Alekséi Aleksándrovich acarició los cabellos de su hijo, respondió a la pregunta de la institutriz acerca la salud de su esposa y le preguntó qué había dicho el médico del baby.
—Ha dicho que no es nada grave, señor, y le ha prescrito unos baños.
—Pero sigue teniendo dolores —repuso Alekséi Aleksándrovich, prestando oídos a los gritos de la niña en la habitación contigua.
—Creo que la nodriza no sirve, señor —dijo la inglesa con resolución.
—¿Qué le hace pensar eso? —preguntó Karenin, deteniéndose.
—Lo mismo pasó en casa de la condesa Paul, señor. También le administraron medicinas a la criatura, pero resultó que sólo tenía hambre. La nodriza no tenía leche, señor.
Alekséi Aleksándrovich se quedó pensativo unos segundos y a continuación entró en la habitación contigua. Con la cabeza echada hacia atrás, la niña se retorcía en los brazos de la nodriza, rechazaba el opulento pecho que se le ofrecía y no paraba de gritar, a pesar de que tanto la nodriza como la niñera, inclinadas sobre ella, le chistaban.
—Entonces, ¿no se encuentra mejor? —preguntó Alekséi Aleksándrovich.
—Está muy inquieta —respondió la niñera en un susurro.
—Miss Edwards cree que tal vez la nodriza no tenga leche —dijo Karenin.
—Lo mismo pienso yo, Alekséi Aleksándrovich.
—¿Y por qué no lo ha dicho antes?
—¿Y a quién iba a decírselo? Anna Arkádevna sigue enferma —replicó la niñera de mala gana.
La niñera llevaba mucho tiempo en la casa. En esas sencillas palabras a Karenin le pareció entender una alusión a su situación.
La niña gritaba cada vez más, se ahogaba y enronquecía. La niñera hizo un gesto con la mano, se acercó a ella, la tomó de brazos de la nodriza y se puso a mecerla, al tiempo que paseaba por la habitación.
—Hay que pedirle al médico que reconozca a la nodriza —dijo Alekséi Aleksándrovich.
Temiendo perder su puesto, la nodriza, una mujer de aspecto saludable, vestida con elegancia, farfulló algo entre dientes, ocultó su generoso pecho y sonrió con desprecio, al ver que dudaban de que tuviera suficiente leche. También en esa sonrisa Alekséi Aleksándrovich creyó ver una alusión a su situación.
—¡Pobre niña! —exclamó la niñera, chistando a la pequeña, sin dejar de andar.
Alekséi Aleksándrovich se sentó en una silla y, con una expresión de amargura y sufrimiento, siguió las idas y venidas de la niñera.
Una vez que ésta, después de calmar por fin a la niña, la metió en su honda cuna, le arregló la almohada y se alejó, Alekséi Aleksándrovich se levantó y, andando de puntillas con cierta torpeza, se acercó a la pequeña. Guardó silencio por espacio de un minuto, mientras la contemplaba con cara triste. Pero de pronto esbozó una sonrisa, que le movió los cabellos y le frunció la piel de la frente, y salió sin hacer ruido de la habitación.
Una vez en el comedor, llamó al criado y le ordenó que volvieran a avisar al médico. Se sentía enojado con su mujer porque no se ocupaba de esa encantadora niña, y en semejante estado de irritación no le apetecía entrar a verla, ni tampoco saludar a la princesa. Pero a Anna podía sorprenderle que no fuese a su habitación, como tenía por costumbre. Por eso, haciendo un esfuerzo, se dirigió al dormitorio. Gracias a la mullida alfombra, que amortiguaba el rumor de sus pasos, mientras se acercaba a la puerta escuchó sin querer la siguiente conversación:
—Si él no se marchara, entendería la negativa de usted y la de su marido. Pero Alekséi Aleksándrovich debe estar por encima de estas cosas —decía Betsy.
—No es por mi marido por lo que no quiero verle, sino por mí misma. ¡No me hable de ese tema! —respondió Anna con voz agitada.
—Pero es imposible que no desee usted despedirse del hombre que se ha pegado un tiro por usted...
—Por eso es por lo que no quiero.
Alekséi Aleksándrovich se detuvo con expresión temerosa y culpable y quiso volver sobre sus pasos antes de que repararan en su presencia. Pero, juzgando que semejante actitud no sería digna, decidió seguir adelante y, carraspeando, entró en el dormitorio. En cuanto lo vieron, las dos mujeres dejaron de hablar.
