V
Los invitados comenzaron a retirarse, agradeciendo a Anna Pávlovna la charmante soirée.
Pierre era desmañado, grueso, de una estatura superior a la corriente, ancho, con enormes manos rojas; no sabía entrar en un salón y menos salir de él, no sabía decir unas palabras especialmente amables antes de despedirse. Además, era distraído. Al levantarse tomó, confundiéndolo con su sombrero, el emplumado tricornio de un general y lo retuvo, tirando de las plumas, hasta que su dueño le rogó que se lo devolviera. Pero estas distracciones y el no saber cómo entrar en un salón ni comportarse en él estaban compensados en Pierre por su expresión de bondad, sencillez y modestia. Anna Pávlovna se volvió hacia él para expresarle con cristiana dulzura su perdón por las opiniones expresadas y lo despidió diciendo:
—Espero que volvamos a vemos y también que modifique sus ideas, querido monsieur Pierre.
Pierre no respondió palabra, se inclinó y mostró a todos su sonrisa que nada quería decir, o tal vez expresaba que “las opiniones son opiniones, pero todos veis que soy un excelente y simpático muchacho”. Y todos, hasta Anna Pávlovna, lo comprendieron aun contra su voluntad.
El príncipe Andréi salió al vestíbulo. Mientras ofrecía los hombros al lacayo que le ponía la capa, escuchaba con indiferencia las bromas de su mujer y el príncipe Hipólito, que salían también. El príncipe Hipólito estaba junto a la bonita princesa encinta y la miraba con insistencia a través de sus impertinentes.
—Retírese, Annette, que puede resfriarse dijo la pequeña princesa despidiéndose de Anna Pávlovna. —C'est arreté 54—añadió en voz baja.
Anna Pávlovna había logrado hablar con Lisa de su proyecto de matrimonio entre Anatole y la cuñada de la pequeña princesa.
—Cuento con usted, querida— dijo Anna Pávlovna también en voz baja. —Escríbale y ya me dirá comment le père envisagera la chose. Au revoir 55— y abandonó el vestíbulo.
El príncipe Hipólito se acercó a la pequeña princesa, e inclinando el rostro hasta acercarlo al de ella, susurró algunas palabras.
Dos lacayos, el suyo y el de la princesa, esperaban, con un abrigo y un chal, a que terminaran de hablar y escuchaban la conversación en francés, incomprensible para ellos, como si la entendieran, pero sin querer demostrarlo. Como siempre, la princesa hablaba sin dejar de sonreír y escuchaba riendo.
—Estoy contento de no haber ido a la fiesta del embajador— decía el príncipe Hipólito. —Son aburridísimas... Brillante velada, ¿verdad?
—Dicen que el baile resultará precioso— replicó la princesa, alzando su labio superior ligeramente sombreado por el vello. —Estarán las damas más bellas de la sociedad.
—No todas, puesto que no estará usted, no todas— dijo el príncipe Hipólito, riendo alegremente; después, tomando el chal de manos del lacayo, se lo puso él mismo a la princesa.
Por distracción o voluntariamente (nadie podría saberlo) prolongó durante algún tiempo aquel gesto, sin retirar sus manos después de colocarle el chal: parecía que la estaba abrazando.
La princesa se apartó con gracia sin dejar de sonreír, se volvió y miró a su marido. El príncipe Andréi tenía los ojos entornados: parecía cansado y somnoliento.
—¿Ya está usted dispuesta?— preguntó a su mujer, envolviéndola por entero con su mirada.
El príncipe Hipólito se puso rápidamente el abrigo, que según la moda de entonces le llegaba hasta los talones, entorpeciéndolo, y bajó corriendo la escalera, tras la princesa, a la que un lacayo ayudaba a subir al carruaje.
—Princesse, au revoir— gritó, tropezando con las palabras lo mismo que con los pies.
La princesa, recogiendo el vestido, se perdió en la oscuridad de la carroza; su marido se ajustó el sable. El príncipe Hipólito, con el pretexto de ayudar, molestaba a todos.
