En el poblado de Hosjeradek había tropas rusas que, aunque mezcladas, se habían retirado más ordenadamente— del campo de batalla; se hallaban ya fuera del alcance de las baterías contrarias y el ruido del tiroteo parecía lejano. Allí se veían las cosas más claras y todos decían que la batalla estaba perdida. Por más que Rostov preguntara nadie podía decirle dónde se hallaban el Emperador o Kutúzov. Unos confirmaban que el Soberano estaba herido, otros lo negaban y atribuían aquel rumor engañoso al hecho de que, en la carroza del Emperador, había pasado rápidamente, abandonando el campo de batalla, el gran mariscal de la Corle conde Tolstói, pálido y asustado, que figuraba en el séquito de Alejandro. Un oficial aseguró a Rostov haber visto hacia la izquierda, pasada la aldea, a varios jefes importantes. Rostov se encaminó hacia allí; no con la esperanza de encontrar a nadie, sino para tranquilizar su conciencia. Después de haber recorrido unos tres kilómetros y rebasado las últimas tropas rusas, cerca de un huerto rodeado por una zanja vio a dos jinetes; uno, con un gran penacho blanco, no le pareció desconocido; el otro, sobre un alazán magnífico, caballo que Rostov creyó reconocer, se acercó a la zanja, espoleó a la bestia y, aflojando las riendas, saltó fácilmente el obstáculo. Unos puñados de tierra, removidos por las patas traseras del animal, cayeron al fondo. Hizo dar la vuelta al caballo, volvió a saltar la zanja y se dirigió respetuosamente al del penacho blanco proponiéndole sin duda que hiciera lo mismo. El jinete, cuyo rostro creía reconocer Rostov y que atraía toda su atención, hizo con la cabeza y la mano un gesto negativo, por el que Rostov reconoció al instante a su llorado y querido Emperador.
“Pero no puede ser él, tan solo en medio de este desierto”, pensó. Mientras tanto, Alejandro había vuelto la cabeza y Rostov reconoció los rasgos amados que tan profundamente se habían grabado en su memoria. El Emperador estaba pálido; sus mejillas y sus ojos, hundidos, pero el rostro tenía aún mayor dulzura y encanto. Rostov se sintió feliz al comprobar que los rumores sobre la herida del Emperador no tenían fundamento. Se sentía feliz por haberlo encontrado. Sabía que podía, y es más, debía dirigirse directamente a él y comunicarle cuanto Dolgorúkov le ordenara.
Pero como un joven enamorado que, emocionado y tembloroso, no se atreve a decir aquello en que sueña por la noche y mira asustado a un lado y a otro, buscando una ayuda o la posibilidad de retrasar el momento de verse a solas con su amada o de huir cuando se ve frente a ella, así Rostov, ahora que tenía en sus manos lo que más deseaba en el mundo, no sabía cómo acercarse al Emperador, y se imaginaba mil razones por las cuales no debía hacerlo, por las que sería inoportuno, fuera de lugar e imposible.
“Podría parecer que aprovechaba la ocasión de verlo solo y triste. En este momento de angustia puede serle penoso y desagradable ver a un desconocido. Además, ¿qué puedo decirle ahora, cuando ya de verlo tiembla mi corazón y se me seca la boca?” Ninguno de los numerosos discursos que antes imaginara dirigir al Emperador le volvía ahora a la memoria. Aquellos discursos los había pensado para otras circunstancias; imaginaba pronunciarlos en los momentos de victoria, en pleno triunfo y, sobre todo, en su lecho de muerte, donde sucumbía a las heridas mientras el Emperador le agradecía sus actos de heroísmo y él, al morir, le testimoniaba su amor probado con su vida.
“Además, ¿cómo voy a pedir al Emperador órdenes para el flanco derecho cuando son más de las tres de la tarde y la batalla está perdida? No, no debo acercarme a él, no debo turbar su meditación. Antes morir mil veces que merecer una mirada suya desaprobadora o causarle mala impresión”, decidió Rostov; y con el corazón rebosante de tristeza y amargura se alejó, sin dejar de mirar al Soberano, que permanecía en su misma actitud indecisa.
