, y también ese lugar, y esperaba que se alzara una bandada de becadas.
—Veslovski, vaya usted a mi lado —murmuró a su compañero de caza, que chapoteaba detrás de él. Después de aquel disparo accidental en el pantano de Kólpeno, era inevitable que le inquietara la dirección de su escopeta.
—No le molestaré. No se preocupe usted de mí.
Pero Levin no podía dejar de recordar las palabras que había pronunciado Kitty cuando se separaron: «Tened cuidado, no os vayáis a disparar por descuido». Los perros, adelantándose y siguiendo cada uno su propio rastro, se acercaban cada vez más a las aves. Tan intensa era la concentración de Levin que tomaba el chapoteo de sus tacones, al sacarlos del agua estancada, por el grito de una becada, y agarraba con fuerza la culata de la escopeta.
—¡Pif! ¡Paf! —oyó junto a su oído.
Vásenka había disparado a una bandada de patos, que revoloteaban por encima de las marismas y se dirigían al encuentro de los cazadores, aunque aún se encontraban fuera del alcance de sus armas. Apenas había tenido tiempo Levin de volverse cuando una becada alzó el vuelo, y luego otra y otra más, hasta un total de ocho.
Stepán Arkádevich disparó a una en el momento en que se disponía a volar en zigzag, y el ave cayó a plomo en el barro. Sin apresurarse, apuntó a otra, que volaba bajo en dirección a los juncos, y, apenas había resonado la detonación, el ave ya se debatía en el prado segado, agitando el ala sana, blanca por debajo.
Levin no fue tan afortunado: la primera becada a la que disparó estaba demasiado cerca, y erró el tiro. Cuando el ave empezó a remontar el vuelo, volvió a apuntar, pero en ese instante le distrajo otra que salió debajo mismo de sus pies y volvió a fallar el tiro.
Mientras Levin y Oblonski cargaban sus escopetas, apareció otra becada. Veslovski, que había tenido tiempo de cargar la suya, disparó dos veces, pero los cartuchos de perdigones acabaron en el agua. Stepán Arkádevich recogió las piezas que había cobrado y miró a Levin con ojos brillantes.
—Bueno, ahora vamos a separarnos —dijo y, cojeando ligeramente con la pierna izquierda, silbó a su perro y se alejó por un lado, con la escopeta lista. Levin y Veslovski se fueron por el otro.
Cuando Levin fallaba el primer disparo, se acaloraba, se irritaba y ya no acertaba en todo el día. Así le sucedió también esta vez. Había muchas becadas. No paraban de levantar el vuelo, tan pronto al lado mismo de los perros como debajo de los pies de los cazadores. Habría podido resarcirse. Pero, cuanto más disparaba, más avergonzado se sentía delante de Veslovski, que tiraba a tontas y a locas, sin importarle lo más mínimo no haber cobrado ni una sola pieza. Él se precipitaba, se impacientaba y se mostraba cada vez más irritado. Por último, llegó al extremo de disparar sin la menor esperanza de acertar. Parecía como si hasta Laska se diera cuenta, pues miraba con aire de reproche a los cazadores y olfateaba con menos celo que antes. Los disparos se sucedían sin interrupción. El humo de la pólvora envolvía a los cazadores, y en la espaciosa y amplia red del morral no había más que tres becadas pequeñas y lastimosas. A una la había acertado Veslovski; la otra la habían abatido al alimón. Entre tanto, en el otro lado del pantano, se oían los disparos de Stepán Arkádevich, no tan frecuentes, pero, según pensaba Levin, más atinados, pues casi todos iban acompañados del siguiente grito: «¡Krak, Krak, busca!».
Eso era lo que más le irritaba a Levin. Las becadas no dejaban de revolotear por encima de los juncos. Por todas partes se oía el chapoteo de sus patas en el barro y sus gritos en el aire. Las que primero habían levantado el vuelo volvían a posarse delante de los cazadores. Si cuando llegaron había dos gavilanes, ahora decenas de ellos graznaban por encima de la marisma.
Después de recorrer más de la mitad del pantano, Levin y Veslovski llegaron a un prado propiedad de unos campesinos, dividido por largas franjas que llegaban hasta los juncos, con marcas de pisadas en unos sitios e hileras de hierba segada en otros. La mitad de esas franjas ya había sido segada.
Aunque había pocas esperanzas de encontrar piezas tanto en la hierba sin guadañar como en la guadañada, Levin había prometido a Stepán Arkádevich que se reuniría con él, de modo que atravesó el prado con su compañero.
—¡Eh, cazadores! —les gritó uno de los campesinos, sentado al lado de un carro desenganchado—. ¡Venid a tomar un bocado con nosotros! ¡Echaremos un trago!
Levin se dio la vuelta.
—¡Venid, no tengáis miedo! —exclamó un campesino barbudo, de cara colorada y alegre, dejando al descubierto los dientes blancos y levantando por encima de la cabeza una botella verde, que brilló al sol.