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Dio manos a la obra. Me llamó al cabo de una semana, me invitó a su casa, me sirvió Vichy Catalán y me dijo algo así:

—La traducción de Laín se deja leer. Pero he encontrado algunos... errores. Hay que corregirlos.

—Para eso hemos firmado un contrato— respondí. —Dame algún ejemplo.

Me miró con su sonrisa escéptica, se calzó las gafas, fue a la tercera página de la novela y me leyó la frase siguiente:

—“Inglaterra, con su espíritu comercial, no comprenderá ni podrá comprender nunca la pobreza de ánimo del emperador Alejandro.”

Alzó la mirada, se quitó las gafitas y me preguntó:

—¿Qué te parece?

Esperó mi opinión, pero yo no la tenía.

—¿Te parece posible? Es Anna Pávlovna la que habla.

Ante mi silencio añadió:

—Alejandro es el Zar. A mí me llamó la atención que una noble rusa se refiera tan luego a la pobreza de ánimo de su Zar.

—¿Qué hiciste?

—Consulté el original ruso y comprobé que Tolstói no pone en su boca eso sino todo lo contrario: la sublime altura moral del emperador Alejandro, no la pobreza de ánimo.

La miré espantado.

—¿Qué dicen las otras traducciones?

—La altura, la altura, las tres dicen la altura moral.

—Pero... ¿por qué crees que Laín y Alcántara pusieron lo contrario?

Esta vez fue ella quien guardó silencio. Nos miramos y comenzamos a reírnos.

—¿Cuestiones políticas, crees?— le pregunté, pensando que en el Moscú soviético, donde Laín había trabajado, tal vez no cayera bien un elogio al Zar.

—No creo— dijo. —Pero no sé por qué puso la pobreza en vez de la altura moral. ¿Descuido?

Miré por un momento unas palomas que se habían posado en la baranda del balcón y luego le pregunté:

—¿Hay más?

—Mucho más, aunque hasta la tercera página esto es lo más llamativo. Y es inexplicable.

Regresé a mi casa y le escribí una carta a los amigos de Planeta diciéndoles que dejaran en suspenso, hasta nueva orden, el contrato de cesión de derechos. Y me puse a leer —por quinta vez en mi vida— Guerra y paz, ahora en la traducción de Laín Entralgo y Alcántara. No me pareció mala, aunque ciertos giros me parecieron burdos. Pero decidí que tenía que esperar a que Lydia progresara en su revisión antes de tomar una decisión con respecto a Planeta. Esto tuvo lugar, por fin, en septiembre, cuando, mediante una carta a Ymelda Navajo, entonces directora editorial de Planeta, me desdije y retiré mi oferta.

Las correcciones “gordas” fueron muchísimas más de lo que entonces preví. Y ello hasta la última página de la novela: al final de uno de los últimos párrafos del Epílogo, antes del Apéndice, la traducción de Laín Entralgo y Alcántara dice “Esa unidad, en la astronomía, era la inmovilidad de la tierra; en la historia es la independencia del universo, la libertad”; pero Tolstói dice: “en la historia es la independencia del individuo, la libertad”. ¿Por qué Laín Entralgo y Alcántara ponen universoen lugar de individuo?

Y eso para no hablar de la cantidad de términos, frases y hasta párrafos lisa y llanamente desaparecidos. Ni de los contrasentidos que nacen de errores de sintaxis; ni de los títulos alterados sin la mínima justificación: príncipe por conde, general por coronel; ni de los posesivos ambiguos, esos “su” que no se sabe si se refieren al sujeto o al predicado...

El trabajo de Lydia se prolongó mucho más allá de “finales del año 2000” —de hecho Lydia no puso punto final sino a fines de agosto de 2003. Y ello después de haber hecho una segunda ronda de correcciones sobre pruebas nuevas, en las que ya habíamos aportado todas sus primeras correcciones. Para ello me pidió autorización: la relectura, me dijo, le había permitido comprender que había sido demasiado indulgente, sobre todo al principio. Y sus segundas correcciones resultaron ser casi tantas como las primeras.

De mayo de 1999 a fines de agosto de 2003, son más de cuatro años, cuatro años durante los cuales Lydia y yo estuvimos sumergidos en el universo de Tolstói, reviviendo a la vez la narración y nuestras lecturas de la narración, descubriendo de ese modo detalles minúsculos del genio del autor: maravillándonos de su idioma robusto, audaz; estremeciéndonos ante su conocimiento del alma humana; hallando explicaciones recónditas pero explícitas de muchas actitudes, afirmaciones, gestos y hasta sueños de muchos personajes, explicaciones que, en una lectura normal, pasan desapercibidas; en definitiva, haciendo esa lectura, única, que puede, quizás un tanto abusivamente, compararse con la lectura de su propio creador.

