El príncipe Bagration y Tushin miraban ahora con idéntica fijeza a Bolkonski, que hablaba con mesura y emoción.
Y si me permite, Excelencia, una opinión— prosiguió, diré que el éxito de esta jomada lo debemos en gran parte a esa batería y a la firmeza heroica del capitán Tushin y de su compañía.
Sin esperar respuesta, el príncipe Andréi se alzó y se apartó de la mesa. El príncipe Bagration miró a Tushin. Era claro que no quería dudar de la firme opinión de Bolkonski y que, a la vez, le era difícil darle absoluta fe. Inclinó la cabeza y dijo a Tushin que podía retirarse.
El príncipe Andréi salió detrás del capitán.
—¡Oh, amigo! ¡Gracias! ¡Me ha sacado de un apuro!— le dijo Tushin.
Bolkonski lo miró y se alejó sin responder nada; estaba triste, apesadumbrado. Todo lo que sucedía era tan extraño, tan distinto de cuanto él había esperado.
“¿Quiénes son? ¿Qué hacen aquí? ¿Qué necesitan? ¿Cuándo terminará todo esto?", pensaba Rostov mirando a las sombras que se agitaban delante de él. El dolor en el brazo se hacía cada vez más agudo. El sueño lo dominaba; círculos rojos danzaban ante sus ojos; la impresión de las voces y las caras y el sentimiento de soledad se confundían con la sensación de dolor; eran ellos, esos soldados heridos y no heridos, los que le apretaban y retorcían los nervios, los que quemaban la carne de su brazo roto y del hombro. Para librarse de ellos cerró los ojos.
Logró dormirse un instante, pero en esos cortos minutos de modorra vio en sueños multitud de imágenes distintas: vio a su madre, con su larga mano blanca, los delgados hombros de Sonia, los ojos y la risa de Natasha; vio a Denísov, con su vozarrón y sus bigotes, vio a Telianin y su historia con él y Bogdánich. Toda esa historia se fundía con el soldado de la voz brusca y tanto aquélla como el soldado sujetaban constantemente su brazo causándole un dolor agudo, lo presionaban y tiraban de él siempre en la misma dirección. Intentaba separarse de ellos, pero ni por un instante conseguía que abandonaran su brazo y su hombro. No habría sufrido tanto, estaría bien, si no tirasen así de él; pero le era imposible librarse de ellos.
Abrió los ojos y miró a lo alto. El negro velo de la noche bajaba casi hasta las mismas brasas de la hoguera. Iluminada por el fuego, la nieve caía en polvo menudo. Tushin no había vuelto aún. El médico tampoco aparecía.
Estaba solo. Frente a él, un soldado totalmente desnudo calentaba junto a la hoguera su cuerpo delgado y amarillento.
“A nadie hago falta —pensó Rostov—. Nadie viene a socorrerme ni a consolarme. ¡Y en mi casa vivía amado de todos, fuerte, alegre y amado!” Suspiró, y con el suspiro salió de sus labios un involuntario gemido.
—¿Le duele algo?— preguntó el soldado, sacudiendo la camisa encima del fuego, y sin esperar respuesta, carraspeó y añadió: —¡Cuántos han caído hoy! ¡Un espanto!
Rostov no escuchaba las palabras del soldado. Miraba a la nieve que aleteaba sobre el fuego y se acordó del invierno ruso, de su casa tibia y luminosa, de su abrigo de pieles, los trineos veloces, su cuerpo vigoroso, todo el amor y los cuidados de la familia. "¿Para qué habré venido aquí?”, se preguntó.
Al día siguiente los franceses no renovaron el ataque y el resto del destacamento de Bagration pudo incorporarse al ejército de Kutúzov.
