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—No nos quedan muchos días por delante, así que es mejor que nos vayamos a la cama —dijo Kitty, echando un vistazo a su relojito.

 

XX LA MUERTE

Al día siguiente el enfermo comulgó y recibió la extremaunción. Durante la ceremonia Nikolái rezó con fervor. En sus grandes ojos, fijos en el icono, colocado sobre una mesa de juego cubierta con un paño de colores, se reflejaba una súplica tan apasionada que Levin se asustó, pues se daba cuenta de que esa esperanza sólo contribuiría a que el trance de abandonar esta vida que tanto amaba fuera aún más doloroso. Conocía a su hermano y podía hacerse una idea de lo que estaba pensando. Sabía que su incredulidad no se debía a que le resultara más fácil vivir sin fe, sino a que poco a poco las teorías científicas modernas de los fenómenos del mundo la habían suplantado; por tanto, era consciente de que esa vuelta a la religión no era sincera, fruto de la reflexión, sino meramente temporal e interesada, motivada por una insensata esperanza de recobrar la salud. Tampoco ignoraba que Kitty había reforzado la esperanza con sus relatos de curaciones milagrosas. Por eso le resultaba tan doloroso contemplar esa mirada suplicante, llena de esperanza, esa mano escuálida que se levantaba a duras penas para hacer la señal de la cruz sobre la piel tirante de la frente, esos hombros salientes, ese pecho hundido y jadeante, que ya no podía seguir albergando la vida que imploraba el enfermo. Durante la administración de los sacramentos, Levin también rezó, dirigiendo a Dios, a pesar de su falta de fe, una súplica mil veces repetida: «Si existes, haz que este hombre se cure. De ese modo no sólo se salvará él, sino también yo».

Después de recibir la extremaunción, el enfermo se sintió mucho mejor. No tosió ni una vez en el transcurso de una hora, sonrió, besó las manos de Kitty, le expresó su agradecimiento con lágrimas en los ojos y le dijo que se encontraba bien, que no le dolía nada, que había recobrado las fuerzas y que tenía apetito. Hasta se incorporó cuando le trajeron la sopa y pidió una albóndiga más. A pesar de que estaba desahuciado (bastaba echarle un vistazo para convencerse) y de que no había ninguna posibilidad de que se restableciera, a lo largo de esa hora Kitty y Levin compartieron la misma agitación, mezcla a partes iguales de felicidad y temor.

—Está mejor.

—Sí, mucho mejor.

—Es sorprendente.

—No tiene nada de sorprendente.

—En cualquier caso, está mejor —se decían en un susurro, sonriendo.

La ilusión no duró mucho. El enfermo se quedó tranquilamente dormido, pero al cabo de media hora le despertó la tos. Y de pronto las esperanzas se desvanecieron en el ánimo de todos, empezando por él mismo. La realidad del sufrimiento acabó con ellas de una vez para siempre, condenando al olvido cualquier expectativa que hubieran podido albergar.

Sin mencionar siquiera las ideas que se le habían pasado por la cabeza apenas media hora antes, como si le avergonzara acordarse, pidió que le dieran a respirar el frasco de yodo, cubierto de un papel agujereado. Levin se lo alargó, y la misma mirada de esperanza apasionada con que había comulgado se clavó ahora en su hermano, exigiendo que le confirmara las palabras del médico sobre los efectos milagrosos de la inhalación de yodo.

—¿No está Katia? —preguntó con voz ronca, mirando a su alrededor, cuando Levin corroboró con escaso entusiasmo la opinión del médico—. ¿No? Entonces puedo hablar... He representado esta comedia sólo por ella. ¡Es tan amable! Pero tú y yo no podemos engañarnos. Eso es lo que creo —dijo, apretando el frasco con su mano huesuda y aspirando su contenido.

Pasadas ya las siete, mientras Levin y Kitty tomaban el té en su habitación, Maria Nikoláievna entró corriendo, pálida, sin aliento, con los labios temblorosos.

—¡Se muere! —susurró—. Me temo que se va a morir de un momento a otro.

Marido y mujer corrieron al cuarto del enfermo, al que encontraron incorporado en la cama, apoyado en el codo, con la larga espalda doblada y la cabeza muy baja.

—¿Qué te pasa? —le preguntó Levin en un susurro después de una pausa.