A lo largo de su tarea Lydia me dijo varias veces que, con este trabajo, yo le había regalado años de vida. En un momento surgió ante mí el pavor que, a mis catorce años, me producía el irme acercando al final de la lectura. A lo mejor lo mismo le pasaba a Lydia, al irse acercando al final de su trabajo. A raíz de ello le propuse, a principios de 2002, que fuera pensando, para cuando terminara con Guerra y paz, en traducir tres cuentos de Chéjov, a su libre elección.

Mi propuesta le pareció excelente, pero no se comprometió a nada.

Algunos periodistas que han visto anunciada la edición de Guerra y pazen mi catálogo y en las solapas de mis libros me han interrogado sobre la traductora. Habrían querido entrevistarla. Lydia se negó rotundamente. “Cuando termine, ya veremos”, me dijo.

Ya veremos.

En el otoño de 1999, con Guerra y pazya en manos de Lydia, nuestro amigo Eduardo Arroyo nos invitó a cenar a Nicole y a mí en su casa madrileña. Entonces unido a la prestigiosa fotógrafa italiana Grazia Eminente, habían invitado también a Rosa Pereda y su marido, Marcos Ricardo Bamatán.

Tal vez en 1997, los “bamatanes” habían sido los anfitriones en la cena en que conocimos a Eduardo (si bien aun antes nos habíamos estrechado la mano, en Barcelona, en casa de Frankie Sert).

Fue una cena que selló nuestra amistad de manera extraña. Después de los estrechones de mano habituales y del aperitivo de rigor, pasamos a la mesa para degustar un faraónico pescado al horno, obra de Rosita para desesperación de su carnívoro marido. Con su vaso de vino blanco en la mano, sentado frente a mí, Eduardo me miró y, con algún titubeo, me dijo:

—Oye, yo quizá te deba una explicación, por lo del juicio ese que te gané, ya sabes, el libro de Julián Ríos que editaste...

—Yo nunca edité a Julián Ríos.

Se hizo un silencio de asombro.

—Yo nunca edité a Julián Ríos— repetí, tratando de no perder la sonrisa.

—Hombre, tu editorial publicó mis grabados, los que hice para el Círculo de Lectores, sin mi autorización y sin pagarme un duro. Y yo os puse pleito y lo gané, porque a mí me encanta poner pleitos y además siempre los gano.

—Yo nunca edité a Julián Ríos— afirmé por tercera vez. —¿No será mi ex editorial?

—¿Tu editorial no es Muchnik Editores?— dijo Eduardo, afirmándolo más que preguntándolo.

—Lo era, lo fue hasta 1990...

—¿Y ahora tú...?

—Ahora yo estoy en el Grupo Anaya y con mi ex editorial no tengo nada que ver.

Con una estruendosa carcajada Eduardo se alzó, dio la vuelta a la mesa, me dio un abrazo y apuró su copa de blanco seco.

—¡Qué alivio!— exclamó con una risotada.

A mi vez alcé mi copa de blanco seco y pronuncié un brindis:

—Brindo por que le ganes muchos otros pleitos a mi ex editorial; brindo por este exquisito pescado; brindo por la amistad de nuestros anfitriones; y brindo por la amistad que de ahora en adelante nos une a ti y a mí.

Volvamos a la cena en casa de Eduardo, en el otoño de 1999. Yo acababa de publicar mis memorias de editor, Lo peor no son los autores, que habían divertido mucho a Eduardo. Pero lo que más le había hecho gracia era mi resurrección como editor, después de que el Grupo Anaya me dejara en la calle en noviembre de 1997. Mis andanzas por el terreno abrupto de los grandes grupos y mis angustias como reincidente aunque tardío editor independiente tenían para Eduardo algo que le causaba a la vez admiración y cariño. Nunca dejaba de preguntarme acerca de mis “cosas” ni de celebrar mis logros. Así es que, ya en la sobremesa, me preguntó qué estaba preparando. Y yo hablé de los clásicos, que mis distribuidores decían que se estaban poniendo “de moda” —¡cuánto nos reímos de que un clásico se pudiera poner “de moda”!—, y hablé de Guerra y paz. Eduardo manifestó inmediatamente su entusiasmo. Y para demostrarlo en los hechos, dijo:

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