Anna estaba sentada en una otomana, envuelta en una bata gris, la redonda cabeza coronada por una espesa mata de cabellos negros, cortados a cepillo. Como siempre que veía a su marido, la animación de su rostro desapareció en el acto. Bajó la vista y miró con inquietud a Betsy, vestida a la última moda, con un sombrero que se erguía sobre su cabeza como una pantalla sobre una lámpara, y un traje gris azulado de rayas diagonales, de un lado en el corpiño y del otro en la falda. Sentada cerca de Anna, irguió la figura alta y sin curvas, inclinó la cabeza y acogió a Alekséi Aleksándrovich con una sonrisa irónica.
—¡Ah! —exclamó, como sorprendida—. Me alegro mucho de que esté usted en casa. Como no va usted a ninguna parte, no lo veo desde que enfermó Anna. Estoy enterada de los muchos cuidados que le ha prodigado. ¡Sí, es usted un marido admirable! —añadió con una mirada acariciadora y llena de significado, como si le estuviera imponiendo una medalla por la magnanimidad de que había hecho gala con su esposa.
Alekséi Aleksándrovich la saludó con frialdad y, después de besar la mano de su mujer, le preguntó por su salud.
—Me parece que estoy mejor —respondió Anna, evitando su mirada.
—Pues por el color de tu cara se diría que tienes fiebres —repuso Karenin, enfatizando esa última palabra.
—Hemos hablado demasiado —intervino Betsy—. Comprendo que ha sido una actitud egoísta por mi parte, pero ya me voy.
Se levantó, pero Anna, de repente, se puso colorada y le cogió la mano con un gesto brusco.
—No, quédate, por favor. Tengo que decirle... No, a usted —añadió, dirigiéndose a Alekséi Aleksándrovich, y su frente y su cuello se cubrieron de rubor—. Ni quiero ni puedo tener ningún secreto con usted. —Alekséi Aleksándrovich bajó la cabeza y crujió los nudillos—. Betsy me ha dicho que el conde Vronski desea venir a despedirse antes de partir para Tashkent. —No miraba a su marido y, por lo visto, se daba prisa en contárselo todo, por muy penoso que le resultase—. Le he dicho que no puedo recibirlo.
—Lo que ha dicho usted, querida mía, es que todo dependía de Alekséi Aleksándrovich —la corrigió Betsy.
—No, no puedo recibirlo, y no hay razón para... —De pronto se interrumpió y miró con aire interrogativo a su marido, que no la estaba mirando—. En resumidas cuentas, no quiero...
Alekséi Aleksándrovich se acercó e hizo intención de cogerle la mano.
La primera reacción de Anna fue apartarla de la de su marido, húmeda, con grandes venas hinchadas; pero al final, haciendo un esfuerzo evidente, se la apretó.
—Le agradezco mucho su confianza, pero... —dijo Karenin, con irritación y despecho, dándose cuenta de que no era capaz de exponer ante la princesa Tverskaia algo que habría podido resolver a solas con la mayor facilidad. Aquella mujer encarnaba esa fuerza bruta que dirigía su vida a los ojos del mundo y le impedía entregarse a sus sentimientos de amor y perdón. Se interrumpió y se la quedó mirando.
—Bueno, adiós, querida —dijo Betsy, levantándose.
Besó a Anna y salió. Karenin la acompañó.
—¡Alekséi Aleksándrovich! Sé que es usted un hombre verdaderamente magnánimo —dijo Betsy, deteniéndose en la salita y apretándole la mano una vez más con especial firmeza—. No es un asunto de mi incumbencia, pero le tengo tanto cariño a Anna y le respeto tanto a usted que voy a permitirme darle un consejo. Recíbalo. Alekséi Vronski es la personificación del honor y se marcha a Tashkent.
—Le agradezco su interés y sus consejos, princesa. Pero es mi mujer quien debe resolver la cuestión de si debe o no debe recibir a alguien.
Pronunció esas palabras arqueando las cejas en un gesto lleno de dignidad, como tenía por costumbre, pero en seguida se dio cuenta de que, cualesquiera que fueran sus palabras, su situación no podía ser digna en ningún caso. Y así lo comprobó al contemplar la sonrisa contenida, irónica y malévola que Betsy le dirigió cuando acabó su frase.