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Desde todas partes llegaba rumor de pasos y voces de soldados que pasaban bien a pie, bien a caballo y se instalaban en los alrededores. El resonar de esos pasos y voces, el chapoteo de los caballos en el fango, el crepitar lejano y próximo de la leña en las hogueras se fundían en un solo ruido confuso y vacilante.

Ya no era como antes un río invisible en las tinieblas, sino un tenebroso mar que se acomoda todavía estremecido después de la tormenta. Rostov miraba y escuchaba todo cuanto pasaba ante él y a su alrededor, sin entenderlo. Un soldado de infantería se acercó a la hoguera, se sentó en cuclillas, acercó las manos al fuego y miró a Tushin.

—¿Me permite, Excelencia?— preguntó. —He perdido mi compañía; ni sé dónde me encuentro. ¡Qué calamidad!

Con el soldado se había acercado un oficial de infantería, que llevaba una mejilla vendada, y, dirigiéndose a Tushin, le pidió que hiciera mover un poco los cañones para dejar paso a un carro. Tras el jefe de la compañía llegaron dos soldados. Se insultaban ferozmente y reñían tratando de arrebatarse uno al otro una bota.

—¡Sí, di que la has cogido tú, bribón!— gritaba uno con voz ronca.

Después llegó) un soldado pálido y flaco que llevaba el cuello vendado con un trapo manchado de sangre y con voz irritada exigió agua a los artilleros.

—¿Acaso tengo que morir como un perro?— dijo.

Tushin mandó que le trajeran agua. Más tarde se aproximó un soldado de buen humor, pidiendo fuego para los de infantería.

—¡Un poco de fuego calentito para la infantería! ¡Que os vaya bien, paisanos! Gracias por la lumbre, os la devolveremos con réditos— dijo llevándose en la oscuridad un tizón encendido.

Cuatro soldados que llevaban un objeto muy pesado pasaron junto a la hoguera. Uno de ellos tropezó.

—¡Esos demonios han dejado leños en medio del camino!— gruñó.

—¿Para qué lo lleváis si está muerto?— preguntó alguien.

—¡Mal rayo os parta!— y en seguida desaparecieron en la oscuridad.

Tushin preguntó en voz baja a Rostov:

—¿Le duele?

—Sí, duele.

—Excelencia, lo llama el general— dijo un artillero acercándose a Tushin. —Está aquí, en la isba.

—En seguida voy.

Tushin se puso en pie y se alejó de la hoguera, abrochándose de paso el capote.

No lejos de la hoguera de los artilleros, en la isba preparada para él, el príncipe Bagration estaba sentado ante una mesa dispuesta para la cena, de charla con algunos jefes de unidad reunidos con él. Allí estaba el viejecillo de los ojos medio cerrados, que roía ávidamente un hueso de cordero; el general de los veintidós años de intachable servicio, rojo ahora por el vodka y la cena; el oficial de Estado Mayor con su vistoso anillo; Zherkov, que miraba inquieto a todos, y el príncipe Andréi, pálido, con los labios apretados y los ojos que relucían con brillo febril.

En un ángulo de la isba había una bandera tomada a los franceses; el auditor civil de rostro ingenuo palpaba la tela de la bandera y sacudía su cabeza con asombro, tal vez porque le interesaba verdaderamente el paño o porque le resultaba penoso, con el hambre que sentía, asistir a una comida en la que no tomaba parle por falta de cubierto. Un coronel francés hecho prisionero por los dragones estaba instalado en una isba próxima. Los oficiales se agolpaban para verlo. El príncipe Bagration dio las gracias a algunos jefes, pidió detalles de la batalla y de las pérdidas sufridas. El comandante del regimiento presentado en Braunau informaba al príncipe de que al iniciarse la acción se retiró del bosque, reunió a los soldados que cortaban leña, dejó pasar a los franceses y los atacó con dos batallones con la bayoneta calada haciéndolos huir.

—Cuando me di cuenta, Excelencia, de que el primer batallón estaba desbaratado, me detuve en el camino y pensé: “Dejaré que pasen éstos y recibiré al enemigo con fuego graneado”. Y así lo hice.

