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“Cien pasos más y estoy a salvo; si me quedo aquí dos minutos más, la muerte es segura”, pensaba cada uno.

Dólojov, que estaba en medio del gentío, se abrió violentamente paso hacia el extremo del dique, tiró a dos soldados y alcanzó el borde resbaladizo del hielo que cubría el estanque.

—¡Dad la vuelta!— gritó corriendo por el hielo que crujía bajo sus pies. —¡Dad la vuelta!— repitió dirigiéndose a los del cañón. ¡El hielo resiste!...

El hielo resistía, pero crujía y se combaba. Era evidente que iba a romperse, no sólo bajo el peso del cañón y de la muchedumbre, sino bajo su propio peso. Los demás lo miraban y se apretaban en la orilla, sin decidirse a saltar sobre el hielo. El jefe del regimiento, que seguía a caballo, levantó la mano y abrió la boca dirigiéndose a Dólojov; en esto, un proyectil silbó tan bajo sobre la muchedumbre que todos se inclinaron. Algo chocó contra un cuerpo blando y el general cayó del caballo en medio de un charco de sangre. Nadie lo miró siquiera, nadie pensó en levantarlo.

—¡Al hielo! ¡Al hielo! ¡Venga! ¡Dad la vuelta! ¿No oyes?— vociferaban después del disparo muchas gargantas que ni sabían lo que estaban diciendo.

Uno de los últimos cañones torció hacia el hielo. Numerosos soldados corrieron desde el dique al helado estanque. Bajo el peso de uno de los primeros soldados, la superficie helada se resquebrajó y una de sus piernas se hundió en el agua. Quiso levantarse, y se hundió hasta la cintura. Los más próximos se pararon indecisos; el que conducía el cañón detuvo a su caballo, pero detrás seguían gritando: “¡Al hielo! ¿Por qué se detienen? ¡Venga! ¡Adelante!”, y se repetían entre la muchedumbre los gritos de horror. Los soldados que rodeaban el cañón hostigaban a los caballos para obligarlos a avanzar. Los animales arrancaron. La superficie helada que sostenía a los infantes se rompió en un amplio espacio y unos cuarenta hombres, que estaban sobre el hielo, echaron a correr hacia delante y hacia atrás, hundiéndose en el agua unos a otros.

Los proyectiles, entretanto, silbaban con regularidad y caían sobre el hielo y el agua, pero sobre todo entre la muchedumbre que cubría el dique, el estanque y la orilla.

XIX

El príncipe Andréi seguía en los altos de Pratzen, en el mismo sitio donde había caído, con el asta de la bandera en la mano y perdiendo sangre, sin él mismo advertirlo, gemía débilmente, como un niño enfermo.

Al atardecer dejó de quejarse y quedó inmóvil. Más tarde abrió los ojos. Ignoraba cuánto había durado su desvanecimiento. De súbito advirtió que estaba vivo y que un dolor violento parecía desgarrarle la cabeza.

“¿Dónde está aquel alto cielo que yo no conocía y que hoy he visto por primera vez?”, tal fue su primer pensamiento. “Tampoco conocía este sufrimiento. Sí, hasta ahora no sabía nada, nada... Pero ¿dónde estoy?”

Se puso a escuchar y percibió el trote de algunos caballos que se acercaban y, después, las voces de unos hombres que hablaban en francés. Abrió los ojos. Encima estaba de nuevo el alto cielo, con las nubes movedizas, aún más lejanas, entre las que asomaba el azul infinito. No volvió la cabeza ni vio a los hombres que, a juzgar por el rumor de los pasos y por sus voces, se acercaban a él y se detenían.

Los jinetes eran Napoleón y dos ayudantes de campo. Bonaparte, al tiempo que recorría el campo de batalla, daba las últimas órdenes para reforzar las baterías que disparaban sobre el dique de Augezd y se detenía para contemplar los muertos y heridos que habían quedado en el campo de batalla.

—De beaux hommes! 240— dijo Napoleón mirando el cadáver de un granadero ruso caído de bruces, con el rostro hundido en la tierra y la nuca ennegrecida; un brazo, ya rígido, estaba muy separado del cuerpo.

