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En la Feria del Libro de Frankfurt de 1993 —entonces yo editaba dentro del Grupo Anaya—, Bertrand Favreul, el director general de la editorial parisiense Robert Laffont, se me acercó y me dijo casi confidencialmente:

—Tengo un libro para ti.

En estos casos o se trata de alguien que se metió en un proyecto que necesita rentabilizar a cualquier costo, o se trata de un amigo. Bertrand era un amigo y me lo había demostrado.

Charles Ronsac, fallecido en 2001 con cerca de 90 años, era uno de los grandes editores franceses, aunque no muchos lo conocían. Ronsac fue el hombre de Opera Mundi, la primera agencia literaria multimedia que supo encomendar libros pergeñados por ellos, diseñarlos, organizar su lanzamiento de prensa y administrar la venta de los derechos internacionales, todo simultáneamente y antes de que el libro saliera de imprenta. Las tiradas de vértigo, la invasión por el autor de todos los medios de comunicación de masas y las pilas en las librerías eran todo uno para Opera Mundi, que prácticamente no conoció fracasos.

En Opera Mundi hasta los años setenta y luego con Robert Laffont, Charles Ronsac supo manejar con insólita habilidad su cualidad más importante: su fogosa y perseverante capacidad de trabajo. Fue un hombre de energía diabólica. Desbordante de ideas, escéptico con todas ellas como ha de serlo cualquier editor serio, reflexionaba antes de actuar. Pero cuando por fin actuaba, lo hacía sin perder tiempo y yendo directamente al corazón de cada proyecto.

Así fue con su idea de obtener los derechos mundiales de los archivos literarios del KGB. No es que el KGB dispusiera de ellos: con la desarticulación del viejo régimen stalinista y la apertura de la Lubianka al público, resultaba claro que el primero en llegar se llevaría el botín. Ronsac se fue a Moscú y montó allí una pequeña oficina. Se daba el caso de que el poeta ruso Vitali Shentalinski estuviera precisamente investigando esos archivos, después de haber vencido las infinitas trabas que los intelectuales, militares y burócratas del viejo régimen sembraron en su camino. El vigor de Ronsac y la meticulosa labor de Shentalinski dieron por resultado un primer volumen, publicado en Francia por Robert Laffont en 1993. Ronsac no se había limitado a financiar el trabajo del autor: lo había diseñado, lo había criticado, lo había cortado, vuelto a redactar una y mil veces, hasta lograr un libro, sí, de Vitali Shentalinski pero no menos, en la sombra, de Charles Ronsac.

En la Feria de Frankfurt de 1993 y de común acuerdo con Ronsac, Bertrand Favreul me confió los derechos del libro de Shentalinski.

El libro salió en 1994 en la traducción de una pareja entrañable. Helena Kriúkova y su marido, Vicente Cazcarra, hoy fallecido prematuramente, trabajaban en tándem. Ella, rusa, dominaba cabalmente no sólo su lengua sino, por igual, el español. Él, militante comunista y antifranquista de cárcel, cuando nos conocimos estaba desesperado por la caída del régimen soviético. Escribía con gran soltura sus memorias, que no progresaban porque la tarea lo sumía en la depresión. Pero tenía un gran estilo.

Mi editorial invitó a Shentalinski y su esposa para el lanzamiento del libro, en noviembre de ese año. Fue una fiesta de más de una semana, sobre todo para una pobre pareja rusa habituada a todo menos a los hoteles, los aviones y las ruedas de prensa. Nicole y yo organizamos una cena en casa, a la que asistió la parejita de traductores.

Durante la estancia de los Shentalinski en España, Helena Kriúkova hizo las veces de intérprete. ¡Y qué intérprete! Esa noche casi no comió. Su capacidad de escuchar e ir traduciendo era tal que la conversación entre los Shentalinski y nosotros fluyó como si hubiéramos estado hablando en la misma lengua. No había esperas entre lo que decía uno y respondía otro.