—¿Me permite, señor?— dijo con tono desabrido el príncipe Andréi, dirigiéndose en ruso al príncipe Hipólito, que le impedía el paso.
—Te espero, Pierre— añadió después, la misma voz pero afable y cariñosa.
El cochero tiró de las riendas y el carruaje se puso en movimiento. El príncipe Hipólito reía convulsionadamente en el zaguán esperando al vizconde, a quien había prometido llevar a su casa.
—Eh bien, mon cher, votre petite princesse est très bien, tres bien— dijo el vizconde, acomodándose en el coche. —Mais très bien— y se besó las puntas de los dedos. —Et tout à fait française. 56
Hipólito resopló y se echó a reír.
—Et savez-vous que vous êtes terrible avec votre petit air innocent— continuó el vizconde. —Je plains le pauvre mari, ce petit officier, qui se donne des airs de prince régnant. 57
Hipólito volvió a resoplar y dijo sin dejar de reír:
—Et vous disiez que les dames russes ne valaient pas les dames françaises. Il faut savoir s’y prendre. 58
Pierre, que había llegado el primero, entró en el despacho del príncipe Andréi como persona de confianza y en seguida, como tenía por costumbre, se tumbó en el diván, tomó de la estantería el primer libro que le vino a mano (eran los Comentariosde César), lo abrió por la mitad y, apoyándose en los codos, se puso a leer.
—¿Qué has hecho con mademoiselle Scherer? ¡Seguro que acabará por ponerse enferma de veras!— dijo el príncipe Andréi, entrando en el despacho al tiempo que frotaba sus manos blancas y delicadas.
Pierre se volvió con tanta brusquedad que hizo crujir el diván; miró alegremente al príncipe Andréi, sonrió y agitó la mano.
—No; el abate era interesantísimo, pero no comprende debidamente las cosas... Creo que la paz perpetua es posible, pero no sé cómo decirlo..., en todo caso, no mediante el equilibrio político...
Era evidente que al príncipe Andréi no le interesaba demasiado aquella conversación abstracta.
—Mon cher, no se puede decir siempre y en todas partes lo que uno piensa. Bien, ¿has decidido algo? ¿Entrarás en la caballería o serás diplomático?— preguntó el príncipe tras un instante de silencio.
Pierre se sentó en el diván, sobre sus piernas dobladas.
—Puede creerme que todavía no lo sé: ninguna de las dos cosas me gusta.
—Pero tendrás que decidirte a algo. Tu padre lo espera.
Pierre había sido enviado al extranjero a los diez años, acompañado de un abate como preceptor; allí permaneció hasta los veinte; y a su vuelta a Moscú, su padre licenció al abate y dijo al joven: “Ahora vete a San Petersburgo, mira bien y escoge: lo aceptaré todo; aquí tienes una carta para el príncipe Vasili y dinero; escríbeme con detalle y te ayudaré en lo que sea”. Pierre llevaba tres meses eligiendo carrera, pero no se decidía por ninguna. De esta elección le hablaba ahora el príncipe Andréi. Pierre se paso la mano por la frente.
—Pero seguramente es masón— dijo refiriéndose al abate de la velada.
—Todo eso son quimeras— lo atajó de nuevo el príncipe Andréi. —Ahora hablemos de tus asuntos. ¿Has estado en la caballería?
—No, no estuve; pero mire lo que he pensado y de ello quiero hablarle: ahora estamos en guerra contra Napoleón; si se tratara de una guerra por la libertad, lo comprendería y sería el primero en alistarme; pero ayudar a Inglaterra y Austria contra el hombre más grande del mundo... no está bien.
El príncipe Andréi se limitó a encogerse de hombros ante las infantiles palabras de Pierre; quería darle a entender que a semejante necedad no se podía responder. En realidad era difícil responder de otra manera a tan ingenua opinión.
—Si todos hicieran las guerras sólo por convicción, no habría guerras.
—¡Y eso sería admirable!— replicó Pierre.
El príncipe Andréi sonrió.
—Sí, es posible que fuera admirable, pero no ocurrirá jamás...