Mientras Rostov se abandonaba a semejantes consideraciones y se alejaba tristemente del Emperador, llegaba por casualidad al mismo sitio el capitán Von Toll; dándose cuenta de la presencia del Soberano, se dirigió a él directamente, le ofreció sus servicios y lo ayudó a cruzar la zanja a pie. El Emperador se sentía mal y, deseando descansar, se sentó bajo un manzano; Toll permaneció a su lado. Desde lejos, Rostov veía con envidia y arrepentimiento que Toll hablaba prolongada y animadamente con Alejandro, quien, al parecer, rompió a llorar y se cubrió los ojos con una mano, mientras tendía la otra a Toll.
“¡Y yo podía estar en su lugar!”, pensó Rostov. Y conteniendo a duras penas las lágrimas que le inspiraba la suerte del Emperador, profundamente desolado, siguió adelante sin saber adonde ni qué partido tomar.
Su desesperación era todavía más intensa pues comprendía que su propia debilidad había sido la causa de su pena.
Habría podido..., habría debido acercarse al Emperador. Era una ocasión única de mostrarle su lealtad. Y no la había aprovechado... “¿Qué es lo que hice?”, pensaba; y volviendo grupas se dirigió al lugar donde había visto al Emperador. Pero junto a la zanja ya no había nadie. Sólo vio una hilera de carretas y carrozas. Rostov supo por uno de los conductores que el Estado Mayor de Kutúzov estaba cerca del lugar al que se dirigían los carros. Rostov los siguió.
Delante de él iba el palafrenero de Kutúzov, que conducía algunos caballos protegidos con mantas. Un carro lo seguía y cerraba la marcha un viejo sirviente de piernas arqueadas, gorra de visera y pelliza.
—¡Tito! ¡Eh, Tito!— gritó el palafrenero.
—¿Qué?— contestó distraído el viejo.
—¡Tito, vete a trillar!
—¡Imbécil!— se encolerizó el otro escupiendo con rabia.
Pasaron unos minutos, durante los cuales marcharon en silencio; después se repitió la misma broma. Y así una vez y otra.
Antes de las cinco de la tarde la batalla estaba perdida en todos los puntos. Más de cien cañones habían caído ya en manos de los franceses.
Prebyzhevsky y su cuerpo de ejército habían depuesto las armas; las otras columnas, reducidas a la mitad, se retiraban en desbandada.
El resto de las tropas de Langeron y Dojtúrov, entremezcladas, se apretujaban sobre los diques junto a los estanques y las orillas próximas a la aldea de Augezd.
Hacia las seis, sólo contra ese lugar continuaba el nutrido cañoneo de los franceses, que habían emplazado numerosas baterías en las laderas de Pratzen y dirigían el fuego a los rusos en retirada.
En la retaguardia, Dojtúrov y otros reunían los batallones y se defendían contra la caballería francesa que los perseguía. Caía el crepúsculo. Cerca del estrecho dique de Augezd, donde durante tantos años se había sentado tranquilamente el viejo molinero con su gorro y su caña de pescar mientras el nietecillo, remangada la camisa, hundía las manos en una regadera y jugueteaba con los peces plateados y temblorosos; en ese mismo dique sobre el que, año tras año, con sus carros llenos de trigo, moravos tocados con gorros peludos y chaleco azul transitaban pacíficamente y por donde volvían manchados de harina en sus carros blancos; en ese mismo estrecho dique, ahora, entre furgones y cañones, bajo los caballos y entre las ruedas, se apretujaba una multitud enloquecida por el miedo a la muerte; se aplastaban unos a otros, morían, pasaban sobre los moribundos y se mataban tan sólo para, unos pasos más allá, morir igualmente.
Cada diez segundos, hendiendo el aire, en medio de aquella muchedumbre caía un proyectil o estallaba una granada, matando y cubriendo de sangre a los que se encontraban cerca. Dólojov, herido en el brazo, a pie, con una docena de hombres de su compañía (era ya oficial) y el comandante de su regimiento —a caballo— eran los únicos supervivientes de su unidad. Arrastrados por la muchedumbre, comprimidos en la entrada del dique y empujados por todas partes, tuvieron que detenerse porque delante de ellos un caballo había caído bajo un cañón y lo estaban retirando. Un proyectil mató a alguien a sus espaldas; otro cayó delante y cubrió de sangre a Dólojov. La muchedumbre, desesperada, se lanzó hacia delante, se apretó todavía más, dio algunos pasos y se detuvo de nuevo.