—Les munitions des pièces de position sont épuisées, Sire 241— informó a Napoleón un ayudante que venía de las baterías que disparaban sobre Augezd.

—Faites avancer celles de la réserve— ordenó Napoleón. 242

Y alejándose algo se detuvo ante el príncipe Andréi, que yacía de espaldas con el asta de la bandera al lado (la bandera había sido tomada como trofeo por los franceses).

—Voilà une belle mort— dijo mirando a Bolkonski. 243

El príncipe Andréi comprendió que estaba hablando Napoleón y que sus palabras se referían a él. Oyó que llamaban Sire al hombre que las había pronunciado. Pero lo percibía todo como el zumbido de una mosca. No le interesaban ni se fijaba en ellas y las olvidaba al instante. Le ardía la cabeza; sentía que se desangraba lentamente y veía encima el cielo lejano, alto y eterno. Sabía que era Napoleón, su héroe; pero en aquel momento, Bonaparte le parecía un ser pequeñísimo e insignificante en comparación con lo que estaba ocurriendo entre su alma y el alto cielo infinito por donde se deslizaban las nubes. En aquel instante no le importaba nada que se detuvieran a su lado ni lo que pudieran decir de él; estaba, sí, contento de que alguien lo hiciese, y su único deseo era que esa gente lo ayudase a volver a una vida que le parecía tan bella, ahora que la comprendía de otra manera. Reunió todas sus fuerzas para moverse y articular algún sonido. Agitó débilmente una pierna y emitió un lamento débil y quejumbroso que lo conmovió a él mismo.

—¡Ah, está vivo!— dijo Napoleón. —Levantad ce jeune homme y conducidlo al puesto de socorro.

Napoleón siguió adelante, al encuentro del mariscal Lannes, que se acercaba descubierto y sonriente al Emperador para felicitarlo.

El príncipe Andréi no recordaba lo que había sucedido después. Se desvaneció por el horrible dolor sufrido cuando lo colocaron en la camilla, con las sacudidas durante el camino y durante el sondeo de la herida en el puesto de socorro. No volvió en sí más que al final de la jornada, cuando lo llevaban al hospital con otros oficiales rusos heridos y prisioneros. Durante el traslado se sintió algo mejor y pudo mirar alrededor y logró hablar.

Lo primero que oyó al despertar fue una frase del oficial francés encargado del convoy, que decía rápidamente:

—Tenemos que detenernos aquí; el Emperador va a pasar ahora y le gustará ver a estos señores prisioneros.

—Son tantos los prisioneros, casi todo el ejército ruso, que ya le cansará verlos— replicó otro oficial.

—Sin embargo... dicen que ése es el comandante de la Guardia del Emperador— siguió diciendo el primer oficial, señalando a un oficial herido con el uniforme blanco de jinete de la Guardia.

Bolkonski reconoció al príncipe Repnin, al que había encontrado en los salones de San Petersburgo. Junto a él había un joven de diecinueve años, también oficial de la Guardia e igualmente herido.

Bonaparte, que llegaba al galope, detuvo su caballo.

—¿Cuál es el oficial de mayor graduación?— preguntó al ver a los prisioneros.

Dieron el nombre del coronel, príncipe Repnin.

—¿Mandaba usted el regimiento de caballería de la Guardia del Emperador?— inquirió Napoleón.

—Mandaba un escuadrón— repuso Repnin.

—Su regimiento ha cumplido noblemente con su deber.

—La mejor recompensa para el soldado es el elogio de un gran capitán.

—Se la concedo gustoso— dijo Bonaparte. Y volvió a preguntar: —¿Quién es ese joven?

El príncipe Repnin dijo que era el teniente Sujtelen.

Lo miró Napoleón y comentó con una sonrisa:

—Il est venu bien jeune se frotter à nous. 244

—La juventud no impide ser valiente— dijo Sujtelen con voz entrecortada.

—¡Hermosa respuesta!— comentó Napoleón. —¡Usted irá lejos, joven!

El príncipe Andréi, colocado también en primer término, para completar el espectáculo, volvió a llamar la atención del Emperador. Napoleón, al parecer, recordó haberlo visto en el campo de batalla y se dirigió a él usando el mismo adjetivo de antes —joven— con el que Bolkonski le había quedado en la memoria la primera vez que lo vio.

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