—Ha llegado el final —dijo Nikolái con esfuerzo, pero con sorprendente claridad, pronunciando lentamente las palabras. Sin levantar la cabeza, alzó la mirada, pero no alcanzó a ver el rostro de su hermano—. ¡Katia, vete! —añadió.

Levin pegó un salto y con un susurro perentorio la obligó a salir.

—Ha llegado el final —repitió.

—¿Qué te hace pensar así? —preguntó Levin, por decir algo.

—Es el final —insistió, como si le gustara esa expresión.

Maria Nikoláievna se acercó a él.

—Será mejor que te tumbes, estarás más cómodo —dijo.

—Muy pronto yaceré tranquilo —repuso Nikolái—. Y bien muerto —añadió con ironía e irritación—. Bueno, acostadme si queréis.

Levin colocó a su hermano de espaldas, se sentó a su lado y se quedó mirando su cara, conteniendo la respiración. El moribundo tenía los ojos cerrados, pero los músculos de su frente se movían de vez en cuando, como cuando una persona está sumida en profundas e intensas reflexiones. Sin darse cuenta, Levin se puso a meditar en lo que estaría pasando en su interior, pero, por más que intentó que sus pensamientos fueran a la par con los del moribundo, comprendía por la expresión serena y dura de su rostro, como también por el movimiento de los músculos por encima de las cejas, que a su hermano se le aclaraban cada vez más todos esos misterios que para él seguían envueltos en sombras.

—Sí, sí, eso es —dijo lentamente el moribundo, separando mucho las palabras—. Esperad. —De nuevo guardó silencio—. ¡Eso es! —exclamó de pronto con gran serenidad, como si todo se le hubiera aclarado—. ¡Ah, Señor! —añadió con un profundo suspiro.

Maria Nikoláievna le palpó los pies.

—Se le están poniendo fríos —susurró.

Durante un rato larguísimo, según le pareció a Levin, el enfermo no se movió. En cualquier caso seguía vivo y de vez en cuando suspiraba. A Levin le fatigaba ya esa tensión mental. A pesar de todos sus esfuerzos, no era capaz de comprender lo que significaban esas palabras. Tenía la impresión de que hacía un buen rato que se había quedado detrás del moribundo. Ya no tenía fuerzas para pensar en la muerte, pero involuntariamente le venían a la cabeza todas las cosas de las que tendría que ocuparse: cerrarle los ojos, amortajarlo, encargar el ataúd. Y, cosa extraña, sentía una indiferencia total, no experimentaba pena, ni angustia, ni siquiera piedad por su hermano, sino más bien una suerte de envidia, porque había entrado en posesión de unos conocimientos que a él le estaban vedados.

Se quedó mucho tiempo sentado a la cabecera, esperando el final. Pero éste no llegaba. La puerta se abrió y en el umbral apareció Kitty. Levin se levantó para impedirle el paso. Pero en ese momento oyó que el moribundo se movía.

—No te vayas —dijo Nikolái, tendiéndole la mano.

Levin le ofreció la suya y con un gesto destemplado le indicó a su mujer que se marchara de allí.

Pasó media hora, una hora, y luego otra hora más, con la mano del moribundo en la suya. Lejos de pensar en la muerte, se preguntaba qué estaría haciendo Kitty, quién se alojaría en la habitación contigua, si el médico tendría casa propia. Tenía hambre y sueño. Soltó con mucho cuidado la mano para palpar los pies del moribundo. Estaban fríos, pero Nikolái seguía respirando. Levin hizo otro intento por salir de puntillas, pero el enfermo volvió a agitarse y dijo:

—No te vayas.

Amaneció. La situación seguía siendo la misma. Levin soltó poco a poco la mano del moribundo y, sin mirarlo, se fue a su habitación y se quedó dormido. Cuando se despertó, en lugar de escuchar que el enfermo había fallecido, como esperaba, se enteró de que había vuelto a la situación de antes. Se había incorporado otra vez, tosía, comía, hablaba y ya no se refería a la muerte. De nuevo albergaba esperanzas de curación, pero se mostraba más irascible y sombrío que antes. Nadie, ni su hermano ni Kitty, podía calmarlo. Se enfadaba con todo el mundo, decía cosas desagradables, culpaba a los demás de sus sufrimientos y exigía que enviaran en busca de un célebre médico de Moscú. Cada vez que le preguntaban cómo se encontraba, respondía con una expresión de ira y de reproche:

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