Tercera parte
I
El príncipe Vasili no meditaba sus planes. Y menos aún pensaba en hacer daño a otros para conseguir alguna ventaja. Era, ni más ni menos, un hombre de la alta sociedad que, habiendo tenido siempre éxito en el mundo, estaba acostumbrado a obtenerlo. Según las circunstancias y sus relaciones con los demás, combinaba diversos planes y cálculos de los que ni él mismo tenía exacta conciencia, aunque constituían todo el interés de su vida. No se trataba de un plan ni de dos, sino de decenas de ellos; alguno no hacía más que esbozarse en su mente, otros adquirían realidad y los demás se anulaban. Por ejemplo, el príncipe Vasili nunca se decía: “Tal personaje tiene ahora gran influencia; debo conquistar su amistad y confianza para conseguir, gracias a él, una ayuda financiera”. Ni tampoco pensaba: “Pierre es rico, debo atraérmelo, casarlo con mi hija y conseguir ese préstamo de cuarenta mil rublos que necesito". Mas si tropezaba con el personaje influyente, su instinto certero le sugería en seguida que esa persona podía serle útil, y el príncipe Vasili se hacía amigo del individuo en cuestión y en la primera ocasión propicia, instintivamente, sin preparación alguna, lo adulaba, lo trataba con familiaridad y le hablaba de lo que era preciso.
A Pierre, en Moscú, lo tenía a mano, y encontró la manera de hacerlo nombrar gentilhombre de cámara, lo que entonces equivalía al rango de consejero de Estado, y lo instó para que se trasladara con él a San Petersburgo y se alojase en su casa. Como si no pensase en ello, pero con absoluta seguridad de que era preciso, el príncipe Vasili hacía lo necesario para casar a Pierre con su hija. Si el príncipe Vasili hubiera preparado con anterioridad sus planes, no habría podido manifestarse de aquella manera tan simple y familiar en todas sus relaciones con las personas situadas por encima o por debajo de él. Algo lo atraía siempre hacia el más fuerte y el más rico, y poseía la rara habilidad de escoger el instante oportuno para sacar partido de todos.
Pierre, convertido inesperadamente en un hombre riquísimo y en conde tras la soledad y despreocupación de poco antes, se veía ahora hasta tal punto ocupado y rodeado de gente que tan sólo en el lecho podía quedarse solo consigo mismo. Tenía que firmar documentos relacionados con oficinas públicas de cuya significación no tenía clara idea, preguntar sobre una u otra cosa a su primer intendente, visitar sus posesiones en las cercanías de Moscú y recibir a un sinfín de personas que poco antes no querían saber siquiera de su existencia y ahora se darían por ofendidas y disgustadas si el nuevo millonario no las recibiera. Eran gentes muy diversas: hombres de negocios, parientes, conocidos; todos igualmente cariñosos y bien dispuestos hacia el joven heredero. Todos, eso era evidente e indiscutible, se mostraban convencidos de las grandes cualidades de Pierre. No cesaba de oír frases como: “por su extremada bondad”, “con su excelente corazón”, “es usted tan recto, señor conde...”, “si él fuera tan inteligente como usted”, etcétera; de manera que empezaba a creer sinceramente en su extraordinaria bondad y en su extraordinaria inteligencia, tanto más porque siempre, en lo íntimo de su corazón, le parecía que era, en efecto, muy bondadoso y muy inteligente. Hasta personas antes maliciosas y hostiles eran ahora con él dulces y afectuosas. La mayor de las princesas, tan seria siempre con su largo talle y sus lisos cabellos de muñeca, entró en la habitación de Pierre después de los funerales del viejo conde. Con los ojos bajos y ruborizándose a cada instan te, le dijo que le dolía mucho el equívoco habido entre ellos, y que no se sentía con derecho a pedir nada, excepto el permiso (tras la desventura de aquella muerte) a permanecer algunas semanas en una casa que tanto amaba y donde tantos sacrificios había hecho. Al decir esto no pudo dominarse y se echó a llorar. Conmovido por semejante evolución en aquella mujer, fría como una estatua, Pierre le tomó la mano y le pidió perdón, sin saber qué había de perdonarle. Desde aquel día, la mayor de las princesas comenzó a tejer una bufanda de lana a rayas para Pierre y cambió por completo su conducta hacia él.
—Hazlo por ella, mon cher. ¡Ha sufrido tanto por tu difunto padre!— le dijo el príncipe Vasili presentándole un documento a favor de la princesa para que lo firmara.
El príncipe Vasili había creído conveniente y necesario arrojar aquel hueso a la princesa (una orden de pago de treinta mil rublos) para que no se le ocurriera sacar a cuento su participación en el caso de la cartera de cuero repujado. Pierre firmó, y desde entonces la princesa le mostró aún más cariño. También las otras hermanas le mostraban mayor afecto, especialmente la más joven y bonita, la del lunar. Con frecuencia ponía a Pierre en situaciones embarazosas con sus risas y su turbación cuando lo veía.