Fue lógico que, en 1999 y ante el proyecto monstruo de revisar la traducción de Guerra y pazde Alcántara y Laín Entralgo, pensara inmediatamente en Helena, viuda desde hacía poco. Pero Helena se mostró reacia: sin Vicente no se sentía segura. Me sugirió el nombre de otra traductora, traté con ella y finalmente también ella rehusó la tarea. Les sugerí a ambas que unieran fuerzas, que suplieran la ausencia de Vicente con este nuevo tándem, pero no hubo caso. Amables siempre, muy discretas, afirmaron una y otra vez que no era una cuestión de dinero. Y afirmaron una y otra vez que lo que la novela de Tolstói pedía era una nueva traducción.

Una nueva traducción. Me entraron dudas. ¿Tan mala era la traducción de Alcántara y Laín Entralgo? ¿Qué estaba por comprar yo? La buena gente de Planeta, con la que me había puesto en contacto no bien tuve la primera conversación con Helena, me pedía seis mil euros por la utilización de la traducción. Pero ¿y si una vez comprada hubiera debido rehacerla? ¿En qué berenjenal económico me estaba metiendo, sin conocer el ruso y, por ende, no ser capaz de catar debidamente la “mercadería”?

Mi asesora en estas cuestiones siempre fue la célebre traductora Esther Benítez, hoy fallecida pero entonces secretaria de la asociación gremial de traductores.

—Para empezar— me dijo, —debes tener una idea muy clara de la calidad de la traducción que te quieren vender los de Planeta. Después veremos. Y si necesitas una buena traductora del ruso para que te haga la revisión, está Lydia Kúper.

—¿Cooper?

—Kúper, con K y acento en la u. Toma nota de su teléfono. Vive enfrente de tu casa, sobre la Castellana.

Tiene... casi noventa. Es bajita y habla con apenas un deje ruso. Cuando la visito, en verano (vestido todo de blanco ella me dice: “Pareces Tolstói”) me ofrece Vichy Catalán y en invierno té, un té ruso fuerte no menos tonificante que un buen café italiano. Sonríe con facilidad, su mirada es escéptica de nacimiento y ha leído bastante más que uno, y lo ha hecho con el mismo escepticismo de su mirada. No tiene muchos libros, por lo que se puede ver. Probablemente haya dejado bibliotecas enteras a lo largo de su larga vida.

Vivía entonces sola en un noveno piso, modesto y ordenado. Su familia —una hija y un hijo, casados ambos, que le han dado cuatro nietos— la invitaba a pasar los veranos y otras vacaciones con ellos.

Lydia nació en Lodz, que en aquel entonces pertenecía a Rusia, el 21 de agosto de 1914; cuando terminó la guerra, su madre, ya viuda, emigró a España con su hija de seis años y se instaló en Vigo (Galicia), donde vivía su hermano.

Licenciada en Filosofía y Letras por la Universidad de Madrid, Lydia trabajó como ayudante de cátedra en un instituto de segunda enseñanza; y durante la fratricida guerra española fue intérprete de los “consejeros” enviados por la Unión Soviética en ayuda de los mandos españoles. Cuando la Junta de Casado sustituyó el poder legítimo, abandonó el país con los últimos consejeros. A causa de un sabotaje, el avión tuvo que hacer un aterrizaje forzoso y Lydia sufrió la fractura del brazo izquierdo. Detenidos al principio, se les permitió abandonar el país en otro avión con dirección a Orán.

En Orán conoció a Palmiro Togliatti, y de Orán fueron a París y después a la URSS directamente. En Moscú trabajó como traductora en la Editorial de Lenguas Extranjeras y le tocó hacerlo, vaya coincidencia, en el mismo despacho que José Laín Entralgo.

En 1957 regresó a España en donde, en 1969, falleció su marido. Desde entonces Lydia sólo se ha dedicado a su familia y a traducir.

En mayo de 1999 Lydia y yo nos pusimos de acuerdo en los términos de un contrato que no minara las bases económicas del proyecto. Conté para ello con su debilidad ante la inmensa seducción de la tarea: meterse a fondo, palabra por palabra, en quizá la obra cumbre de la literatura mundial. A ello se agregaba el hecho de sentir que Guerra y pazle devolvía su juventud. A partir de cierta edad eso cuenta.

Le expliqué la naturaleza del trabajo que esperaba de ella y le entregué, en primer lugar, las casi mil seiscientas páginas de la edición de Alcántara y Laín Entralgo, escaneadas e impresas (con amplios márgenes) por mi editorial. Y, en segundo lugar, ejemplares de las traducciones francesa, italiana e inglesa.

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