—¡Qué admirable es la expresión de Cristo! —dijo Anna. De todo lo que había visto esa expresión era lo que más le había gustado. Se daba cuenta de que era el centro del cuadro y estaba segura de que la alabanza agradaría al pintor—. Se ve que se compadece de Pilatos.
De nuevo no era más que una de las millones de observaciones acertadas que se podían hacer sobre el cuadro y la figura de Cristo. Anna había dicho que Cristo se compadecía de Pilatos. Los rasgos de Cristo debían reflejar piedad, porque su figura expresa el amor, una paz que no es de este mundo, la aceptación de la muerte y la conciencia de la vanidad de las palabras. De la misma manera que Pilatos debía parecer un funcionario, Cristo debía expresar piedad, porque el primero personificaba la vida carnal y el segundo la espiritual. Tales consideraciones y muchas otras pasaron por la cabeza de Mijáilov. Y de nuevo su rostro resplandeció de gozo.
—Sí, y qué bien está hecha la figura, cuánta ligereza. Se diría que puede uno dar la vuelta a su alrededor —dijo Goleníschev, queriendo dejar claro con ese comentario que no le parecía bien la idea ni la concepción con que el pintor la había ejecutado.
—¡Sí, es de una maestría asombrosa! —dijo Vronski—. ¡Cómo destacan las figuras del fondo! ¡Eso sí que es técnica! —añadió, dirigiéndose a Goleníschev, a quien poco antes había confesado su incapacidad para adquirir esa técnica.
—¡Sí, sí, es increíble! —corroboraron Goleníschev y Anna.
A pesar del estado de agitación en el que se encontraba, el comentario sobre la técnica hirió en lo vivo a Mijáilov, que miró enfadado a Vronski y frunció el ceño. A menudo oía decir esa palabra, pero no acababa de entender lo que significaba. Sabía que la gente se servía de ella para indicar la capacidad mecánica de pintar y dibujar, con independencia del contenido del cuadro. Más de una vez había observado, como en el caso del presente elogio, que la técnica se oponía al mérito intrínseco de la obra, como si fuera posible pintar con talento una mala composición. Sabía la gran atención y cuidado que había que poner para retirar los velos que ocultaban el verdadero sentido de las cosas sin perjudicar la obra; pero eso no tenía nada que ver con el arte de pintar, con la técnica. Si a un niño pequeño o a una cocinera se les revelara lo que él veía, serían capaces de dar cuerpo a esa visión. En cambio, el pintor más experimentado y habilidoso no podría pintar nada, a pesar de toda de su técnica, si no se le revelaban antes los límites de la composición. Y, ya que había salido a colación la técnica, era consciente de que no era uno de sus puntos fuertes. En todas sus composiciones había defectos que saltaban a la vista, producto de la desatención con que retiraba los velos de los objetos. Y no era posible corregirlos sin estropear la impresión de conjunto. En casi todos los rostros y figuras veía que aún quedaban velos sin quitar, que echaban a perder la obra.
—La única objeción que podría hacerse, si me lo permite... —observó Goleníschev.
—Ah, se lo ruego. Me agradará mucho oírle —replicó Mijáilov, con una sonrisa forzada.
—Ha creado usted un hombre Dios, no un Dios hombre. En cualquier caso, sé que es eso lo que pretendía.
—No puedo pintar a un Cristo que no llevo en mi alma —dijo Mijáilov con aire sombrío.
—Sí, pero en ese caso, si me permite que le exprese mi opinión... Su cuadro es tan bueno que mi observación no puede perjudicarlo; además, se trata sólo de una opinión personal. Con usted es distinto. El motivo mismo es diferente. Pero tomemos por ejemplo a Ivánov. Si lo que se pretendía era reducir a Cristo al nivel de una figura histórica, ¿no habría sido mejor que Ivánov hubiera elegido otro tema histórico, más fresco, no tan manoseado?
—Pero ¿acaso no es éste el tema más grande del que puede ocuparse el arte?
—Si se buscan, se pueden encontrar otros. En cualquier caso, lo que sucede es que el arte no soporta la discusión y el razonamiento. Y ante el cuadro de Ivánov tanto el creyente como el no creyente se ven enfrentados a la misma pregunta: ¿es Dios o no es Dios? De ese modo se destruye la unidad de la impresión.