Había deseado tanto el comandante del regimiento llevar a cabo aquel movimiento de tropas y lamentaba tanto no haberlo podido realizar que acabó por convencerse de que las cosas habían sucedido como él pensaba; tal vez había ocurrido así. ¿Acaso podía discernirse, en semejante confusión y desorden, lo que se había hecho y lo que no se hizo?

—También debo exponer a su Excelencia— prosiguió recordando la conversación entre Dólojov y Kutúzov, y su postrer encuentro con el degradado —que el soldado degradado Dólojov, ante mis propios ojos, capturó a un oficial francés y se ha distinguido particularmente.

—Precisamente en ese momento, Excelencia, vi el ataque del regimiento de Pavlograd— intervino Zherkov, mirando en derredor con inquietud; aquel día no había visto en absoluto a los húsares y no tenía de ellos más noticias que las oídas a un oficial de infantería. —Arrollaron dos cuadros, Excelencia.

Algunos sonrieron a las palabras de Zherkov, pensando que, como siempre, se trataba de una broma. Pero advirtiendo que su relato contribuía a la gloria de las Armas rusas y de aquella jornada, adquirieron de nuevo una expresión grave, aun cuando muchos sabían muy bien que la afirmación de Zherkov era una mentira sin fundamento alguno. El príncipe Bagration se volvió al anciano coronel.

—Les doy las gracias a todos, señores. Todas las Armas, la infantería, la caballería y la artillería, se han portado heroicamente. Pero ¿por qué han quedado abandonados dos cañones en el centro?— preguntó, buscando a alguien con los ojos. (El príncipe Bagration no se refería a los cañones del flanco izquierdo, puesto que sabía que, allí, al comienzo mismo de la acción, fueron abandonados todos los cañones.) —Creo recordar que le pedí averiguarlo— dijo al oficial de Estado Mayor de servicio.

—Uno quedó destrozado— repuso el oficial de servicio; —el otro, no lo comprendo; yo mismo estuve allí casi todo el tiempo y di las órdenes... acababa de irme... La verdad es que la cosa estaba fea— concluyó con modestia.

Alguien dijo que el capitán Tushin se encontraba allí mismo, en la aldea, y que habían enviado a buscarlo.

—Por cierto que usted también estuvo— dijo el príncipe Bagration a Bolkonski.

—Sí. No coincidimos por muy poco— contestó el oficial de servicio, sonriendo amablemente al príncipe Andréi.

—No tuve el placer de verlo— contestó fría y secamente el príncipe Andréi.

Todos guardaron silencio. En el umbral apareció Tushin abriéndose paso tímidamente tras las espaldas de los generales en la estrecha isba. Confuso, como siempre que se hallaba delante de sus jefes, Tushin no reparó en el asta de la bandera y tropezó con ella.

Algunos rieron.

—¿Por qué se ha abandonado un cañón?— preguntó Bagration frunciendo el ceño, no tanto contra el capitán como contra los que se reían, entre los que sobresalía Zherkov.

Ahora, ante su temible superior, Tushin pensó por primera vez en todo el horror de su falta y en la vergüenza de perder dos cañones estando él con vida. Tantas habían sido sus emociones que hasta aquel instante no tuvo tiempo de pensar en ello. Las risas de los oficiales lo turbaron más aún. Se mantenía firme delante de Bagration, y la mandíbula inferior le temblaba. Apenas pudo decir:

—No sé... Excelencia... No tenía bastantes hombres, Excelencia.

—Podía haberlos tomado de las tropas de protección. Tushin no dijo que no había tropas de protección, por más que ésa fuera la verdad. Creía que, diciendo eso, iba a comprometera algún otro jefe y, en silencio, con los ojos fijos, miraba a Bagration como mira el alumno a los ojos de su profesor cuando no sabe qué responder.

Aquel silencio se prolongó bastante. El príncipe Bagration, que, evidentemente, no quería mostrarse severo, no sabía qué decir y los demás no se atrevían a intervenir en la conversación. El príncipe Andréi miraba a Tushin de reojo y movía nervioso los dedos.

—Excelencia— rompió Bolkonski el silencio con su voz cortante, —usted se dignó enviarme a la batería del capitán Tushin; fui, en efecto, y encontré muertos a dos tercios de los hombres y de los caballos, dos cañones deshechos y ninguna tropa de protección.

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