—¿Por qué? Me parece que en el caso de personas cultas esta cuestión está de más —dijo Mijáilov.
Goleníschev mostró su desacuerdo e, insistiendo en su primera idea sobre la unidad de la impresión, necesaria en el arte, derrotó a Mijáilov.
Éste, a pesar de su excitación, fue incapaz de decir nada en defensa de sus tesis.
XII
Anna y Vronski, a quienes molestaba la erudita locuacidad de su amigo, intercambiaban miradas desde hacía ya un buen rato. Finalmente Vronski, sin esperar a que se lo indicara el artista, se acercó a otro cuadro de menor tamaño.
—¡Ah, qué maravilla, qué maravilla! ¡Es un prodigio! ¡Qué maravilla! —exclamaron al unísono Anna y Vronski.
«¿Qué es lo que les habrá gustado tanto?», pensó Mijáilov. Ya se había olvidado de ese cuadro, pintado hacía tres años. Había olvidado todos los sufrimientos y deleites que le había deparado, durante los meses en que lo había absorbido por entero, como olvidaba siempre todas las obras terminadas. Ni siquiera le agradaba contemplar esa tela, que sólo exponía con la esperanza de que algún inglés se decidiera a comprarla.
—No es más que un viejo estudio —dijo.
—¡Qué bonito! —exclamó Goleníschev, que también parecía fascinado por el encanto de ese cuadro.
Dos niños pescaban con caña a la sombra de un sauce. Uno de ellos, el mayor, acababa de echar el anzuelo y con mucho cuidado trataba de soltar el corcho prendido en un arbusto, embebido por entero en su labor. El otro, más pequeño, estaba tumbado en la hierba, las manos apoyadas en la cabeza de cabellos rubios y revueltos, y contemplaba el agua con ojos azules y meditabundos. ¿En qué estaría pensando?
La admiración ante ese cuadro volvió a despertar en Mijáilov la misma emoción de antes, pero temía y evitaba la inútil nostalgia del pasado. Por eso, aunque le alegraban los elogios, procuró dirigir la atención de los visitantes hacia un tercer cuadro.
Pero Vronski le preguntó si estaba en venta. En esos momentos, alterado por aquella visita, a Mijáilov le resultaba muy desagradable hablar de dinero.
—Para eso está expuesto —respondió, frunciendo el ceño con aire sombrío.
Cuando los visitantes se marcharon, Mijáilov se sentó enfrente del cuadro de Cristo y Pilatos, repasó los comentarios que habían hecho y lo que se sobreentendía en sus palabras. Y, cosa extraña, esas observaciones, que le habían parecido de tanto peso cuando estaban presentes y cuando procuró contemplar el cuadro desde su punto de vista, de pronto perdieron todo su significado. Se puso a contemplar la obra con su mirada de artista y llegó a convencerse de su perfección y, en consecuencia, de su importancia, algo necesario para recobrar esa disposición de espíritu, que excluía cualquier otro interés, sin la cual no le era posible trabajar.
En cualquier caso, la pierna de Cristo en escorzo no le había quedado bien. Tomó la paleta y se puso a trabajar. Mientras corregía la pierna, no dejaba de mirar la figura de Juan, en el fondo, en la que los visitantes no habían reparado, pero que él consideraba la cumbre de la perfección. Una vez terminada la pierna, quiso ponerse a trabajar en esa figura, pero se sentía demasiado agitado. Lo mismo que no podía pintar en un estado de apatía, tampoco podía hacerlo cuando estaba demasiado exaltado y veía las cosas demasiado bien. Sólo había un peldaño en ese tránsito de la frialdad a la inspiración en el que era posible trabajar. Y ahora estaba demasiado excitado. Hizo ademán de cubrir el cuadro, pero se detuvo con la sábana en la mano, sonrió con expresión beatífica y se quedó mirando largo rato la figura de Juan. Por último, como si le diera pena apartarse de su obra, dejó caer la sábana y volvió a su casa, cansado, pero feliz.